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sábado, 31 de julio de 2021

Aguas patrias (47)

Todo hombre que se encontró en su camino, si podía andar y luchar lo mandó con el señor Torres. El resto, los heridos, los dejó reposando en el suelo. Él estaba buscando a don Rafael. 

-   Eugenio, ha sido una gran sorpresa -escuchó Eugenio una voz conocida cuando alcanzó la rueda del timón, no era otra que la de don Rafael-. Cuando los vigías han hablado de una escuadra, hemos pensado lo peor. Pero cuando han comunicado que nuestra bandera ondeaba en todas las naves, ha llenado de fuerza a los hombres. Luchaban como leones. 

-   Por favor, capitán, no se mueva tanto, se le van a saltar los vendajes -le pidió un marinero que estaba junto a don Rafael y que Eugenio reconoció como uno de los ayudantes del cirujano de abordo. 

-   Ya ve, capitán, no me libró de este moscardón -se quejó don Rafael, señalando al ayudante del cirujano. 

-   Señor, si está herido, yo le puedo sustituir en el alcázar -le indicó Eugenio, al percatarse de los aparatosos vendajes que se veían bajo la casaca del uniforme-. El enemigo ya se está rindiendo. Pronto no habrá combate. 

-   No, no hasta que las hostilidades terminen -negó con fuerza don Rafael, no dejando resquicio para debatir. 

-   ¡El enemigo se ha rendido! ¡El enemigo se ha rendido! -llegó gritando un guardiamarina del Vera Cruz, totalmente manchado de sangre-. ¡Capitán! ¡Capitanes! Los ingleses se han rendido.

La mano del guardiamarina señalaba la bandera de la fragata que había sido retirada y ahora ascendía la española. En la otra nave, muy hundida, también se distinguía que ya no estaba la enseña inglesa.

Don Rafael miró a ambos lados y luego asintió con la cabeza. Entonces se derrumbó. Habría llegado al suelo si los reflejos del ayudante del cirujano y de Eugenio no hubieran sido tan rápidos. Agarraron el cuerpo extenuado de don Rafael, evitando su caída. Eugenio llamó a dos marineros y con las indicaciones del ayudante, se llevaron abajo al capitán. A partir de ese momento Eugenio tomó el mando en el Vera Cruz, pues era el oficial de mayor grado. Lo primero que hizo fue llamar a los oficiales que aún estuvieran en condiciones de trabajar.

Los oficiales de la Sirena aparecieron todos, unos más heridos que otros, pero en condiciones para trabajar. En el caso de la oficialidad del Vera Cruz solo se presentó el teniente Heredía, el primer oficial, cojeando y con vendajes, así como unos cuantos guardiamarinas. 

-   Señores, hay que encargarse del Vera Cruz -dijo Eugenio como saludo-. Teniente Heredia, veo que está en condiciones. Encargarse de inspeccionar el navío. Necesitamos saber cuanto agua entra, los heridos, la situación de la arboladura, las velas, hay que ponerse en marcha lo antes posible. 

-   Sí, capitán. 

-   Señor Romonés, le quiero en la Sirena, encárguese de ella -indicó Eugenio-. Señor Salazar, suya es la fragata enemiga, lo mismo que el Vera Cruz, infórmeme lo antes posible. Señor Sánchez, la corbeta enemiga. Revísela y vea si es posible salvarla. Si no recupere todo lo que pueda ser útil. Luego sepárela del Vera Cruz, no queremos que nos arrastre con ella. Señor Romero, encárguese de los enemigos, los heridos y los que se han rendido son  prisioneros de guerra. Los muertos, por la borda, no podemos tener una infección a bordo. 

-   Sí señor -asintieron todos los oficiales, que se retiraron rápidamente.

Eugenio se quedó en el alcázar, recibiendo informes de todo tipo. Las primeras llegaron por parte de Heredia, que informó que el Vera Cruz tenía un par de agujeros en el casco, pero que los carpinteros ya estaban dando cuenta de ello y ahora con los marineros que no estaban luchando los había puesto a achicar el agua de más con las bombas. Había cañones que habían sido destruidos durante la batalla anterior al abordaje, pero pronto los reconstruirían. La arboladura estaba bien, por lo que no había que preocuparse por ese punto. Por lo demás habían sufrido muchas bajas, habían perdido al segundo y tercer teniente, tres guardiamarinas, y casi doscientos hombres. Había otros trescientos heridos, pero el teniente Heredia creía que muchos se recuperarían. Por lo que aún podían manejar el navío sin problemas con los supervivientes. Pero no creía que pudieran llevar muchos prisioneros. Pero eso no era un problema en sí para Eugenio, los podía repartir por una flota llena de soldados de infantería ociosos. Lo que verdaderamente le preocupaba a Eugenio era el paradero de la Santa Ana.

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