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sábado, 20 de marzo de 2021

Aguas patrias (28)

Cuando la cabeza del capitán Menendez desapareció por la escotilla, Eugenio empezó a dar nuevas órdenes. Las anclas comenzaron a ser izadas con mayor velocidad y pronto surgieron entre las aguas. El guardiamarina situado en la proa aviso de que las anclas habían aparecido y entonces Eugenio mandó largar las velas. Las grandes lonas de la mayor y la mesana cayeron con fuerza cuando los marineros las desplegaron. Tras ellas siguieron las de los velachos. Con el escaso viento que soplaba, la navegación parecía inexistente, pero pronto la fragata comenzó a moverse. 

Eugenio había recibido la orden del comodoro de colocarse los primeros en la línea. A la Sirena le seguiría el Vera Cruz y cerraría la marcha la Santa Ana. La Sirena pasó al Vera Cruz. Desde el alcázar de la Sirena, Eugenio escudriñó el del Vera Cruz. No pareció ver caras molestas ni preocupadas. Eugenio suspiró y siguió al mando de sus marineros. Pero aún tenía la preocupación de embarrancar. Más de un capitán había perdido su mando por no salir bien de la bahía. El pasadizo era estrecho y había que tener mucho cuidado. La primera escala era el viraje al sureste sur junto a la punta Gorda, para tomar el pasadizo. Entonces tenía que mantener la navegación por el centro del mismo, para no acabar en las rocas de la punta Churruca y el islote que tenía frente a ella. De esa forma tomaría el camino al mar, pero le quedaba el último obstáculo, el bajío Diamante y las rocas sobre las que estaba construido el castillo del Morro, en la punta del mismo nombre.

Una vez en las aguas abiertas seguirían hacia el sur hasta el mediodía, cuando cambiarían de rumbo. Tomarían el este, para navegar por la costa sur de La Española y de Puerto Rico. No sería hasta dejar atrás Puerto Rico cuando la Sirena se separaría de los otros dos navíos. Ellos tomarían una singladura que les llevaría a cruzar entre las islas Vírgenes, pasar al sur de Anguilla y ya dirigirse hacia Antigua. El comodoro tomaría una ruta que les llevase directamente a la isla de Montserrat, pero en algún punto virarían al norte. La idea era encontrarse con la Sirena y sus presas al norte de la isla de Saba dos semanas o tres tras separarse de ellos. Los barcos de la escuadra se dedicaría a molestar al comercio inglés con la suerte de hacer alguna presa más.

Eugenio fue muy preciso en cada orden. Iba junto a los marineros que se encargaban del timón. Incluso se encargó de mantener el rumbo que quería cuando pasaron ante el castillo del Morro. Mientras cruzaban el pasadizo, el contramaestre cantaba las profundidades y los nudos, para que el capitán supiese a cuanto estaba el fondo y que velocidad llevaban. Pero gracias al ligero viento, la velocidad era más bien escasa y por ello el riesgo de quedarse sin tiempo para las maniobras era casi imposible. Aun así, Eugenio pudo observar muchas caras que aguantaban la respiración. Solo se mostraron tan aliviados como su capitán cuando dejaron atrás la punta del Morro. Eugenio esperó un rato más en el alcázar, pero al ver que tanto el Vera Cruz y la Santa Ana le seguían a la distancia acostumbrada, dejó todo en manos del teniente Salazar y mandó a un guardiamarina a anunciar al capitán Menendez que le esperaba en su camarote. El teniente Salazar tenía órdenes de avisarle con cualquier mensaje del comodoro. Con el cuerpo ligeramente agarrotado por los nervios de la singladura por el canal del puerto, bajo por la escotilla y se dirigió a su camarote, siendo saludado por los marineros que estaban ociosos, ya que no se los requería para ninguna maniobra y no era su turno de guardia.

No se había ni dejado caer en su silla cuando sonaron un par de golpes en la puerta de su camarote. El infante de marina anunció al capitán Menendez y Eugenio le dijo que le dejase entrar. 

-   Bueno capitán, ya estamos en el mar, rumbo a nuestra misión -le informó Eugenio, intentando parecer alegre, pero aún le escocía las malas formas de los tenientes al llegar el capitán-. ¿Quiere algo de beber? 

-   No es necesario, capitán -negó Menendez levantando la mano-. Primero me gustaría disculparme por las malas formas de los tenientes. Me temo que el teniente Villalba me es muy leal, pero es joven. Desconoce cómo debe comportarse un oficial del ejército en un barco de la armada. Es su primera singladura en un barco del rey. Con unos días vomitando se le quitara el orgullo. El caso de Ramos es un poco más preocupante, es un buen soldado, pero se deja avasallar por los que tienen más presencia. 

-   Acepto sus disculpas formales -aceptó Eugenio, de buena gana, y sintiendo un poco de mala conciencia-. Me temo que el asunto que ha provocado el capitán de Rivera y Ortiz ha soliviantado demasiado los ánimos. No es bueno que tanto sus hombres como los míos estén en guerra. En poco tiempo todos deberemos aunarnos para llevar a buen término nuestra misión y creo que actualmente no hay buenas migas entre ambos grupos. 

-   ¿Qué piensa usted del capitán de Rivera y Ortiz? -inquirió el capitán Menendez, pero al ver la cara de sorpresa de Eugenio, replanteó su pregunta-. Bueno, ya sé que no va a hablar mal de un compañero de la armada. Ni espero eso de usted. ¿Pero lo que me gustaría saber es si comparte con él su amor por la vida disoluta, las mujeres y las fiestas? 

-   Como podrá entender, no puedo responderle a lo que me pide, pero le indicaré que yo estoy más con la posición de la armada, es decir con los almirantes y capitanes de muchos años -intentó complacer Eugenio-. Me gustan las fiestas, pero las de tipo correcto y recto. Claramente no soy quien para censurar a un compañero capitán, eso es cosa del almirante y ahora que no está presente, el comodoro. 

-   Entiendo -se limitó a decir Menendez.

El silencio llenó el camarote y Eugenio temió que el capitán Menendez se disculpase y se marchase, pero tras unos segundos, pareció que el hombre se estaba preparando para contarle una terrible verdad. Antes de que el militar abriese la boca, Eugenio tuvo una terrible sospecha. El capitán Menendez conocía al militar que se había enfrentado a Juan Manuel y eso complicaba las cosas, o eso temía Eugenio.

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