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domingo, 19 de noviembre de 2017

La odisea de la cazadora (1)



Los ojos de la cazadora estaban atentos a cada movimiento, buscando la siguiente presa. No cazaba en solitario, sino que tres compañeros asustaban a las piezas y ella con su arco largo y su precisión milimétrica terminaba lo que ellos empezaban. En ese día las cosas no estaban saliendo como a ella le hubiera gustado. Los últimos meses habían sido muy extraños, no solo por el descenso de las presas, sino en el bosque en sí.
Los cazadores sólo se hacían con lo suficiente para subsistir, arrebatando las vidas de unos pocos seres, lo que el bosque despreciaba, pero ellos podían sacar un último provecho. No solo para ellos, sino para todo su poblado. Pero ahora parecía que hasta el bosque estaba queriendo acabar con ellos.
Por fin, notó el movimiento que buscaba, fue un ligero parpadeó, una brizna de hierba fuera de lugar, un olor almizclado. Se movió rápido, con la flecha en su sitio, con la cuerda tensada, y la soltó. Al momento se pudo escuchar un bramido, un sonido poco natural, más parecido al llanto de un bebé, que le crispó los nervios a la cazadora. Se levantó de un salto para ver qué había ocurrido con su flecha. En medio del claro había un ciervo, un macho grande, una presa que quitaría el hambre a sus amigos durante un mes. Pero el animal era raro, su pelaje, de natural de un castaño claro, había cambiado a un tono marrón oscuro, con manchas oscurecidas. Su proyectil permanecía clavado en el cuello, lo que indicaba que debía haber sido un disparo letal, algo que parecía obvio por la cantidad de sangre que rezumaba por la herida. Pero el animal seguía ahí de pie, más aún, mirándola con unos ojos que se movían erráticamente.
Sus compañeros cazadores, armados con lanzas de madera, llegaron al claro, apareciendo por diversos puntos, apuntando las hojas de acero hacia el animal. La cazadora levantó una mano, pidiendo que se mantuvieran alerta, pero no hicieran ningún movimiento, mientras ella estudiaba más a su contrincante.
Las astas del ciervo eran inmensas, lo que indicaba que era un macho viejo, pero aun así, tenían una peculiaridad más, no parecían ser del material habitual, sino de hueso o marfil, además parecían como una gran colección de cuchillas afiladas, en las que quedaban restos de pelaje de otros animales y lo que parecía ser andrajos de alguna vestimenta. Otra característica que llamaba la atención, más bien, revolvía las tripas de la cazadora era el morro del animal, que estaba lleno de concreciones de un tejido bulboso oscuro, que parecía vibrar arrítmicamente, del que caían babas viscosas, entre las que se podían ver unos dientes que hacía mucho que ya no se utilizaban para moler plantas. Había oído historias en las últimas semanas, de animales herbívoros que se atacaban y mataban entre sí, pero no lo había querido creer.
Con cuidado, sin hacer movimientos bruscos, tomó una flecha del carcaj que llevaba a la espalda, la colocó con parsimonia en la cuerda y fue tensando el arco, al tiempo que lo iba levantando, para acabar con su enemigo. El ciervo, lejos de intentar huir, golpeó el suelo con sus pezuñas delanteras, lanzando su propia amenaza. Cuando el arco estuvo casi en posición, el ciervo se lanzó a correr contra la cazadora, lanzando su grito de guerra, un bramido, que pareció más el rugido de un lobo. La velocidad era inusual, impropia de una criatura natural. La cazadora buscó su diana, pequeña y mortal. Liberó el proyectil, al tiempo que se preparaba para moverse si fallaba su flecha, la cual se clavó en la cabeza del ciervo, justo cuando este la bajaba para enfilar su pesada cornamenta contra la cazadora. Su diana había sido el lugar más débil de toda la cabeza, uno de sus ojos, por el cual la punta de hierro destrozó su cerebro y provocó que el animal tropezara y cayera, dando volteretas por el suelo, mientras su patas aun cabalgaban en el aire, lanzando trozos de tierra y hierba que excavaron sus pezuñas alocadas. Al final, el ciervo exhaló su último aliento y se quedó parado allí donde había terminado su desordenado desplazamiento.
Los cazadores por fin se pudieron mover y la arquera, se puso su arco al hombro, mientras lanzaba una oración por la vida del ciervo al gran padre, al protector del bosque Silvinix. Sus compañeros se alegraban por haber conseguido tan buena caza, algo que alimentaría a su grupo, sobretodo en estos tiempos de necesidad y peligro. Ella no estaba tan segura de ello, todo era extraño en ese ciervo y algo le llevaba a comprobarlo. Echó a andar hacia el cuerpo del animal, mientras tomaba el puñal que llevaba colgado de su cinturón.
-       ¿Qué haces, Lybhinnia? -preguntó uno de los cazadores, al verla avanzar con el puñal en la mano-. Solo Armhiin tiene el derecho a cortar a la presa primero.
Lybhinnia no hizo caso a su compañero y se aproximó al ciervo, agachándose junto al cadáver. Clavó su puñal, ante el asombro de sus compañeros e hizo un tajo largo y profundo. Tal como había temido, empezó a rezumar una especie de sustancia viscosa, negruzca, al tiempo que se llenaba el aire de un hedor propio de la putrefacción más absoluta. Sacó el puñal, mientras saltaba hacia atrás, para evitar que esa sustancia la tocase.
-       ¡Putrefacción! -dijo Lybhinnia, con un asco auténtico, que atrajo a los otros cazadores para ver el descubrimiento.
Los gestos de desilusión y desaliento llenaron los rostros de los cazadores cuando constataron lo que Lybhinnia ya se temía. El ciervo, que parecía sano y grande por fuera, estaba roído por la podredumbre por dentro. La carne ennegrecida, descompuesta, los espacios llenos de gas maloliente y desagradable. No podrían aprovechar nada del animal, pues el pelaje oscurecido no serviría para crear ningún tipo de cuero. Ahora ya solo podrían quemar el ser, pues no podían permitir que tal desolación fuera alimento de otro ser hambriento que enfermaría engullendo esa carne corrupta.
Los cazadores se limitaron a cortar algunas ramas de los árboles cercanos, una tarea que les tendría que haber costado un rato, pero las extremidades de los árboles se quebraban muy fácilmente. Lybhinnia, que limpiaba la hoja de su puñal, intentando eliminar el rastro de la roña, de la sustancia viscosa, que curiosamente estaba comiéndose su hierro, observaba como sus compañeros preparaban la pira, donde colocarían al ciervo.

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