Tres noches después de realizar los ritos al bandido, la caravana
llegó a Hiome, una población compuesta por una serie de casuchas circulares,
pequeñas y ruinosas. Tenía una empalizada de troncos y varias torres de madera
como defensas. En este caso, todos pudieron entrar en las defensas y se
instalaron en una posada en el barrio de los mercaderes. Se quedaron unos tres
días, tiempo suficiente para la compraventa de Iomer. Se deshizo de productos
de artesanía de arcilla y telas. Algunas joyas y parte de los caballos. Se hizo
con pieles, artesanía de la madera, algunas armas, sobre todo arcos y flechas.
Aquí vendió a varios de los esclavos, tanto hombres como muchachas. Pero no a
la amiga de Ofthar.
Con las nuevas mercancías y el oro perfectamente estibados en sus
carros, dejaron Hiome y pusieron rumbo al noroeste, hacia la frontera con el
señorío de los pantanos, en este caso no a una ciudad ni una población, sino a
una franja de tierra, donde podrían hacer tratos con mercaderes de la región.
Un lugar en la ribera del río Oniut, pero sin llegar a las tierras pantanosas
más al norte.
Las jornadas de trayecto hasta ese punto donde se encontrarían con
otros mercaderes se sucedieron una tras otra, sin variar una rutina permanente.
Ofhar estaba demasiado ocupado con las guardias y que los posibles asaltantes
les pillaran por sorpresa. Pero aun con toda su labor, observaba a su hijo, que
pasaba cada vez más tiempo con la muchacha. Supuso que el joven podría haberse
encariñado con la sierva, lo que era un verdadero problema. Pues Iomer era el
dueño de la muchacha y que pasaría cuando decidiera prescindir de su compañía.
Claramente, Ofthar debía aprender pronto como se regía este mundo, más allá de
sus caprichos y fábulas. Otro asunto que le preocupaba a Ofhar, es que dado que
su hijo parecía ser un poco inocente, temía que le hubiera contado algo sobre
su verdadera vida a la esclava, algo que les ponía a ambos en peligro. Ofhar
estaba seguro que Iomer tenía una mosca tras la oreja, no se había creído nada
de su supuesta identidad, sobre todo desde el incidente con los bandidos, que
no dejaba de quitarle los ojos de encima a ninguno de los dos acompañantes.
Por fin llegaron a la llanura de intercambios, que en verdad no
eran más que unos prados llenos de vacas y ovejas. Cuando la caravana se fue
acercando es cuando apareció un jinete, que les esperó y les guió hasta una
zona, donde les dieron permiso para acampar. Ofhar distribuyó a los guerreros y
a los siervos, que levantaron unas cuantas tiendas. La más grande serviría para
recibir a los mercaderes, mientras que los carros se colocaron tras ella. El
resto de tiendas que rodeaban los carros eran para los guerreros, los siervos,
los esclavos y una colorida para Iomer. Alrededor de todo el grupo de tiendas,
Ofhar ordenó poner fogatas, para señalizar hasta donde llegaba el campamento de
Iomer por un lado, y por el otro para detectar posibles ladrones. Aunque es
verdad que el jinete que les había guiado hasta allí era un hombre de los
pantanos y estos aseguraban la protección de los mercaderes, que pagaban por
estar allí, claro. Iomer le había entregado una buena bolsa al jinete, que
había sonreído y se había marchado sopesando el contenido de la bolsa.
De todas formas, Ofhar no se fiaba de la palabra de un guerrero
del señorío de los pantanos, como no lo hacía de la del propio señor Whaon,
hijo del general que había intentado asesinar a su bella Güit. Por ello había
encendido las hogueras y les había indicado a los guerreros de Iomer como
situarse, para ver sin ser ellos detectados. Iomer protestó, pero Ofhar aseguró
que era mejor prevenir que curar, por lo que el mercader se limitó a marcharse
murmurando algo inteligible.
Ofhar estuvo dando vueltas por el campamento, comprobando que todo
estaba a su gusto y entonces retornó a la tienda que compartía con su hijo.
Cuando se acercaba, unas risas le hicieron detenerse, agarrar el pomo de su
espada y avanzar con sigilo, listo para atacar a cualquier enemigo oculto.
Deslizó con cuidado la lona de la entrada de su tienda y desde la sombra de la
noche observó lo que se cocía en el interior. Ofthar y la sirvienta permanecían
sobre uno de los sacos, con un farol junto a ellos. Ambos se besaban en la
boca, y de cuando en cuando ella lanzaba una risita. Ofthar se había quitado la
parte superior de sus ropas y la armadura de cuero. La chica aún mantenía sus
vestiduras en su sitio, excepto por la blusa, que permanecía abierta y la mano
de Ofthar se perdía en su interior.
-
¡Tú no deberías estar aquí! -gruñó Ofhar al entrar en la tienda de
sopetón.
La cara de la muchacha se volvió más blanca de lo que ya era y se
separó de inmediato de Ofthar, que se interpuso entre ella y su padre.
-
¡Vete y no vuelvas por aquí! -ordenó Ofhar de inmediato-. Si te
vuelvo a ver molestando a mi siervo le hablaré a Iomer sobre el asunto. Supongo
que ya sabes lo que te hará.
-
No puedes hacerme esto, te… -intentó hablar Ofthar, pero su padre
le dio una bofetada que le dolió con creces.
-
¡Tú a callar! -gritó Ofhar, más decepcionado que enfadado.
La muchacha se levantó de un salto, se recolocó sus vestiduras,
bajó la cabeza y salió rauda junto a Ofhar, sin decir nada. Pero a Ofhar le
pareció que le castañeaban los dientes. Ofhar la siguió al exterior y desde la
entrada de su tienda observó como la chica se dirigió directamente a la tienda
de los sirvientes. Entonces regresó al interior de su tienda.
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