Recordar el día que conoció al demonio siempre le provocaba un
cosquilleo en la nuca, se le ponía piel de gallina. Como otras veces había
entrado en la habitación de su madre, para reponer el agua y las palabras
cariñosas en su corazón. Aún estaba esperando a que su madre hablara cuando
llegó el hombre, entró como lo hacía siempre, con violencia, con brusquedad. Él
siempre conseguía estar fuera para cuando el soldado llegaba, pero esta vez o
él se había dormido o el otro había llegado antes.
-
Chaval, no eres un poco joven para precisar estos servicios
-espetó el soldado, al tiempo que mostraba una dentadura amarillenta, donde
faltaba más de una pieza.
El niño, le miró con una cara de miedo y asco, que no se le pasó
desapercibida al hombre, que luchaba con su cinturón para liberarse de sus
calzones.
-
¿Lhima, no crees que tendrás que hacer algo con este zagal? -el
hombre se volvió a la madre, que ya se había acercado al borde de la cama,
arreglándose la blusa, de forma que se vieran más de sus pechos, para atraer al
soldado-. No es lugar para él un lugar como este. Aunque no lo mandes a la
milicia, no gustan los imbéciles.
El niño seguía paralizado, pero viendo que su presencia allí
sobraba, se dispuso a marcharse, con la jarra de agua vacía, pero el hombre le
atrapó en pleno vuelo y lo arrastró contra la pared, mientras palpaba su cuerpo
con una de sus manos.
-
Tal vez pueda vendérselo a un amigo por un buen dinero, les
encantan estos bastardos -dijo el soldado, mirando a la madre, que le observaba
sin mostrar sentimiento alguno-. Pequeño y dócil es un reclamo para ciertos
tipos de hombres, no es mi caso, te prefiero a ti, Lhima, con ese par de ubres
y esos muslos...
La frase terminó en un ligero gruñido, ya que el niño desesperado
por soltarse del examen bajo el que le tenía sometido el soldado, le mordió en
la mano, y cuando este se apartó, tuvo la agilidad suficiente para zafarse, ir
a la puerta entreabierta y salir, no sin los gritos del soldado.
-
Lagartija bastarda, ya te pillaré yo otro día -gritó el soldado
que cerró la puerta y miró a la madre-. Por ahora me contentare contigo.
El soldado no le pilló, pero sí que puso una queja ante la dueña,
quien le pidió disculpas y le devolvió el dinero, tras lo que obligó a Gholma a
aplicar el castigo del que otras veces se escapaba, ya que esta vez la dueña
quería presenciar la sentencia que había ordenado. Gholma, que no dijo nada,
pero cabizbajo por el cariño que tenía al niño, se encargó de bajarle los calzones,
aferrarle a sus piernas con uno de sus fuertes brazos, mientras que en el otro
asía un cucharón de madera, uno que había elegido la dueña entre todos los que
le presentó la cocinera. La dueña buscó el que estaba peor rematado, de madera
más áspera, con roturas por el uso. El niño aguantó los primeros embates, mordiéndose
un labio, hasta hacerse sangrar, con los ojos llenos de lágrimas, pero al final
la dueña obtuvo lo que buscaba, solo cuando él gritó, ella se dio por
satisfecha.
Durante unas cuantas semanas, el niño, que no se podía sentar por
las heridas que otra de las chicas le había curado, rehuyó al gigantón, acusándole
de que le había dejado solo ante la dueña, que había acatado sus órdenes sin
rechistar, en su silencio habitual, sin protegerlo, a él, su amigo. Pero las
chicas y la cocinera le hicieron ver que acusaba a un inocente que no había
podido hacer nada por él, le aconsejaron que no volviera a ponerse en peligro,
pues la dueña cada vez estaba más molesta con él y cualquier día de estos le
echaría. Lo mejor es que no volviera a cruzarse con el soldado, pues era hombre
peligroso, ladino y rencoroso. En el barrio se le odiaba y se le temía por
igual. La gente le ponía verde cuando este no estaba allí, pero cuando pasaba
por donde hablaban mal de él, solo eran reverencias y alabanzas, pues su mano
además de larga era violenta.
Una vez tontamente por el pecado de ser joven les preguntó por qué
nadie parecía enfrentarse a ese hombre. La respuesta fue simple, llana y
concisa, porque nadie quería ir contra el imperio. Ya nadie recordaba los días
en que fueron una nación libre, un reino donde una familia gobernaba bajo el
apoyo del gran Bhall, el nombre del dios lo dijeron entre susurros, como
temiendo que un inquisidor del dios imperial, Rhetahl, les pudiera oír y
entonces su futuro estaría vendido con más seguridad que insultar al soldado.
Desde que los imperiales tomaron el reino y ejecutaron al último monarca, al
último Mars, la oscuridad del imperio había sumido el reino y la vieja capital,
Stey. Habían pasado ya muchas generaciones, pero el temor a las consecuencias
de ir contra la religión imperial eran temores de cada día. Y cualquiera que
fuera contra un soldado imperial, por escaso rango que atesorara, era como
atentar contra el mismísimo y lejano emperador. Las muertes, ejecuciones o
desapariciones eran algo que se había convertido en una tónica en la ciudad,
desde que la burocracia imperial llegara, un grupo de funcionarios hambrientos
y corruptos.
Así, que el niño, aconsejado por los que creía sus amigos o mejor
dicho su familia, se alejó de cualquier encontronazo con el soldado. Pero ni
por todas las precauciones del mundo, ni por todo lo que puso de su parte, ni
por los rezos que hizo al dios imperial, le libraron de lo que el destino le
tenía preparado, un recordatorio de que su nacimiento, el de un bastardo, era
el sinónimo de ser un paria sin familia y que debería crear un camino propio
para sobrevivir. O podía dejarse llevar, como lo hacía su madre, sin esperar ya
nada sino ir poco a poco marchitándose entre los brazos de hombres repelentes
hasta que un día moriría en la cama del burdel o en la calle, pues las putas
que ya no servían no tenían valor para recibir el cuartucho que ocupaban hasta
ese momento.
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