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miércoles, 28 de junio de 2017

El tesoro de Maichlons (6)



Maichlons, aun jadeando, se retiró hacia un costado, dejándose caer de espaldas sobre el colchón. La muchacha se giró de costado, quedándose a su lado, mientras con sus manos acariciaba el pecho de Maichlons, jugando con el pelo que allí crecía.

   -   Mi campeón -susurró al oído la muchacha, a lo que Maichlons sonrió.

La muchacha se acercó más y comenzó a besar con delicadeza el cuello de Maichlons, mientras este se iba recuperando poco a poco. Se volvió y de esa manera se encaró con la chica. Sus ojos se cruzaron y ella se sonrojó, sin saber por qué, al final ese hombre no era más que otro cliente. Maichlons no la dejó pensar y le besó en los labios. Ambos se fundieron en un beso prolongado, mientras sus lenguas danzaban entre sus dientes.

Las manos de Maichlons se volvieron a estacionar sobre los pechos de la muchacha, mientras que las de ella jugueteaban con los mechones de su pelo alborotado. Con cada caricia, Maichlons se iba acercando a la chica, hasta que ambos quedaron casi pegados de nuevo. Entonces el la hizo darse la vuelta, para que la espalda de ella quedará ante su pecho. Los brazos de Maichlons la abrazaron, la acercaron totalmente hacia sí. Ella notó algo creciendo sobre sus nalgas y se sonrió, pues sus clientes habituales no solían dar más que una serie de embestidas hasta quedarse vacíos, pero este guerrero tenía más fuelle, por lo que le dejó hacer, convirtiéndose en una espectadora.

Las manos de Maichlons fueron descendiendo por el cuerpo de la chica hasta que se encontraron en lo más profundo de sus ingles. Mientras, por detrás, el sexo del hombre iba recuperando vitalidad y buscaba lo que sus manos habían encontrado por el otro lado. Ella elevó un poco una de sus piernas, para permitir que Maichlons volviera a hacer pleno. Al igual que la primera vez, la penetración de ese palpitante órgano, fue lenta, pero excitante. Ella no pudo evitar lanzar unos leves gemidos, mientras se mordía sus propios labios.

Maichlons fue otra vez comedido en sus embates, volvió a bailar, mientras el cuerpo de ella, totalmente adosado al suyo propio, temblaba de placer, se enarcaba para después extenderse lo más recto posible. La boca de Maichlons se volvía a cebarse sobre el cuello de la muchacha, con besos, mordiscos y lametones. Una mano, la que cuyo brazo quedaba por debajo del cuerpo de ella, acariciaba los pliegues de la ingle, mientras que la otra pasaba de la cadera a los pechos de forma involuntaria.

Fuera de la habitación y de la taberna, la tarde iba dando paso a la noche y a la oscuridad. Los feligreses de la taberna fueron cambiando, aunque la mayoría seguían siendo soldados de la guardia. Los civiles se marcharon, pues tenían familias o alguna prostituta con la que pasar las horas.

Por las calles empezaron a verse los guardias nocturnos, centinelas de la guardia real que se daban paseos por las enlosadas vías, para comprobar que no se intentara perturbar el sueño de los residentes, que ante todo eran miembros de la aristocracia, y por ello su sueño imperturbable. Hasta estos centinelas debían pisar con cuidado, para que sus botas no provocarán más escándalo que el que querían eliminar. Por lo demás casi no había nadie por las calles.

Una figura de un hombre apareció por el arco de la puerta de la ciudadela. El hombre andaba con la ayuda de un bastón y embozado en una capa oscura. Con su paso firme, pero algo renqueante se dirigió hacia una de las calles próximas a la entrada de la ciudadela y comenzó su devenir por una serie de calles y callejuelas hasta llegar a una puerta no muy grande, bajo una especie de balconada. El hombre golpeó una aldaba convenientemente situada sobre la madera. La llamada no pasó desapercibida, sino que parecía que le esperaban. La puerta se abrió y el hombre cruzó al interior, tras lo que la puerta volvió a su posición inicial.

Un par de criados jóvenes esperaban al otro lado, uno sostenía un farol encendido, mientras que el otro se hizo cargo de la capa. El hombre tenía una cara envejecida, plagada de arrugas y alguna que otra cicatriz. El pelo era corto, al estilo militar y blanco. El hombre vestía con una casaca marrón clara y unos calzones negros. Un cinturón junto a una serie de bolsas y una espada ligera eran todos sus complementos, excepto por el bastón que llevaba en la mano.

La figura de un anciano se le acercó.

   -   Excelencia, ¿qué tal su día? -preguntó Mhilon, con su habitual seriedad.
   -   Tan duros como siempre, mi buen Mhilon -respondió el hombre mientras andaba por el pasillo, en dirección a las escaleras para ascender al primer piso, donde residía la familia, o más bien él solo. Pero le pareció oír un relincho-. ¿Mhilon, es eso un caballo?
  
   El anciano sirviente le contó quien había llegado a última hora de la tarde. Una pequeña sonrisa se iluminó en la cara del noble, pero al enterarse de que Maichlons se había ido a pasear por la ciudad, esta desapareció, lanzó un exabrupto y siguió su camino, seguido a unos pasos por Mhilon.

domingo, 25 de junio de 2017

El juego cortesano (2)



Fue el propio Mhaless quien aconsejó al primer hijo de la segunda esposa, el príncipe Bharazar que en ese momento tenía diecinueve años, cuatro más que el emperador Shen’Alh, que se necesitaba a un buen militar en la frontera suroeste. Bharazar había estudiado estrategia por petición de su padre, pero carecía de formación militar, ya que su padre siempre había pensado que un puesto en la administración del estado sería un buen lugar para él. Mhaless se encargó de ponerle un mentor, el sargento de la guardia imperial Jha’al, de parecida edad al príncipe, pero versado en el arte de la guerra.
Con Jha’al y con un nombramiento firmado por su hermanastro, Bharazar comenzó un mes de viaje hacia la frontera, para ponerse al frente de un ejército debilitado por las continuas incursiones de las tribus khaslak y un grupo de burócratas corruptos que se estaban embolsando el oro que Mhaless enviaba para acabar con los ataques. El tiempo de viaje le vino bien para instruirse poco a poco en el uso de la espada, gracias a Jha’al. Cuando llegaron a Ghinnol no se encontraron un recibimiento acorde a la llegada de un príncipe. El gobernador Ahlmir de Thunna, un hombre de cuarenta años, apestaba a los perfumes que se había echado encima, a las especias que gastaban en sus cocinas, cuya abultada tripa hacia honor. Vestido con telas caras y cadenas de oro, se distanciaba mucho de los habitantes andrajosos con los que se habían cruzado por las calles hasta el palacio.
Bharazar le presentó el documento firmado por el nuevo emperador, pero escrito por el siempre despierto Mhaless, que aunque ya peinaba demasiados años, su mente nunca se perdía en los entresijos del juego de poder palaciego. Ni ahora había dejado en la estacada al joven príncipe. El gobernador debía poner todas las tropas de la región en manos del príncipe que actuaría como general y gobernador militar. Se le daba un título que muchos codiciaban pero que solo se obtenía en tiempos de guerra, el emperador le nombraba visir de Ghinnol, y para desolación del gobernador, tenía más poder que él.
El príncipe supo desde ese primer encuentro que el gobernador Ahlmir sería su enemigo, una serpiente mucho más peligrosa que los guerreros de las tribus a los que iba a combatir. Sabía que debía buscar a unos asesores civiles, personas inteligentes, que le fueran leales y sobretodo que no recibieran oro del gobernador. Pero antes debería tener a los militares de su parte. Así que Bharazar se presentó ante un anciano general, Fhenar de Mosse, que aunque llevaba años en una decadencia absoluta, tenía algunos reflejos y cierto valor. Más aún, su padre había sido un gran general del imperio, que había fallecido en el paso de Drakoneed, ya que mandaba la vanguardia del ejército imperial.
Fhenar de Mosse acogió a su nuevo comandante en jefe con un alto grado de apatía, pues pensaba que el joven príncipe no era más que un niño consentido de palacio, sin conocimientos para la lucha y para la guerra. Pero pronto su parecer cambio. Tras una emboscada de las tribus Khaslak a una partida de reconocimiento que comandaba el propio príncipe, las loas por parte de los supervivientes le hicieron ver en Bharazar lo que él mismo quería ser cuando se unió a la milicia.
Una de las reformas que Bharazar tuvo que aplicar desde el minuto uno en Ghinnol fue que el ejército ahí acantonado recuperara su forma y su moral. Para lograr lo primero, tuvo que acabar con el gobernador Ahlmir y conseguir que el oro desviado retornase a las arcas de la región. Para lo segundo fue necesario tener unas confrontaciones con las tribus, de las que salir lo suficientemente vencedores. Y con los Khaslak eso no era siempre posible. Aquí fue el propio general de Mosse quien ayudó más que nadie a Bharazar.
Cada año que pasaba le llegaban noticias de la capital, aparte de fondos, pero cada vez más pequeños, ya que Bharazar había conseguido que Ghinnol empezara a producir sus propios fondos y no depender de la capital, como había hecho el antiguo gobernador, en un claro intento de enriquecerse a costa del estado. Las cartas iban remitidas por Mhaless al principio, pero este falleció y su hermano eligió a Shennur de Thier como canciller. Shennur resultó ser tan astuto como Mhaless, algo que a Bharazar no le pasó desapercibido, ya que era sobrino de Mhaless.
Ghinnol obtenía dinero en gran medida de los pagos de las caravanas de mercaderes que solicitaban el permiso de paso y protección del imperio. Eran estas caravanas las que solían ser atacadas por los Khaslak. Pero con el tiempo, y en gran parte por la presión que hacía el ejército de Bharazar, los Khaslak empezaron a atacar a sus vecinos, las tribus nómadas que habitaban las llanuras del suroeste. Algunos de los afectados fueron los Ghunnar, los Shimmer y los Vhirne.
Ante esta nueva amenaza, Bharazar tuvo que idear una nueva forma de actuar, pues no podía usar los fondos imperiales para proteger tribus que ni eran súbditos, ni parte del territorio imperial. Pero las acciones de los Khaslak, como a ellos mismos había que ponerles freno. Por ello, mientras el general de Mosse se encargaba de mantener la frontera y las caravanas a salvo, Bharazar levantó un ejército, entre soldados imperiales, pero sobretodo con mercenarios, guerreros de las tribus atacadas que luchaban bajo la tutela de un tharkandano llamado Shon de Fritzanark, cuyos soldados le ponían el título de general. Por el otro lado había una serie de mercenarios formando en mesnadas, pero la de un tal Alvaras, un sureño, era la más activa, y curiosamente la que mejores resultados obtenía.
Con semejante armada, se internaron en el territorio de los khaslak, en su campaña de castigo. Tras las primeras escaramuzas, Bharazar tuvo que reconocer que Shon de Fritzanark era alguien competente y cada vez que tenía que ausentarse para retornar a Ghinnol, le dejaba al mando de las tropas y las operaciones. Una de esas ausencias se debió a un ataque de los khaslak sobre Ghinnol, que podría haber sido una verdadera catástrofe sino hubiera sido por la rápida reacción del general de Mosse. Pero para cuando Bharazar consiguió retornar, el buen general falleció por las heridas recibidas en la monumental batalla cuerpo a cuerpo que se sucedió en las puertas de la ciudad. De Mosse había sido una gran ayuda para Bharazar y su campaña contra los Khaslak. Sin él, las cosas no volverían a ser las mismas y la operación de castigo en sí se vio interrumpida.

miércoles, 21 de junio de 2017

El tesoro de Maichlons (5)



Sobre la cama había una muchacha, de unos diecisiete o dieciocho años, de piel clara, melena rubia, algo pecosa. Tras la blusa se podía distinguir unos pechos pequeños, pero bellos. El cuerpo era delgado, piernas largas y esbeltas. No se podía decir que fuera extremadamente bella, pues tenía una nariz algo más grande que lo recomendable, pero parecía normal, algo que no era fácil encontrar en un burdel, donde todas las chicas debían pasar unos cánones altos.

Maichlons observó la habitación, era pequeña, con sitio suficiente a una cama, un biombo con un espacio tras él, una mesita con una jofaina y una jarra de agua y un estante con varias medias enrolladas. Maichlons tomó una media, la desenrolló, la ató en el pomo exterior de la puerta y la cerró. Mientras lo hacía la muchacha se puso de pie y se acercó a Maichlons. Con sus manos, de dedos largos y delgados, terminados en unas uñas cortas, pintadas de azul, desabrochó el cinturón, liberando a Maichlons de su espada y de la bolsa del dinero, que emitía ruido al mover su contenido.

Maichlons tomó el cinturón, quitándoselo de las manos a la chica y lo colgó de la parte superior del biombo. A partir de ese momento le fue diciendo que parte de la armadura debía quitar a continuación. Tardó un poco, pero pronto Maichlons sólo estuvo vestido con el lienzo de lino que llevaba bajo el acero.

La muchacha se colocó frente a Maichlons, acercando su boca a la del soldado, mientras las manos empezaron a abrir el lino, desde el cuello, bajando a la cintura de Maichlons. Las yemas de los dedos acariciaban la piel tersa del soldado, oscurecida por el sol, durante las jornadas de navegación. La casaca de lino cayó al suelo, de la misma forma que hicieron tanto la blusa de gasa y la falda corta de la muchacha. Maichlons fue acariciando los costados de la muchacha, desde el cuello, hasta sus nalgas, mientras ambos seguían besándose en los labios.

La muchacha se separó de Maichlons, avanzando de espaldas y dejándose caer en la cama. Maichlons se desabrochó el calzón, liberándose de la última parte del lienzo de lino. La chica, tumbada boca arriba, con las piernas flexionadas, separaba las rodillas, permitiendo ver sus partes íntimas, mientras Maichlons andaba paso a paso hacia la cama y su miembro se llenaba de fuerza.

Maichlons se arrodilló sobre el lecho, cayendo hacia delante, hasta quedar sobre la muchacha. Sus cuerpos se unieron, mientras Maichlons se movía con cuidado, restregándose con el cuerpo de la muchacha. La chica lanzaba pequeños gemidos, debido al miembro de Maichlons que la acariciaba por la ingle y a las propias manos del hombre que iban por su costado, así como sobre sus pechos. A la vez que mordía y besaba el cuello de su acompañante. Por fin, entre tanto movimiento, el pene encontró la abertura que buscaba y fue entrando poco a poco, mientras la muchacha se iba estirando de placer.

El cliente sabía lo que había que hacer, no se trataba de uno de esos imberbes reclutas que solían comprarla por unas horas, que no conocían ni el negocio, ni el mecanismo. Este hombre la penetraba lentamente, haciendo que cada leve roce la llenara de un placer completo. La muchacha podía ver que su acompañante era fuerte, pero aun así no usaba esa habilidad, sino que era lento, para explotar bien el cuerpo de ella, haciendo que cada una de las monedas que le había costado valiese algo real.

Maichlons no dejaba de mantener su ritmo constante, parecido al bailar de las serpientes bajo la melodía del flautista. Mientras seguía con su compás, acariciaba con detenimiento la espalda, los costados, llegaba hasta el cuello, giraba, y bajaba de vuelta a los pechos, donde se quedaba un rato jugando con los pezones, suaves y delicados. Los labios del hombre besaban por todo el rostro de la muchacha, bajaba hasta el cuello, donde lamía y mordía por igual. De vez en cuando, se demoraban en las orejas, mordiendo con delicadeza los lóbulos.

Las manos de la muchacha acariciaban la espalda de Maichlons, subiendo y bajando desde el cuello hasta las nalgas del hombre. Cuando una explosión de júbilo llenaba a la chica, arañaba con fuerza.

Ni Maichlons ni la chica querían parar, pero ya llevaban enzarzados en tan singular combate, cuando ella aumentó la velocidad de las sacudidas al lanzarse ella contra la ingle de Maichlons. Él la correspondió y el ritmo aumentó, así como el gozo de ella, siempre acompasado por los jadeos de esfuerzo y plenitud de Maichlons, hasta que toda su virilidad se expandió por el interior de la muchacha, en una gran explosión de deleite.

domingo, 18 de junio de 2017

El juego cortesano (1)



El vino templado que había en la jarra que Jha’al le había traído, le había hecho recordar las bebidas que habían podido catar los últimos años. Cada vez que retornaban a la ciudad fronteriza de Ghinnol, tras sus campañas sobre los khaslak, las temibles tribus que asolaban las fronteras imperiales, descansaban bebiendo y disfrutando de las mujeres.

Jha’al era un viejo soldado, todo un capitán de catafractos, de unos treinta y ocho años, disciplinado y recto. Durante los últimos dieciséis años, se había convertido en su mejor amigo, así como su mentor y su mayor crítico en las ideas que se le iban ocurriendo. Con él y con los mercenarios que había ido reclutando había podido vencer a los esquivos y tenaces khaslak. Pero desde hacía un mes había tenido que comenzar un viaje, un penoso y aburrido viaje, por los caminos y calzadas imperiales, para retornar a su ciudad natal, la capital del imperio, Fhelineck.

Miró el líquido rojizo con sus ojos verdes, claros y suspiró antes de tragar un poco más del contenido de la copa de madera que tenía entre las manos, sus manos callosas, manos más de soldado que de cortesano. Desde que había llegado a Ghinnol, había descubierto que se le daba mejor la vida de la espada que la de los libros, las cuentas y los astros, la vida que su padre, Shimoel, había elegido para él mucho antes de que se hubiera convertido en adulto.

Su vida no era como la del resto de mortales, su padre, Shimoel, había sido el quinto hermano de Fherenun V, el emperador que trajo la gran catástrofe contra el imperio. Le declaró la guerra a un reino lejano, Thargensis, viajó con su ejército, sólo para perecer con sus hombres ante una inmensa e impenetrable red de defensas. Mientras el emperador luchaba en la frontera del lejano reino, su rey envió una flota de barcos que se encargó de atacar las ciudades costeras del imperio, incluida la capital. Murieron cientos de súbditos, pero sobretodo expoliaron riquezas y mercancías. Las muertes fueron malas, pero muchas familias se vieron arrojadas a la miseria por esas acciones, que concluyeron con la destrucción del palacio imperial y la incautación de la flota del oro.

Debido a estas acciones del enemigo, la corrupción ya existente en la administración, la actitud siempre altiva de la aristocracia y la ausencia del ejército, en la capital, tras meses bajo el bloqueo naval, el hambre y la muerte, junto a las atrocidades cometidas por las autoridades y los nobles, se produjo la noche sangrienta. Miles de siervos y esclavos en la capital se levantaron contra el gobierno, asaltaron las casas de los nobles, las oficinas de la administración y el palacio imperial. La guardia imperial solo pudo poner al infante Shimoel, de trece años de edad. El gran senescal Murock de Ghisson pudo contener la sublevación, pero no salvar a la emperatriz, ni a los hijos del emperador, así como al resto de la familia imperial. Desde ese día Shimoel fue ascendido a sucesor de su hermano en el trono del león.

Hasta que no retornó lo que quedaba del ejército expedicionario, no se descubrió que el emperador había muerto. El gran senescal y un grupo de nobles, entre los que destacaba Mhaless de Thier, entronaron al joven Shimoel, que eligió a Mhaless como su canciller, un hombre que se encargó de reformar la administración, así como mantener la paz en el imperio, mientras su territorio iba menguando debido a la independencia de varios reinos conquistados y regiones de tribus nómadas. El imperio perdió poder militar pero comenzó una nueva época de mejora. Su padre emprendió muchas de esas acciones con un espíritu reformista nunca visto en su dinastía. Incluso empezó a quitarse algunas prerrogativas que tenía, como su supuesta divinidad. El mayor problema fueron los nobles y la aristocracia en general. Ellos no querían perder su poder sobre las masas, pero lo único bueno que consiguió Fherenun V con su guerra fue que muchos de los nobles perecieron con su señor. Pero aun así, se formó una red secreta, con la idea de imponer sus ideas y no las reformas de Mhaless. No acabaron muy bien, pues el viejo canciller era muy astuto, aunque ya no tenía la ayuda de su amigo, el gran canciller Murok, que había fallecido.

Con el tiempo, las cosas volvieron a su cauce y el emperador fue creando su familia, con sus esposas y sus hijos. Pero el emperador murió hace ya dieciséis años, en un fatal accidente que aún a día de hoy es difícil explicarlo, se cayó por una balconada. Shen’Alh, hijo de la primera esposa le sucedió, con Mhaless como canciller.