Sobre la cama había una muchacha, de unos
diecisiete o dieciocho años, de piel clara, melena rubia, algo pecosa. Tras la
blusa se podía distinguir unos pechos pequeños, pero bellos. El cuerpo era
delgado, piernas largas y esbeltas. No se podía decir que fuera extremadamente
bella, pues tenía una nariz algo más grande que lo recomendable, pero parecía
normal, algo que no era fácil encontrar en un burdel, donde todas las chicas
debían pasar unos cánones altos.
Maichlons observó la habitación, era
pequeña, con sitio suficiente a una cama, un biombo con un espacio tras él, una
mesita con una jofaina y una jarra de agua y un estante con varias medias
enrolladas. Maichlons tomó una media, la desenrolló, la ató en el pomo exterior
de la puerta y la cerró. Mientras lo hacía la muchacha se puso de pie y se
acercó a Maichlons. Con sus manos, de dedos largos y delgados, terminados en
unas uñas cortas, pintadas de azul, desabrochó el cinturón, liberando a
Maichlons de su espada y de la bolsa del dinero, que emitía ruido al mover su
contenido.
Maichlons tomó el cinturón, quitándoselo
de las manos a la chica y lo colgó de la parte superior del biombo. A partir de
ese momento le fue diciendo que parte de la armadura debía quitar a
continuación. Tardó un poco, pero pronto Maichlons sólo estuvo vestido con el
lienzo de lino que llevaba bajo el acero.
La muchacha se colocó frente a Maichlons,
acercando su boca a la del soldado, mientras las manos empezaron a abrir el
lino, desde el cuello, bajando a la cintura de Maichlons. Las yemas de los
dedos acariciaban la piel tersa del soldado, oscurecida por el sol, durante las
jornadas de navegación. La casaca de lino cayó al suelo, de la misma forma que
hicieron tanto la blusa de gasa y la falda corta de la muchacha. Maichlons fue
acariciando los costados de la muchacha, desde el cuello, hasta sus nalgas,
mientras ambos seguían besándose en los labios.
La muchacha se separó de Maichlons,
avanzando de espaldas y dejándose caer en la cama. Maichlons se desabrochó el
calzón, liberándose de la última parte del lienzo de lino. La chica, tumbada
boca arriba, con las piernas flexionadas, separaba las rodillas, permitiendo
ver sus partes íntimas, mientras Maichlons andaba paso a paso hacia la cama y
su miembro se llenaba de fuerza.
Maichlons se arrodilló sobre el lecho,
cayendo hacia delante, hasta quedar sobre la muchacha. Sus cuerpos se unieron,
mientras Maichlons se movía con cuidado, restregándose con el cuerpo de la
muchacha. La chica lanzaba pequeños gemidos, debido al miembro de Maichlons que
la acariciaba por la ingle y a las propias manos del hombre que iban por su
costado, así como sobre sus pechos. A la vez que mordía y besaba el cuello de
su acompañante. Por fin, entre tanto movimiento, el pene encontró la abertura
que buscaba y fue entrando poco a poco, mientras la muchacha se iba estirando
de placer.
El cliente sabía lo que había que hacer,
no se trataba de uno de esos imberbes reclutas que solían comprarla por unas
horas, que no conocían ni el negocio, ni el mecanismo. Este hombre la penetraba
lentamente, haciendo que cada leve roce la llenara de un placer completo. La
muchacha podía ver que su acompañante era fuerte, pero aun así no usaba esa
habilidad, sino que era lento, para explotar bien el cuerpo de ella, haciendo
que cada una de las monedas que le había costado valiese algo real.
Maichlons no dejaba de mantener su ritmo
constante, parecido al bailar de las serpientes bajo la melodía del flautista.
Mientras seguía con su compás, acariciaba con detenimiento la espalda, los
costados, llegaba hasta el cuello, giraba, y bajaba de vuelta a los pechos,
donde se quedaba un rato jugando con los pezones, suaves y delicados. Los
labios del hombre besaban por todo el rostro de la muchacha, bajaba hasta el
cuello, donde lamía y mordía por igual. De vez en cuando, se demoraban en las
orejas, mordiendo con delicadeza los lóbulos.
Las manos de la muchacha acariciaban la
espalda de Maichlons, subiendo y bajando desde el cuello hasta las nalgas del hombre.
Cuando una explosión de júbilo llenaba a la chica, arañaba con fuerza.
Ni Maichlons ni la chica
querían parar, pero ya llevaban enzarzados en tan singular combate, cuando ella
aumentó la velocidad de las sacudidas al lanzarse ella contra la ingle de
Maichlons. Él la correspondió y el ritmo aumentó, así como el gozo de ella,
siempre acompasado por los jadeos de esfuerzo y plenitud de Maichlons, hasta
que toda su virilidad se expandió por el interior de la muchacha, en una gran
explosión de deleite.
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