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sábado, 2 de julio de 2022

Falsas visiones (21)

Rufo, al encabezar la cabalgada, era el que tenía mejor visión de lo que tenían por delante. Desde que las murallas de Legio dejaron de ser una parte más del paisaje y empezó a ver las almenas, los soldados de guardia, había repetido los gestos que le había enseñado su padre, rezando a los dioses porque en esas murallas hubiera alguien que entendiese su maniobra. Pero cuando escuchó los golpes de los mazos contra las campanas de bronce, supo que algo había conseguido, aunque tal vez los miembros de la legión los había catalogado como amenazas y les esperaba una lluvia de pilum si se aproximaban demasiado.

Cuando vio que las aun lejanas puertas se abrían y los legionarios salían a la carrera, para colocarse a ambos lados del camino, estuvo seguro que por lo menos alguien le había observado y había entendido su mensaje. 

-   La legión nos espera, ha mandado hombres para proteger nuestra llegada -gritó Rufo, contento porque habían entendido su mensaje, que no podía dejar de repetir una y otra vez-. Apretad y cansad las monturas, que la salvación está ante nosotros.

Ni Varo, ni Lutenia, ni los partos dijeron nada, pero parecía que todos habían respirado más tranquilos cuando había hecho ese llamamiento Rufo. No espolearon demasiado las monturas, ya que estaban demasiado cansadas por la carrera que llevaban, pero aun así, todos esperaban que volasen como aves, para llevarles a la tranquilidad y la paz que tendrían dentro de las murallas.

Rufo no echó ni una sola mirada de soslayo hacia los que les seguían, estaba intentando que el miedo a esos cántabros que estaban tras sus pasos no le hiciera mella y pudiera provocar un fallo que les llevase todos a la perdición. Solo una piedra podría provocar que su montura tropezase y todas las que le seguían a la carrera cayesen detrás. Su salvación estaba tan cerca, que temía poder no llegar, por lo que estaba atento al camino que tenía por delante y solo tenía ojos para guiar a su montura de los posibles problemas de la calzada. Si hubiera mirado atrás se hubiera dado cuenta que sus perseguidores habían decidido que su pellejo valía más que mantener el secreto de sus acciones y se habían dado la vuelta.

El grupo llegó a la puerta, cruzó entre los dos bloques de legionarios que cerraron el hueco según les pasaron, para retornar tras los caballos hacia el interior de la muralla. Dentro, se había formado un cuadro. Los legionarios impedían que los caballo pasasen más allá de unos metros y el grupo tuvo que refrenar a sus caballos, para evitar clavarse los pilum que mantenían apuntados contra ellos. 

-   ¡Por Júpiter! ¡Alto en nombre del legado! -gritó el tribuno Craso, que permanecía montado en un caballo. 

-   ¡Mensaje urgente para el prefecto Quinto Livio Arvino! -gritó Rufo, tal y como esperaba que gritase un mensajero imperial. 

-   ¿Qué? -preguntó sobresaltado y pillado por sorpresa el tribuno Craso, que no se esperaba ese anuncio-. No, no, quedáis todos arrestados por orden de mis superiores. Dejad vuestras armas y seguidme al cuartel general. 

-   Traigo un mensaje importante para el prefecto de la cuarta cohorte de la Legión Victrix, Quinto Livio Arvino -repitió Rufo, dándose aun más notoriedad que antes, ya que no podía dejarse arrestar-. Es de vida o muerte que el prefecto reciba este mensaje. Llevadme ante él.

El joven tribuno le miró con unos ojos que no sabían que hacer. Por un lado, tenía las órdenes del propio prefecto Quinto para llevarles ante él, que al final es lo que solicitaba el jinete. Por otro lado, estaba el asunto que el mensajero parecía creer que tenía más nivel que él, un tribuno, y que podía darle órdenes. No soportaba que le hicieran de menos. Y oara nada que un simple auxiliar provinciano le tratase como un igual o inferior. Él había nacido en Roma. A saber dónde había nacido el jinete. 

-   La legión Victrix ya no se encuentra aquí -anunció el tribuno Craso, esperando que el mensajero cambiase de actitud.

Y lo consiguió, pues pudo ver que la respuesta turbaba al mensajero, que parecía no saber que decir. Era el momento de dar un escarmiento al subido auxiliar, o por lo menos eso es lo que pensó el tribuno.

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