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sábado, 16 de enero de 2021

Aguas patrias (19)

Ya en el interior de la mansión, un criado le acompañó hasta la sala de baile, un gran salón donde se reunían los invitados. Hacía poco que había perdido de vista a Juan Manuel. Pero la verdad es que lo prefería. Cuanto menos se le relacionase con él mejor para todos. La mansión del gobernador era una casa señorial, muy bien acabada, con suelos de mármol y granito. Estaba decorada con muchos cuadros, antiguas armaduras, maquetas de barcos y grandes jarrones. En la sala de baile el suelo había sido sustituido por madera, que hacía grecas y rombos. La madera había sido pulida o algo parecido, porque brillaba con la luz que proyectaban dos inmensas lámparas de araña que colgaban de un techo con un bello artesonado rematado con pinturas de islas y ángeles. Una de las paredes de la sala estaba formada por ventanales ojivales que iban del techo al suelo, separados por molduras con forma de columnas, con las bases y los capiteles cubiertos de pan de oro.

En una esquina, habían preparado una tarima en dos alturas, donde se sentaban dos violinistas, un violonchelista, un guitarrista y otro músico al que no pudo distinguir el instrumento. Junto a la tarima había un piano y su intérprete. Los cinco parecían amenizar la velada con una composición ligera.

Junto a otra de las paredes habían colocado unas mesas corridas, con manteles blancos impolutos. Había bandejas con todo tipo de manjares, así como jarras y copas de cristal. Pudo ver que se podía servir vino, tanto blanco como tinto, coñac y algún otro licor. Eugenio cruzó la sala de baile, acercándose a la mesa, donde tomó una copa y se sirvió una moderada cantidad de vino. Tras eso, se trasladó junto a uno de los ventanales y se quedó firme, observando al resto de los invitados. La mayoría formaban corros. Había muchos hombres conversando. En ocasiones les acompañaban sus esposas. Pero las damas más jóvenes parecían haber formado grupos aparte de las más mayores.

Pronto un par de risas mal contenidas le llamaron su atención. En una de las esquinas, había unas diez jovencitas, casi todas ellas encantadoras, que rodeaban a un hombre. No fue una sorpresa para Eugenio reconocer a Juan Manuel como el hombre rodeado de las jóvenes damas. Pero tampoco le pareció raro las miradas que le lanzaban otros jóvenes, sobre todo capitanes y tenientes del ejército, así como otros bien vestidos. La popularidad del capitán de la armada con las jóvenes damiselas parecía acrecentar las envidias de los otros caballeros de la ciudad. Todos se pondrían felices si supieran que el adonis se iba a hacer a la mar pronto. 

-   Capitán Casas, me gustaría presentarle al capitán Menéndez -escuchó la voz de don Rafael a su espalda, por lo que se volvió y vio al comodoro junto a un oficial del ejército. Era un hombre de media altura, con el pelo negro y de piel bronceada. Tenía una cicatriz importante en el mentón y los ojos negros. En la casaca lucía un par de medallas. Por el rostro supuso que sería más mayor que él-. Capitán Menéndez, este es el capitán Casas, de la fragata de su católica majestad Sirena. El capitán Casas se encargará de que sus hombres viajen seguros hasta nuestro destino. 

-   Es un honor conocerlo, capitán Casas -dijo el militar, haciendo una inclinación de cabeza. 

-   El gusto es mio, capitán Menéndez -aseguró Eugenio, al tiempo que inclinaba la cabeza también-. Espero que el viaje en la Sirena le sea agradable a usted y sus hombres. 

-   Capitán, no es la primera vez que yo o mis hombres debemos embarcarnos y atacar algo al otro lado del mar -indicó el capitán, con un deje de orgullo, pero no de soberbia-. Si maniobra tan bien como me ha asegurado don Rafael, le aseguró que tomaré lo que me pida conseguir. Como si hubiera que tomar Londres.

La fanfarronada del capitán se terminó en una carcajada del propio militar, a la que se añadieron las risas de don Rafael y de Eugenio, aunque estas más moderadas. Los tres hombres hablaron un poco, pero pronto se separaron. El capitán Menéndez se disculpó alegando que quería hablar con una par de oficiales, uno de ellos un coronel retirado que vivía a varias millas en el interior. Parece que sirvió a sus órdenes y quería presentarle sus respetos.

En el caso de don Rafael, indicó que iba a hablar con el gobernador. Aunque Eugenio supuso que iba para ver cómo estaban los ánimos. Durante el tiempo que había estado con Eugenio, no había perdido ojo de donde estaba Juan Manuel. Si don Rafael debía hablar con el gobernador, eso quería decir que este ya le había llamado la atención sobre la actitud de Juan Manuel.

Así que cuando se volvió a quedar solo, justo los músicos hicieron un parón, únicamente para anunciar que empezarían las piezas de baile. Con los primeros compases, Juan Manuel ya estaba en la pista, rodeado de sus amigas y de los otros jóvenes envidiosos. Juan Manuel bailó casi todas las piezas. En todas bailaba con una dama distinta, para que no hubiese disputas entre ellas, aunque seguro que alguna se quejaría por bailar menos que las otras con él. Eugenio, al ver la cara de los otros jóvenes, pensó que las cosas se podrían poner desfavorables para ellos, sobre todo cuando el vino fuese siendo ingerido sin moderación.

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