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sábado, 30 de enero de 2021

El reverso de la verdad (11)

Andrei se dejó caer en uno de los taburetes vacíos, en el situado más en el interior, lo que hizo que el camarero se desplazase hasta donde se había sentado. 

-   ¿Qué quieres? -espetó el camarero, como enfadado porque Andrei le había hecho andar hasta allí. 

-   Dile a Lafayette que Rochambeau ha llegado -le respondió seco Andrei-. Y mientras me hace esperar ponme un whisky solo.

El camarero le miró detenidamente, y sirvió el whisky que le había pedido. 

-   Yo soy Lafayette -dijo el camarero dejando el whisky ante Andrei. 

-   No, no lo eres -negó Andrei, que pegó un sorbo al whisky-. Aunque has aprendido de él ser un maldito rácano. A esto no se le puede llamar whisky.

Andrei lanzó el vaso contra la pared tras el camarero, que se rompió en muchos cachos y oscureció ligeramente la pared, si en verdad pudiera conseguirlo, ya que estaba francamente sucia.

Andrei corrió la cremallera de la chaqueta del chándal, mientras el camarero seguía el vaso volando. Por lo que cuando se volvió para encararse con Andrei, este ya le estaba esperando. 

-   Tsk, tsk, tsk -chasqueó Andrei, que se levantó como un rayo, agarró al camarero por el cuello y le obligó a doblarse, pegando su cabeza contra la superficie de la barra con un sonido sordo. Andrei se acercó al oído del camarero-. Si en verdad hubieras sido Lafayette, no estarías a mi merced. Lafayette es muchas cosas, pero no un idiota que se queda mirando un vaso que vuela. Así que amigo, ve a buscar a Lafayette y déjate de juegos idiotas. 

-   Rochambeau -escuchó una voz familiar a su espalda-. Sin duda sabes como hacerte reconocer. Podrías soltar al muchacho. No es muy listo, pero con idiotas más normales es más efectivo. 

-   Supongo que ya no los hacen como antes -murmuró Andrei, soltando el agarre sobre el camarero, dándose la vuelta.

Las cosas habían cambiado un poco, los que había tomado por parroquianos estaban alertas y con las manos perdidas en el interior de sus chaquetas, abrigos y cinturas. Parece que Lafayette había medrado bastante para tener esa guardia de corps. Sin duda las cosas deberían haberse suavizado con la llegada de Lafayette, pero el camarero había sido herido en su orgullo propio y era lo suficientemente idiota para no lamerse sus heridas. Tras ponerse de pie, dejó caer las manos tras la barra, para sacar algo que tenía guardado tras la barra, un bate en el mejor de los casos, una escopeta en el peor. Andrei notó algo, lo suficiente para sacar su arma y colocar el cañón ante los ojos del camarero. Andrei desenfundó muy rápido. Pero fue el detonante para que aparecieran un buen número de armas de fuego, que parecieron apuntar a Andrei. 

-   Por favor, por favor, señores, Rochambeau es un viejo amigo, un camarada -pidió Lafayette, algo sudoroso, aunque tenía que ser por el tamaño que había tomado. Ya no era el hombre musculoso que había conocido. Andrei creía que si se ponía a correr se moriría de un infarto-. Calma, calma. Por favor Rochambeau. 

-   Yo estoy muy calmado, Lafayette, pero me gustaría que el tipo este deje las manos sobre la barra -aseguró Andrei. 

-   Alfonse, por favor, pon las manos sobre la barra -ordenó Lafayette.

El camarero alzó las manos que sujetaban una barra de metal, una cañería gruesa. Dejó la cañería sobre la barra y puso las manos sobre la misma. 

-   Mejor así -afirmó Andrei, separándose de la barra y guardando la pistola en su sitio-. Lafayette veo que la vida te ha tratado bien. 

-   A unos mejores que a otros -asintió Lafayette, que hizo un gesto al resto que guardasen las armas. Los hombres le hicieron caso y las pistolas desaparecieron con rapidez. Lafayette se aproximó a la barra y cogió la barra de metal, sopesando su fortaleza. Pero no creas que me he vuelto ocioso o gordo, Rochambeau, sigo siendo el mismo camarada de antes. Solo que la vida me está tratando bien. Pero sigo sabiendo hacer bien las cosas, Rochambeau.

Lafayette había estado jugando con la barra de hierro, pero de improviso la descargó con bastante fuerza sobre una de las manos que tenía el camarero sobre la barra. Andrei pudo escuchar con increíble facilidad la rotura de huesos, así como la cara de dolor y el resoplido del hombre. Tras ello, Lafayette lanzó la barra al suelo, con despreció, la cual se alejó rebotando sobre las baldosas del suelo. Le hizo un gesto a Andrei que le siguiera y con un andar marcado por una ligera cojera se dirigió a una de las puertas del fondo, seguido por Andrei.

Aguas patrias (21)

Don Bartolomé dirigió sus pasos hacia uno de los grupos más alejado de la sala, cerca de los músicos. Allí, esperaba que no le viera su hija. Los hombres del grupo le saludaron con franca camaradería. 

-   ¿Qué te parece el capitán? -le preguntó don Rafael. 

-   Es muy serio, no como el zagal de Agustín -respondió Bartolomé, enarcando las cejas, pobladas y blancas, con pelos díscolos que se salían del peinado que había intentado su hija-. Lo siento por Agustín, sé que quería que mi Teresa se casase con él y le metiese en vereda. Mi Teresa es como su madre, mi Isabel, todo carácter. Pero el hijo es un loco. 

-   Y que lo digas, la mayoría de los hombres de Santiago están más que hartos de él -dijo el tercer hombre, alto, muy bien vestido, con el rostro chupado, lo que hacía que su nariz, ya grande de por sí, pareciese una montaña solitaria en medio del rostro. Los ojos eran pequeños y verdosos. El pelo era negro, pero presentaba muchas canas. También tenía un frondoso bigote grisáceo bajo la gran nariz-. Llevo días recibiendo quejas y peticiones para que lo eché de la ciudad. Ya le he pedido a don Rafael que le mande a dar vueltas por el estrecho de la Mona. Pero aquí sigue. 

-   Hago lo que puedo -intentó defenderse don Rafael, simulando incomprensión-. Que tus súbditos no se preocupen. Nos haremos a la mar en un par de días. Hay cosas que hacer. Ya lo sabes. Según tus soldados embarquen en el Sirena y las provisiones prometidas desde el matadero, no iremos. Y la Santa Ana la primera. 

-   Rafael, volviendo a tu plan -intervino don Bartolomé-. ¿Estás seguro que mi Teresa se va a interesar en ese capitán? ¿No parece muy hablador? Es muy serio y lacónico. 

-   Eugenio es lo que necesita tu hija -aseguró don Rafael-. Un hombre adecuado. No es un mujeriego, es trabajador y sé que lo que ama lo quiere hasta el final. La protegerá y la cuidará. Y si no me equivoco te dará nietos. Unos pequeños mozalbetes a los que educar en la naturaleza. 

-   ¿O en la marina? -inquirió con malicia don Bartolomé.

Los tres hombres se rieron de la ocurrencia de Bartolomé. Este nunca le negaba nada a Rafael en lo que era la educación y el futuro de su hija Teresa. Si hubiera estado viva su esposa, Isabel, sería a ella quien Rafael debería haber convencido. y eso hubiera sido una batalla larga y complicada. Con él había sido una escaramuza rápida, que él había perdido. Rafael era su primo, por parte de madre y además era el padrino de Teresa. Y desde la muerte de Isabel, se había interesado en la educación de la niña, así como su bienestar. En el pasado le había ayudado a comprar unas haciendas y tierras en la isla. Ahora las llevaban unos capataces, leales a don Rafael, antiguos marinos lisiados que hacían producir azúcar, cereales y otros productos con la puntualidad de la armada. Le habían convertido en un hombre rico o por lo menos lo suficiente como para centrarse más en sus estudios de la naturaleza. Pero Rafael ya le había hablado que había que encontrar un buen pretendiente para su Teresa. Como a él esas cosas se le daban mal, Rafael se tomó esa misión para él. Esta era la primera vez que había vuelto a hablar del asunto.

Cuando le había hablado del capitán Casas, aún era un teniente, pero Rafael tenía ciertas expectativas en un ascenso próximo. Le había tutelado como guardiamarina y sabía de su corazón noble. Claramente había estudiado sus orígenes. No era de la nobleza y eso le pareció bien a Bartolomé, odiaba a los nobles peninsulares, la mayoría unos muertos de hambre. Él mismo era hidalgo por nacimiento, era vasco. Pero la mayor parte de los vascos, aunque hidalgos eran pobres como ratas. Muchos preferían morirse de hambre que mezclarse con el populacho. Los listos, se habían guardado su orgullo y habían prosperado o por lo menos sobrevivido. Él no quería como yerno a uno de esos nobles engreídos.

Al final, Rafael se había reunido con él hace dos días y le había dicho que la cosa marchaba. El gobernador y él habían ascendido al teniente Casas a capitán, por su gran acción al tomar la fragata inglesa Siren y esperaba que en la misión que le habían impuesto, se llenase de gloria, por lo que en la sede de la armada peninsular aceptasen el ascenso. Aunque los dos lo veían como hecho. Además, entre el precio de la Siren y los barcos mercantes capturados o rescatados y lo que obtuviese en la misión que iban a llevar a cabo, pronto tendría un buen colchón para empezar una vida conyugal. Con tantas cosas buenas, Bartolomé había aceptado conocer al pretendiente de Rafael y la verdad es que no le había disgustado. Pero la cosa es que a su hija le pudiese gustar algo como para aceptar al marino como esposo. Claro, que sí o él o Rafael le decían que habían decidido que se casase con el capitán Casas, ella los obedecería, era una buena hija. Pero prefería que su elección fuese por amor. No como él y como Rafael, cuyos matrimonios estaban concertados casi desde el día que nacieron. Aunque él había llegado a amar de corazón a su esposa.

martes, 26 de enero de 2021

El dilema (60)

A la hora señalada por Asbhul y el resto de therks, los hombres comenzaron a salir del campamento. Allí se quedarían los escoltas de Ulmay y el resto de su columna. El ejército de vanguardia avanzó junto hasta que se separó, para rodear todo el campamento. Para hacer un círculo cerrado, el muro de escudos solo podría tener tres filas de profundidad y los arqueros habían tenido que asumir posiciones en él.

Mientras los infantes se acercaban, Alvho y sus muchachos se adelantaron con cuidado, para eliminar posibles vigías escondidos. No los encontraron, pero sí que se toparon con otra cosa. En una de las lomas que formaban la ensenada, en la ladera opuesta, había cadáveres por doquier. La mayoría eran hombres, de todas las edades, a excepción de niños. También había el cuerpo de alguna anciana. La mayoría habían sido asesinados, ya que tenían sus manos atadas a la espalda. Qué habría pasado y qué tipo de nómadas hacían eso. Sin duda los relatos de sus acciones salvajes en el pasado no eran por la imaginación de los bardos de antaño. Aun así, el campamento enemigo seguía en paz.

Desde la posición que había elegido Alvho podía distinguir mejor el campamento. Lo que había en el centro no eran ruinas, sino una especie de carros, o jaulas para animales. Estaban llenas hasta los topes. Y no de bestias salvajes, sino de mujeres y niños. Alvho ya empezaba a comprender lo que había pasado. Una vez escuchó de unos mercaderes un relato sobre que algunas de las tribus nómadas atacaba a las otras y las hacía prisioneras, para luego vender a los integrantes de estas como esclavos. Aunque también habían hablado de ritos de canibalismo. Esas tribus eran muy peligrosas y no había forma de entablar negocios con ellas. A parte de ello, le contaron que en ocasiones varias tribus nómadas se unían para acabar con estas tribus negras, pues así las llamaban, porque se tatuaban líneas negras en sus cuerpos. Podrían estar ante una partida de caza de una de esas tribus oscuras.

Pero los pensamientos de Alvho se detuvieron cuando empezó a escuchar los silbidos de pájaros diurnos, el código que había llegado a apalabrar con los therk y Asbhul, para indicar que los infantes estaban listos. Era su momento de actuar. Alvho se montó en su caballo, sacó una espada larga, un arma inusual en sus manos que le había dado Selvho. Su misión era cabalgar por el campamento enemigo y sumirlo en el caos, mientras los infantes cerraban la trampa. Así que tocaba montarla.

Los caballos descendieron al galope, cayendo sobre los dormidos centinelas. Los primeros cayeron en silencio, los segundos, huían hacia el centro del campamento lanzando alaridos, que Alvho supuso que eran gritos de alarma. Cuando las líneas de centinelas se habían volatilizado, Alvho dividió a sus hombres que hacían que sus monturas recorriesen los caminos entre tiendas, cortando las sogas que las mantenían atadas. Golpeaban a los incautos que aparecían entre los pliegues. Pronto los enemigos empezaron a aumentar su número y Alvho ordenó la retirada. La orden fue clara y todos sus hombres tenían que huir hacia los muros de escudos, que permanecían aún lejos de las hogueras que señalaban los límites del campamento. La idea había sido de Selvho, quien esperaba que los enfadados enemigos se lanzaran a una loca persecución vengativa y chocaran con los muros de escudos en la oscuridad. Alvho le había indicado que no podían ser tan rematadamente tontos, pero ante su incredulidad, vio como un líder ordenaba que les siguiesen. Mandó a todos sus hombres a la oscuridad y todos fueron presas fáciles para los guerreros de Asbhul. Los nómadas chocaron en la oscuridad con los escudos y una lluvia de estocadas les destrozaron. Casi no pudieron gritar de la sorpresa, muriendo en un total silencio.

Tras ello, Alvho y los suyos volvieron a aparecer, para estupefacción de los líderes enemigos, pero esta vez, de la oscuridad aparecieron los guerreros con las armas manchadas de sangre que cerraron sobre los enemigos. Estos se lanzaron a la muerte con convicción y los mataron con rapidez. Al final, cuando aparecieron los primeros rayos del Sol, el campamento había caído en manos del ejército de vanguardia.

Alvho ordenó a sus hombres que se fuesen a las cimas de las lomas, para vigilar posibles enemigos ocultos y cuando se marcharon, se quedó solo con Aibber. Desde donde estaba, veía como los guerreros sacaban a los guerreros enemigos, a los cobardes que no habían acudido a la muerte. Les empezaron a colocar grilletes. Las mujeres y niños de los carros correrían la misma suerte. Eran un buen número y sería un buen botín para todos. De algunas tiendas también sacaron mujeres, vestidas con andrajos. Estaban sacando a una de ellas, una joven, que ante la sorpresa de los guerreros, les arañó y golpeó, librándose de sus manazas y lanzándose a correr hacia la libertad. 

-    ¡Cogela! -ordenó Alvho a Aibber, señalándola.

Aibber espoleó su caballo, se lanzó tras ella y cuando estaba a su lado, se lanzó sobre la muchacha con una curiosa pirueta. Aibber y la muchacha cayeron al suelo, rodando hasta que Aibber quedó sobre ella, que le miraba con odio y le escupió. Aibber le golpeó en la cara con la palma de la mano. 

-    Muchacho, es una muchacha hermosa, si la dañas no valdrá lo mismo -se burlo Alvho. 

-    Es una salvaje, nadie la querrá -espetó Aibber, sin perder las fuerzas con la que la retenía.

Alvho se rió y le dijo que la atase a su caballo. Le parecía que esa chica era lista y hábil, sería una buena adquisición para su grupito de locos. Le ordenó a Aibber que la vistiese y que la tratase con cordura. En el campamento quería hablar con ella. Tras lo que regresó al centro del campamento enemigo, para hablar con el tharn.

Lágrimas de hollín (63)

En esa habitación, seis vidas se extinguieron por un chasquido, un simple gesto realizado por Jockhel. Cuando chasqueó los dedos, sus hombres, abatieron con sus ballestas a Mhardoc, a Ibhel, a Mhardoc, a los lugartenientes de los Lucios, los Comadrejas y los Águilas. Tres hombres cayeron al suelo y otros tres quedaron quietos sobre sus sillones. Solo Runn y el muchacho, a excepción de Inghalot seguían vivos. Uno de los encapuchados retiró su capucha, dejando ver el rostro de Bhorg. 

-   Vaya, así que tú estás ahora con Jockhel -dijo Inghalot al reconocer al antiguo asesor de Dhert-. Dhert siempre desconfiaba de ti, no sabía cuál era tu verdadero valor. Seguro que se llevó una desilusión cuando lo traicionaste. Conmigo eso no hubiera pasado. 

-   Él no lo traicionó, sino el resto de sus lugartenientes -indicó Jockhel-. Ellos prefirieron el oro a la lealtad. Bhorg se mantuvo leal hasta el último momento. Por eso le permití vivir y le ofrecí un puesto en mi grupo. 

-   La lealtad, la maldición de los hombres buenos, cuantos han muerto por creer en ella -se burló Inghalot-. Yo nunca he sido más leal que a mi mismo y he sobrevivido. 

-   Hasta ahora -le recordó Jockhel. 

-   Es verdad, hasta ahora -asintió Inghalot-. Parece que al final eres verdaderamente el señor de La Cresta. Bueno, no exactamente, Runn sigue vivo. Y también están los cobardes de Isppal y Nelbhur. Aun tienes que convencerlos a ellos. y esos dos son un par de cabezotas de libro. Te vas a divertir. 

-   ¿Y yo? ¿Qué me espera a mí? -intervino Runn, que había permanecido en silencio. 

-   Runn a ti te ofrezco lo mismo que le ofrecí a Phorto de los Carneros -contestó Jockhel-. Júrame lealtad, sírveme como uno de mis generales, y yo protegeré la vida de aquellos que tú quieres. Pero antes, Bhorg, llevaros a Inghalot a la fragua. Allí seguiremos hablando con él. 

-   Así será, cogedlo y atadlo, nos lo llevamos -ordenó Bhorg a varios hombres que se echaron encima de Inghalot y se lo llevaron de allí, seguidos por Bhorg.

Jockhel mantuvo su mirada sobre un pensativo Runn, que parecía estar considerando la petición de Jockhel. 

-   Antes de que me digáis vuestra respuesta, os tengo que reconocer que os he mentido en una cosa -dijo Jockhel, soltando el hombro del muchacho, moviéndose, acercándose al sillón de Inghalot y dejándose caer sobre él-. Tu escolta sigue viva, pues ya había supuesto cuál iba a ser tu respuesta. Están drogados y listo. Los de ellos muertos, pues no podía correr riesgos. Si quieres te pueden llevar con ellos y cuando los veas, me respondes. 

-   Así sea -asintió Runn. 

-   ¡Usbhalo! -llamó Jockhel y el encapuchado más voluminoso se movió-. Acompaña a Runn y al muchacho abajo junto a sus hombres.

Usbhalo asintió con la cabeza y escoltó a Runn y el muchacho, acompañado de más hombres. Jockhel se quedó junto a los dos encapuchados, que retiraron la tela que mantenía ocultos sus rostros. Eran Bheldur y Shar. 

-   ¿Aceptará? -preguntó Shar. 

-   Sí, lo hará -asintió Jockhel-. Es como Phorto, pone por delante de él mismo a sus hombres. Lo necesito para que ayude a Phorto al mando de los soldados. 

-   ¿Perderá poder? ¿Crees que lo aguantará? 

-   Sí. 

-   Espero que estés en lo cierto, amigo -indicó Bheldur. 

-   No me preocupo, Bheldur -quitó hierro Jockhel-. Tú estarás en las sombras velando porque nadie nos intente traicionar, ¿no? 

-   ¡Oh! Más y más trabajo. Solo soy tu trabajador. Ni una pizca de consideración -simuló Bheldur que se quejaba-. ¿Qué vamos a hacer con Inghalot? ¿Y con los Cuervos y los Toros? 

-   Cada cosa a su tiempo -comentó Jockhel-. Primero debemos reunirnos los líderes en la fragua. Allí os plantearé lo que tengo pensado con los dos clanes que nos faltan de subyugar. Inghalot será un hueso. Costará sacarle información. Pero me gustaría saber qué tratos tenía con las autoridades imperiales. En la fragua le libraremos de esa pesada carga. Es hora de moverse, antes de que los clanes que acabamos de descabezar se percaten de ello.

Los tres se pusieron de pie y se marcharon de allí. Jockhel dio la reunión de clanes por terminada. Pronto, Phorto y un recién unido Runn se encargaron de mover a los soldados. Los clanes de los Águilas, Lobos, Comadrejas y Mantis fueron destruidos en un par de noches. Muchos aceptaron unirse a su nuevo señor. Otros desaparecieron para no ser vistos más. Como todos los golpes de mano de Jockhel fueron llevados en silencio y sin que los habitantes del barrio y la ciudad se enterasen de nada. Pero aún quedaban los Cuervos y los Toros, atrincherados en sus territorios, listos para defenderse del ataque de los Dorados.

Al tercer día, los principales líderes de los Dorados se reunieron en la fragua, que no era otro lugar que el taller de Fibius.

domingo, 24 de enero de 2021

Aguas patrias (20)

Justo cuando terminó la octava pieza, los músicos decidieron hacer un alto, para descansar. En ese momento, Eugenio notó que un par de personas se colocaban a su lado. Era una dama joven y un hombre mayor. El hombre tenía el pelo blanco, cortado al raso. El rostro estaba bronceado y sobre una nariz gruesa había unas pequeñas gafas. Vestía con una casaca antigua y gris. Los calzones eran grises con medias blancas. En la mano derecha llevaba un bastón de madera oscura, rematado con una cabeza de águila plateada. Eugenio le echó algunos años más que don Rafael. La chica era una joven menuda, tal vez de veinte años, de pelo negro, al igual que sus ojos. El rostro estaba bronceado, como el hombre. El vestido no parecía estar a la misma moda que el resto de las damas de la sala, pero aun así era una pieza bonita, de un color verde esmeralda. El pelo lo llevaba recogido en un moño, mantenido con una peineta.

Se acababan de par cuando Eugenio escuchó unos pasos de alguien acercándose casi a la carrera. Se volvió y vio pasar delante de él a Juan Manuel, que se acercó a los recién llegados. Saludó al hombre con una inclinación de cabeza. Iba a saludar a la muchacha cuando esta le dio un sonoro bofetón a Juan Manuel en la mejilla derecha. Lo que hizo que casi todos los presentes mirasen hacia ellos. Los que le envidiaban, se sonreían al ver que no conquistaba a todas las jóvenes. Las que le vanagloriaban, se consternaron por la falta de educación de la muchacha y el resto, pues solo echaron un rápido vistazo, regresaron a sus conversaciones.

Entonces, Juan Manuel, que con la mano derecha se tocaba la mejilla golpeada, se dio cuenta de la presencia de Eugenio y le hizo una seña para que se aproximase. Eugenio se acercó, un poco a regañadientes, aunque con un afán de enterarse por el bofetón. 

-   Eugenio, dejame que te presente a don Bartolomé de Vergara Villanueva y su espléndida hija Teresa -hizo las presentaciones Juan Manuel-. Eugenio es el capitán de la Sirena, la fragata que capturó cuando estaba como primer teniente del Vera Cruz. Eugenio Casas. 

-   Señor, señorita -murmuró Eugenio, haciendo una inclinación de cabeza, que Bartolomé repitió, mientras que Teresa se agachó ligeramente. 

-   Don Bartolomé es un naturalista y estuvo durante una temporada invitado por mi padre en nuestra hacienda -informó Juan Manuel, recuperando su sonrisa-. Así que durante un tiempo, Teresa se convirtió en casi una hermana. 

-   Una hermana a la que le prometiste que le enviarías cartas de tus aventuras en la mar, pero que no ha recibido ninguna últimamente -le cortó Teresa, poniendo una mueca de desaire. 

-   Teresa, en el mar, el marino tiene poco tiempo para escribir -se quejó Juan Manuel, sin fuerza-. Sino preguntale al capitán Casas. Él te puede asegurar que lo que te digo es cierto.

Eugenio miró a Juan Manuel con cara seria, enfadado porque le hubiera incluido en su trifulca familiar, si se podía calificar la relación entre los de Vergara y Juan Manuel como familiares. Pero no hubo tiempo para decir nada, pues los músicos volvieron a afinar sus instrumentos. Juan Manuel se despidió, alegando que tenía que agasajar a sus compañeras de fiesta y le dijo a Teresa que Eugenio la protegería del peligro de los cazatesoros. 

-   Juanito sigue siendo un niño -indicó Teresa una vez que Juan Manuel se había ido-. O por lo menos se comporta como uno. Lo siento por su pobre padre. Le lleva por la calle de la amargura. ¿Cómo se conoció con Juanito? 

-   Servimos juntos en un barco, cuando éramos oficiales menores, señorita -contestó Eugenio, un poco serio. Le costaba mucho las reuniones sociales de este tipo. Lo sacabas del mar y ya no se sentía a gusto. Y parecía que Teresa se había dado cuenta de su apuro. 

-   ¿Y Juanito en el mar se comporta como en tierra? -inquirió Teresa, intentando que una conversación fluida sosegase al espíritu del capitán-. Quiero decir si es tan movido y disoluto. Sabe que meterse en la armada fue una afrenta para su padre. El hombre no quería que su hijo se fuera de su lado. Prefería que hubiera entrado a formar en la milicia colonial. Por lo visto en los territorios del norte de Nueva España tienen problemas con los indígenas y con los franceses. Las tierras del padre de Juanito están casi siempre en peligro, si no fuese por la milicia colonial. 

-   Desde que le conozco a Juan Manuel, se ha comportado con brillantez y a fe mía, creo que es un excelente marino -aseguró Eugenio, intentando no parecer demasiado pretencioso en su forma de hablar-. Le he visto hacer cosas que le deparan un gran futuro en la armada. Si se comportara, bueno quiero decir, si… 

-   Si no se dedicase en tierra a parecer un crápula, eso quería decir, ¿verdad capitán? -le cortó Teresa, con una sonrisa mordaz-. Sí, ya me habían hablado que en ocasiones los marinos tienen dos caras. En el mar son feroces, serios y mortales, pero en tierra se vuelven totalmente diferentes. 

-   Parece que sabe mucho sobre los marinos, señorita -señaló Eugenio, interesado sobre el origen de este conocimiento por parte de Teresa-. Tal vez… 

-   ¿Capitán, le puedo dejar en compañía de mi hija? -intervino de improviso don Bartolomé, que Eugenio no estaba muy seguro que estuviese atento a la conversación que ambos mantenían-. He distinguido a fray López, quiero preguntarle sobre su estudio de los arbustos perennes de la isla. Si me disculpáis.

El hombre se marchó como un rayo, eso que usaba el bastón para andar y a Eugenio le pareció que cojeaba ligeramente. Tal fue su rapidez que Eugenio sospechó que no fue capaz de escuchar su respuesta. Ahora se había quedado solo con la señorita y la verdad que la situación le había puesto más nervioso que antes. Cómo podía él mantener entretenida a esa señorita.

sábado, 23 de enero de 2021

El reverso de la verdad (10)

Andrei devoró la comida china, que pagó con la tarjeta. Tras lo cual se cambió su look habitual por uno un poco más holgado, más preparado para el ejercicio físico. Tras ello, tomó dinero de la caja que tenía en su despacho, el suficiente para alquilar el vehículo, pues no podía pagar con la tarjeta. No podía dejar migas de pan a nadie, ni a la policía ni a otros malhechores. Volvió a su cuarto, tomó la pistola, la observó durante un rato, parecía estar en orden. La cargó, la descargó, le quitó la bala que se había quedado en la recamara, simuló disparar el arma vacía y terminó volviendo a cargarla, pero poniendo el seguro. Tras ello, la colgó en la pistolera de sobaco que se había puesto. No le gustaba llevarla en la cintura, parecía un sheriff gringo de las películas.

Tras mirarse un par de veces en un espejo, no le pareció que se notara que llevaba algo escondido bajo la chaqueta del chándal. Cuando estuvo seguro que podía ponerse en marcha, salió de la vivienda, cerrando con llave. Bajo a la calle y silbó un taxi. Al conductor le dijo que le llevase al aeropuerto. El taxista se limitó a encender el contador y subir un poco más alto la radio. Claramente era de los que no les gustaba dar conversación y a Andrei no le interesaba en ese momento tener que parecer amable.

Durante gran parte del trayecto estuvo observando lo que se veía por su ventanilla. Solo echaba rápidas miradas al contador. Sin duda no se había equivocado con lo que había tomado de su caja de seguridad. Además, alquilar un coche en el aeropuerto era lo más aconsejable, para evitar las sospechas de algún conocido. Una cara más en el mostrador de la empresa de alquiler, no iba a desentonar mucho allí, donde había un trasiego continuo. Por fin, los sonidos de los motores aterrizando o ascendiendo a los cielos, hicieron palpable que su destino estaba cerca. El taxista se detuvo en la zona de salidas, lo que claramente a su entender era donde quería ir su cliente. Le dijo a Andrei cuanto era la carrera, que Andrei pagó en metálico. Tras recibir su vuelta, Andrei se bajó del coche y se internó en la terminal de salidas. Espero dentro a que el taxista se marchase y salió, para tomar las escaleras que llevaban a la zona de llegadas, donde se encontraban las empresas de alquiler.

Un joven de unos veintipocos, le atendió en el mostrador de la empresa de alquiler que eligió a boleo. El joven iba perfectamente vestido con un traje oscuro, el pelo peinado hacia atrás, con demasiada gomina, algo demodé. Andrei fue parco en palabras, solo lo imprescindible para hacer la transacción. El joven le enseñó la lista de coches que tenían en stock en ese momento en su parking del aeropuerto. Sin duda había recibido las instrucciones de mostrarle los más caros primero, coches de escuderías importantes. Pero los ojos de Andrei iban más rápido de lo que la voz del joven. Pronto dio con lo que necesitaba. Pidió un Ford Focus, con una matrícula vieja. Sería un coche asequible y normal, de los muchos que hay en las carreteras.

Tras pagar, en metálico, ante la sorpresa del joven, que esperaba una tarjeta, tomó las llaves y la plaza del parking donde estaba aparcado. Andrei se marchó rápido y pronto dio con el vehículo. Un coche simple. Lo había alquilado por varias semanas. Se montó, encendió el motor, sonaba bien, y se puso en marcha. Tenía un buen trayecto hasta donde había quedado con Lafayette. Revisó la cantidad de gasolina del depósito. Estaba a rebosar, por lo que podría pasar un tiempo sin rellenar. El tráfico de la autopista le rodeó y le acompañó en las siguientes horas. Por fin llegó a la salida que tenía que tomar. Por una carretera regional llegó hasta una población. Parecía un pueblo de tipo rural o por lo menos el centro de una región agrícola. No podía aparcar el coche delante de su destino, pues suponía que la policía lo tenía observado. Lafayette se había pasado al lado contrario que él. Uno era un hombre de provecho o por lo menos lo suficiente para mantenerse en paz. Lafayette, con sus conocimientos militares, se había vuelto un matón o algo peor, un armero. Pronto encontró un parking público, donde pudo aparcar el coche. Desde allí tenía una caminata hasta el pub.

Cuando giró la esquina de la calle donde estaba el antro de Lafayette, no pudo evitar hacer una composición del lugar, con lo que debía estar y con lo que sobraba. A sus ojos, la policía había alquilado un piso, justo enfrente de la entrada del pub. Era fácil darse cuenta de ello, ya que eran las únicas ventanas con las cortinas echadas, a excepción de una fina línea, la gusta para los teleobjetivos. No eran muy considerados con las apariencias. Por lo que Andrei, al entrar en el pub, agachó la cabeza, para evitar que le retratasen. Pero ya habrían dejado constancia de su llegada en algún documento.

El pub era verdaderamente un antro, paredes oscuras, luces atenuadas, unos billares al fondo, taburetes altos junto a la barra, un tufillo que vendría de los baños o las cañerías, una diana en una de las paredes del fondo, los ventanales ennegrecidos, impidiendo que entrase luz, unas puertas al fondo y otra detrás de la barra. Solo era interesante la decoración, viejas fotografías de militares, de todas las divisiones del ejército de tierra, no había ni marinos, ni pilotos. También había banderines de regimientos y otras piezas de la misma temática, todas ellas enmarcadas. Los pocos parroquianos le echaron un vistazo cuando entró, pero solo el barman mantuvo su mirada sobre Andrei mientras se aproximaba a la barra.

martes, 19 de enero de 2021

El dilema (59)

En lo alto de la loma escarpada estaban de cuclillas, Asbhul, Selvho, Alvho y Ulmay. Miraban la distante población o campamento. Había algo en el centro de la sucesión de tiendas como una estructura o más bien unas ruinas. Por lo demás, estaban en una ensenada, por lo que si les rodeaban sin que les vieran podían caer sobre ellos. 

-    Deberíamos seguir, pasar de ellos -señaló Selvho-. Si no nos han detectado podemos seguir internándonos al oeste, en busca de la reliquia. 

-    Puede ser que nosotros pasemos desapercibidos, pero el grueso del ejército lo dudo -negó Asbhul-. Además cuanto nos vamos a adentrar hacia el oeste, hasta que lleguemos a donde, al fin del mundo. ¿Realmente donde está la reliquia? No recuerdo haberos oído nunca indicar que el gran Ordhin os hubiese dicho su posición en un mapa. Si sabéis algo, este es el mejor momento. 

-    Tharn Asbhul, no me gusta vuestro tono -se quejó Ulmay, haciéndose el ofendido. 

-    Aquí estamos todos del mismo lado, Ulmay -intervino Alvho, antes de que la cosa se enquistase-. Pero entended que el tharn tiene en alta estima a sus hombres. Es un padre para él. Tal vez podríais hablar con el gran Ordhin y que fuese más explícito con su mandato. 

-    No sé qué quieres que… -empezó a decir Asbhul, pero al ver la cara de Alvho se calló-. Sin duda si el gran Ordhin se pusiera de nuestro lado, podríamos actuar con celeridad. 

-    Sí, me pongo a ello inmediatamente -aseguró Ulmay, deslizándose ladera abajo. 

-    Eres único engatusando a estos tíos -se burló Selvho-. Volvamos a nuestro dilema ahora. ¿Qué hacemos con ellos? 

-    Solo tenemos una opción, creo -dijo Alvho, haciendo que los dos hombres le mirasen-. Debemos capturar a todos los de ese campamento. 

-    ¿Por qué? -quiso saber Selvho, poco partidario de esa acción. 

-    Por un lado está el asunto de la seguridad de este ejército -explicó Alvho-. No podemos permitir que se percaten de nuestra presencia. Por otro lado, diga lo que diga el gran Ordhin, necesitamos información. Los nómadas podrían decirnos dónde están las ruinas del templo. No podemos estar durante años rondando por las llanuras. Necesitamos algo. Y podría decirse que hay una opción más, pero igual no la veis muy ética. 

-    ¿A qué te refieres? -intervino Asbhul. 

-    Esclavos y caballos -respondió Alvho-. Ninguno de nosotros somos como el señor Dharkme que busca la redención. Nosotros debemos ganar algo de riqueza por nuestros esfuerzos, ¿no creéis?

Ambos asintieron con la cabeza. Alvho tenía razón, ellos no se movían por los intereses religiosos del señor Dharkme. Las guerras en el sur se hacían por el botín. Y en esas llanuras, dudaban que hubiese oro u otras riquezas. Eso quería decir que el principal botín serían los esclavos. No sería la primera ni  la última vez que emprendiesen una guerra para hacerse con esclavos. En las minas del norte se necesitaban ingentes cantidades de esclavos para arrancar el hierro y los otros metales de la roca.

Mientras Ulmay seguía desaparecido, Alvho y el resto decidieron levantar una campamento de marcha, mientras ultimaban la acción del día siguiente. Antes de amanecer, se moverían, rodearían la ensenada y caerían sobre los durmientes nómadas. Se harían con todo lo que hubiera allí. Asbhul, al terminar la reunión, mandó un mensajero al ejército principal, sobre lo que iban a hacer. No esperaba contestación, pues suponía que el grueso de este estaría aún a varios días de marcha, hacia el río.

Alvho, por su parte, fue a informar a sus muchachos, de su posición en la batalla y después se fue a la tienda de Ulmay. Le encontró sentado en un sillón, con los pies metidos en una palangana de porcelana llena de agua humeante. Tras el respaldo de la silla, estaba Ireanna, masajeando los hombros del druida. 

-    Ese tharn es un idiota y el therk que esta con él también -espetó Ulmay al entrar Alvho-. Deberías haberles puesto en su lugar, Alvho. Aquí mando yo. Cuando regresemos a Thymok, ya se enterarán, ya lo harán. ¿Verdad Ireanna! 

-    Mi señor, vuestro poder será una voluntad -aseguró Ireanna-. Ellos no deberían osar a ir contra ti. 

-    Dejad de hacer el idiota, ambos -le indicó Alvho, horrorizado con lo que oía. Podía ser que en los últimos tiempos, el estar junto al resto de los cortesanos, les hubiesen convertido en lo que detestaban-. Ambos son buenos hombres y te conseguirán la reliquia. ¿Has conseguido que Ordhin te diga algo? 

-    Ya no me habla -contestó Ulmay con tristeza, como se creyese esas palabras, lo que preocupó más a Alvho. Tal vez Ulmay se había acabado creyendo su propia invención-. Hace días que se niega a hablarme. No me escucha. 

-    Sigue intentándolo -le rogó Alvho-. Mañana vamos a tomar el campamento. Haremos esclavos y les preguntaremos a ellos por las ruinas. Solo sigue con tu actuación y pronto tendremos la reliquia. 

-    ¿Actuación? -inquirió Ulmay, como si no supiera de lo que Alvho le hablaba. 

-    Intenta resarcirte con Ordhin -señaló Alvho, lo que pareció alegrar a Ulmay y a Ireanna.

Alvho se fue de la tienda muy preocupado, pues algo había pasado. Ulmay parecía haberse vuelto loco. Tendría que indagar sobre lo que pasaba. Pero por ahora, su atención estaba en la misión del día siguiente y no tanto en la locura del druida.

Lágrimas de hollín (62)

Jockhel tomó una de las jarras que había sobre la mesa, olió lo que contenía y durante unos minutos simuló que pensaba algo. Sabía que los líderes ahora estaban mirándole, pero a la vez también echaban miradas a sus copas. Se rió por dentro, había conseguido que esos hombres creyesen que él sabía la verdad y habían dejado de tener en buena consideración a Inghalot. Si observaban sus copas, es que pensaban que su anfitrión podría haberles envenenado. Al final, Jockhel, se sirvió vino, pues eso contenía la jarra. Se llevó la copa a los labios y bebió un trago corto. Mientras bebía, notó las miradas llenas de alivio de los que le rodeaban. 

-   No está mal este vino, te habrá costado unas buenas monedas de oro, Inghalot -dijo por fin Jockhel-. Parece de importación. ¿Te lo ha regalado el gran magistrado Dhevelian por los servicios prestados? -Inghalot no dijo nada, ni movió un músculo-. Bueno si no quieres responder estas en tu derecho. Como ves, por las acciones de uno de tus supuestos amigos, yo me he enterado de vuestra reunión secreta, a la que como se iba a hablar de mi, he decidido que debía asistir, solo para ver que queríais decirme. 

-   ¿Qué nos vas a hacer? -intervino el líder que aún no había hablado, uno tan viejo como el difunto Lord. Era el líder de los Lucios, Nhartho, y según la información de Bheldur parecía y se movía como un sacerdote. Desgraciadamente no se apiadaba de la gente como ellos. Era un usurero, un comerciante que movía oro y esclavos por igual. Mucha gente del barrio le encantaría ver su cuerpo colgando de una soga y otros muchos les encantaría saber que hizo y a quien les vendió a sus allegados que tuvieron la mala suerte de estar en deuda con él y sus Lucios. 

-   Os haré una pregunta, una simple pregunta y según lo que respondáis sabremos lo que pasará con vosotros -aseguró Jockhel-. Bueno esta oferta no está dirigida a Mhardoc, pues debo cumplir mi palabra, sino me parecería a cualquiera de vosotros -a los líderes les costó aguantar un resoplido de desagrado ante el insulto-. Y tampoco a Inghalot, que tiene que responder por sus fechorías y su traición. 

-   ¡Tengo oro, mucho! -gritó Mhardoc, desesperado- ¡Te juraré lealtad! ¡Los mataré por ti si me lo pides! ¡No me mates y conseguirás mucho! 

-   ¿Oro? ¿Lealtad? ¿Sangre? -inquirió Jockhel burlón-. Crees que en verdad puedes darme lo que aseguras. No. No puedes. Tu oro, tus riquezas ya son mías. ¿Lealtad? Tú desconoces lo que es. Si supieras lo que significa, Lharko, tu segundo, nunca te hubiera traicionado. Tú hijo, un violador, un niño malcriado, merecía hace mucho un castigo. Pero tú le has permitido que haga lo que quiera y a quien quiera. No, no Mhardoc, tú no te puedes salvar. 

-   Yo puedo… -intentó hablar Mhardoc, pero las palabras no parecían salir de su boca. 

-   ¡Ja ja ja ja! -se carcajeó de pronto Inghalot, para la sorpresa de todos-. Siempre serás un cretino materialista Mhardoc. No eres capaz de ver a un hombre con principios, ni aunque este esté delante de ti. 

-   ¿Principios? Eso son las armas de los inocentes -espetó Mhardoc. 

-   Jockhel es un hombre de principios y ya ha dado su palabra -ironizó Inghalot-. Y su palabra está ligada a tu muerte. No hay nada que le ofrezcas que te salve. Acepta tu destino. 

-   ¡Vete al infierno! 

-   No te preocupes, tú llegaras primero -contraatacó Inghalot-. Pero prepárame una buena morada. Pues no tardaré mucho más que tú en llegar. Bueno, más bien, todos vosotros, prepáradme un recibimiento como es debido. Pues mi suerte está ligada a la sangre. Pero tardaré, ya que tendrá que torturarme para que le releve mis secretos. 

-   ¡Habla por ti, necio! -habló Nharto-. Nosotros solo tenemos que responder a una pregunta y nos salvaremos. 

-   ¿Necio? Si puede ser que sea un necio, pues me he dejado manejar por un jovenzuelo -asintió Inghalot-. Pero vosotros sois idiotas. Responded a su pregunta. Pero no lo lamentéis cuando os reunáis con los jefes de los clanes caídos. Vamos, responded. Hazles la pregunta.

-   Pues si gustáis, la pregunta es muy sencilla -indicó Jockhel-. ¿Qué buscabais para acceder a vuestros puestos actuales?

Jockhel se levantó de la silla y señaló con el dedo a Nharto, para que fuera el primero en responder. 

-   Poder -contestó Nharto. 

-   Poder -respondió Ibhel, cuando le señaló Jockhel. 

-   Defender a mis amigos y mi barrio -dijo Runn al ser señalado.

Jockhel aplaudió y se fue moviendo alrededor de la mesa, hasta quedarse junto al segundo de Runn, un joven de apariencia débil, muy enclenque, algo que no parecía cuadrar con los otros segundos, hombres fuertes. 

-   ¿Qué pasaría, Runn, si matase a este hombre? ¿Qué me harías? -inquirió Jockhel. 

-   Habías dicho solo una pregunta -espetó Nharto, que señaló a su segundo-. Si le quieres matar, hazlo, no pasaría nada, es prescindible. 

-   Esta pregunta solo es para Runn, Ibhel y tú podéis pasar de responder -indicó Jockhel-. ¿Qué harías Runn? 

-   Te perseguiría durante toda mi vida para sacarte las entrañas -contestó Runn con arrogancia. 

-   Gracias, Runn -dijo Jockhel, poniendo una mano sobre el hombro del muchacho y otra mano la dejó caer sobre la empuñadura de una de sus dagas.

Todos los presentes contuvieron el aliento, esperando ver como Jockhel desenvainaba la daga y le cortaba el pescuezo al joven. Ibhel y Nharto creían que lo haría para de esa forma poder decir que tenía que matar a Runn porque se convertiría en una amenaza para él. Claramente ambos creían que habían pasado la prueba y Runn no, por lo que en sus rostros habían aparecido unas tímidas sonrisas. Inghalot les miraba entretenido, pues veía que había subestimado a Jockhel durante todo momento y que por ello, no le había podido ganar y que su forma de vida se había acabado. No iba a rendirse. Aguantaría la tortura y vendería caro sus secretos. Si se mantenía firme, aguantaría el tiempo posible para que Dhevelian le vengase, pues el imperio no iba permitir a un hombre fuerte que no aceptaba su ley. Le haría el último servicio a su viejo amigo, pues sabía demasiado bien que Dhevelian no podía salvarle ya.

Entonces, se escuchó que Jockhel chasqueó los dedos y la habitación se llenó con el ruido de más chasquidos.