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sábado, 9 de enero de 2021

El reverso de la verdad (8)

Los ojos de Andrei se abrieron tanto como pudieron y con su boca tomaba todo el aire que podía. Se notaba totalmente mojado, empapado en sudor. Su rostro era un relato viviente del terror que había sufrido. Armándose de valor se giró hacía donde había visto la figura de Sarah, pero ahora solo estaba la ventana de su dormitorio, con la persiana bajada, aunque no muy bien y las luces del alumbrado público se colaba por las rendijas. La habitación estaba en semipenumbra. Poco a poco su visión se fue relajando e hizo un dibujo de lo que le rodeaba. La silla donde tenía su ropa doblada, los armarios, el butacón, la bicicleta estática que ya nadie usaba, y que era la forma de Sarah de quemar los desazones y alguna grasilla de más. Todos los elementos de su dormitorio eran visibles ahora o por lo menos Andrei ya los caracterizaba en su mente gracias a su memoria.

Estaba aún sosegando cuando el timbre de su despertador sumió todo en un nuevo susto. Se giró hacia la mesilla y con su mano apagó el despertador. Suspiró, se levantó y se fue en dirección al cuarto de baño. Estaba a punto de entrar cuando algo se le pasó por la cabeza. Se dirigió con presteza a la cocina y la encontró totalmente vacía. No había ni un cazo sobre la placa. Se rió por su ocurrencia y regresó al baño. Dentro se quitó su pijama, echándolo en el cubo de ropa sucia, que ya estaba llenándose. Pronto tendría que poner la lavadora. Se metió en la ducha y hasta que el agua caliente no empezó a caer sobre él, no estuvo perfectamente despierto y sosegado.

Al salir, se secó, se fue a su dormitorio y se vistió. Luego regresó a la cocina para desayunar, mientras juntaba todo lo que había conseguido la tarde y sobre todo la noche pasada. Sería el tema del juego ilegal y lo que parecía trata de blancas, lo que investigaba Sarah y eso había provocado su muerte. Claramente tenía que hablar con la contable, la gatita. Porque le parecía muy raro que una de las mujeres por la que apostaban en el garito trabajaba en la empresa de su esposa, más bien en su empresa, pues ahora él era el jefe.

Cuando terminó su desayuno, que solo fue un café casi frío, fue a su despacho, encendió el ordenador de sobremesa, un aparato que había montado él, casi inexpugnable para cualquier hacker que lo atacase desde fuera, por la red. Él que se ocupaba de temas de ciberseguridad, lo había preparado para el apocalipsis digital y era su fortaleza. Inició una inmersión en la web oscura, intentando recabar el máximo de información sobre el grupo criminal que debía estar tras la casa de apuestas y para su sorpresa, no pudo encontrar demasiado. Sí que encontró el sistema que mantenía todo el tinglado, incluso encontró una puerta trasera para poder acceder y manejarlo a su gusto. Por un momento se le pasó la idea de desvalijarlos, pero esa opción no le generarían respuestas a sus preguntas, quedando su venganza cercenada de raíz, algo que no estaba dispuesto a hacer.

A falta de más datos, decidió posar su curiosidad en la gatita. Se llamaba Helene Hinault, y en Linkedin tenía un buen escaparate de sus estudios y sus trabajos. Licenciada en económicas con un expediente medio, no era un cerebrito, pero tampoco parecía una tonta. Pero lo que le llamaba la atención, es cómo alguien como ella tenía esa doble vida. En lo que había rellenado en su currículum, parecía una joven normal. Con unos estudios, con sus hobbies y con sus horas de voluntariado. A parte de su puesto de contable en la productora, había trabajado como economista en otras empresas, todas ellas bancos. Claramente en prácticas o estadías muy cortas. La productora era su puesto más largo hasta ahora. Encontrar su número de teléfono, así como su dirección de correo fue cosa fácil. Pero él quería algo más, su dirección real. Eso le llevó más tiempo de lo que había pensado, por alguna razón, Helene, había escondido con ganas donde quedaba su casa.

Pero antes de levantarse para ver que tenía en la nevera, para poder comer, dio con la dirección. Para su sorpresa estaba en una calle cercana y por lo que había escuchado alguna vez, unas casas caras. Otra pregunta resonó en su cabeza, de dónde había sacado el dinero para hacerse con una vivienda tan buena. Apuntó la dirección en su móvil, le haría una visita por la tarde noche, cuando estaba seguro que estaría en casa y no podría hacerse la tonta. Era hora que alguien empezase a contar lo que sabía.

Se levantó de su despacho y se dirigió a su dormitorio, a la mesita de noche de su esposa. Abrió el cajón. Estaba totalmente vacío, a excepción de una caja de cartón. El resto de cosas de Sarah las había recogido ya, pero no esa caja. Sacó la cajita con una parsimonia y la abrió sobre la cama. Dentro sólo había una llave, de metal, moderna. Se la quedó mirando, como si en verdad fuese un tesoro único. Él le había entregado esa llave a Sarah, para que la cuidase. Pero ahora que ya no estaba, podía volver a hacerse con ella. La verdad es que la necesitaba. Tomó la llave y volvió a guardar la cajita en la mesilla, cerrando el cajón.

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