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sábado, 15 de enero de 2022

Aguas patrias (71)

Con la conversación anclada en el tema natural y de los extraños especímenes que se podían encontrar por lo ancho de las colonias propias, se gastó el tiempo de más que habían obtenido los marinos al librarse del juicio. Fue Eusebio, el criado negro de don Bartolomé quien tuvo que romper el espejismo de paz, al carraspear para que se dieran cuenta de su presencia, de lo enfrascados que estaban en la conversación. 

-   Sí, Eusebio -dijo don Bartolomé, como debía hacer, al ser el señor de la vivienda. 

-   Ya está lista la comida, señor -indicó Eusebio, con la seriedad que era una de sus normas de vida. 

-   Gracias, Eusebio -agradeció don Bartolomé, que se puso de pie-. Señores, acompáñenme al comedor, por favor.

Los dos capitanes se pusieron de pie, de forma simultánea, y muy mecánica. Parecían dos elementos de la cubierta de un navío. Teresa se alzó de forma más grácil. Sin que se lo esperasen, enganchó con sus brazos los de Eugenio y don Rafael, tirando de ellos hacía el comedor. Don Rafael se sintió complacido por la muestra de cariño y familiaridad de Teresa, Eugenio, en cambio, ese comportamiento le azoró más de lo que había sospechado.

El comedor había sido engalanado con ramos de bellas flores y fuentes con frutas de la isla, colocadas en las repisas, en muebles y en mesitas que se habían traído allí de forma expresa. Eugenio estaba seguro que para montar esa especie de oasis, habían tenido que desamueblar las otras habitaciones, aquellas en las que no tenían permitida la entrada, por muy invitados que fuesen. En la mesa, sobre un mantel blanco, puro, con los encajes elaborados en los bordes, de la mejor tela de Manila, habían colocado con esmero una vajilla blanca, pero con rebordes dorados, sin duda una colección antigua, de porcelana fina, tal vez llegada de las otras Indias, las que estaban al otro lado del mar, cerca de Manila. Era fácil conseguir esas piezas, los mercantes iban y venían por las rutas conocidas, las riquezas estaban abiertas a ellos, mejor que a otras naciones, como la inglesa y por ello, y la codicia del inglés, estaban casi siempre en guerra.

Eugenio pudo ir reconociendo un buen número de entrantes. Eran unos platos muy castellanos o por lo menos lo habían intentado con lo que se podía encontrar en la isla. Todo lo que veía le iba gustando. La cara de deleite debió de ser obvia, porque don Bartolomé empezó a reírse. 

-   Rafael, parece que el menú le ha gustado al capitán Casas -aseguró Bartolomé-. Pues que sepa que ha sido idea de mi Teresa. Quería un banquete lo más castellano posible. Que los héroes pudiesen comer como si estuvieran en casa. 

-   Teresa siempre piensa en todo -halagó don Rafael-. Me gustaría ver como será cuando lo que dirija sea su propia casa. Aunque igual eso está más cerca de llegar que otras cosas.

Tanto Eugenio como Teresa se ruborizaron por las palabras de don Rafael, como si hubiesen acertado en una diana escondida y que solo ellos pudiesen ver. Don Rafael y don Bartolomé se sonrieron por el resultado de lo que había dicho el comodoro, por lo visto con bastante tino.

Don Bartolomé hizo un gesto de que se sentasen. Eugenio se sentó donde don Bartolomé le indicó, justo a la derecha de él, que presidía. Don Rafael estaba a la izquierda. Para sorpresa de Eugenio, a su derecha se sentó Teresa. A la izquierda de don Rafael no había nadie. El resto de la mesa, vacía, quedaba un poco desangelada. Pero don Bartolomé no tenía tantos conocidos en la isla. Podía hablar con muchos habitantes e iba a las fiestas, ya que como gentilhombre era invitado. Pero no había llegado a entablar relaciones tan buenas como la que tenía con don Rafael. El caso de Eugenio era otro, era pretendiente de su hija y avalado por don Rafael, por lo que no podía evitar. 

-   Bueno señores no se hagan de rogar -dijo don Bartolomé, una vez que todos estuvieron sentados-. Si lo permitimos la comida se enfriará y no será tan deliciosa como lo es ahora. Además no me gustaría que la cocinera se molestase. 

-   Bien dicho -añadió don Rafael que alargó la mano para tomar un plato, donde se podían ver pimientos rojos en tiras, asados, puestos sobre el jugo que habían soltado al asarse. Con ellos había otros enteros, rellenos de carne.

Don Rafael había dado el pistoletazo de salida. Eusebio acudió con presteza para servir las copas de vino, tinto, de la colección de don Bartolomé, comprados al único mercader que los traía de la península. Mientras se iban sirviendo, don Bartolomé continuó con la conversación sobre la vida natural que Eusebio había cortado antes. Era un tema que dominaba y que quería exprimir al máximo, ya que los marinos habían visto cosas en sus viajes que a él le interesaban. Teresa en cambio, iniciaba conversaciones a parte con Eugenio, fuera de lo que parecía ser el núcleo de la conversación.

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