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miércoles, 27 de diciembre de 2017

El tesoro de Maichlons (32)



Mientras viajaba sentado en el asiento del carruaje que había pedido en los establos del castillo real, con una escolta de diez soldados de la guardia a caballo, pues había descubierto que en una salida de este tipo, requería de tal grupo, iba pensando en el entrenamiento de la mañana. Esta vez habían estado los soldados del tercer regimiento con un tercio de alabarderos. La cosa había sido realmente indescriptible, sobre todo porque había aparecido su coronel quejándose sobre su orden de que sus muchachos tuvieran que hacer instrucción. La verdad es que daban pena verles atacar con las espadas de ejercicio. Eran unos bonitos soldaditos de plomo, elegantes y perfectos para una revista. Por lo visto, su coronel, un noble de unos cincuenta años, se gastaba de su propio dinero para tenerlos así, pero se olvidaba de la instrucción, porque podrían perder lo que les hacía perfectos. Eso es lo que le explicó el segundo del coronel, un capitán horrorizado por la mala situación de su regimiento y que pedía disculpas con cada palabra que pronunciaba.
Maichlons les hizo trabajar como nunca lo habían hecho esa cantidad de florecillas de campo. Mientras entrenaba al príncipe le fue enseñando que eso es lo que pasaba cuando un oficial perdía de vista la función para la que estaban destinados los soldados y se dedicaba a satisfacer sus propios y repugnantes deseos. Esperaba que sus palabras influyeran algo en la mente del príncipe.
Salió de sus pensamientos cuando el carruaje se detuvo y la portezuela se abrió de improviso. Maichlons bajó con cuidado de la caja y se quedó mirando la fachada del elegante edificio que albergaba el gremio de mercaderes. Esta vez, había decidido prescindir de su armadura, ya que para este acto tendría que venir con una de gala, y él había jurado hacía mucho que no se pondría ese juguete para niños mimados. Así que había optado por unos calzones blanquecinos, una camisa blanca y sobre ella una casaca granate. La banda cruzaba sobre los ribetes y cadenas doradas que adornaban la casaca. En el medio del pecho, enganchado a la banda, el gran broche. De un cinturón colgaba su espada envainada. En vez de casco, llevaba un bicornio con una escárpela azulada, del mismo color que la banda. Unas botas de cuero negro, altas, de montar, sobrepuestas a las perneras de los calzones le mantenían calientes los pies.
Cruzó la acera sobre una alfombra roja, con alabarderos de la guardia de la ciudad, vestidos de gala a cada lado. Se dirigió a la puerta y siguió las indicaciones de los criados, para ascender por una gran escalinata hasta el primer piso. Se tuvo que poner en una cola por la que llegaba hasta una gran puerta y donde esperaban otros tantos invitados. Cuando le llegó el turno entregó una hoja doblada y lacrada con su respuesta a la invitación enviada. El sello era el del Espada del rey. Le hicieron esperar unos segundos tras lo que le permitieron pasar.
Entró en una gran sala, iluminada por la luz que entraba por unos inmensos ventanales de tres metros de altura que llenaban las paredes a cada lado de la puerta. Por uno se veía la calle, mientras que por la otra un patio interior arbolado. Además del techo colgaban inmensas arañas doradas, con velas encendidas. Pegadas a los ventanales habían colocado largas mesas, tapadas por manteles blancos y sobre ellos, fuentes llenas de comida de todo tipo, jarras de acero rebosantes de vinos de todos los colores, copas de cristal, decoradas con filigranas y relieves, jarrones con ramos de las flores más coloridas. Entre ellas, deambulaban prohombres y las más elegantes mujeres. Sin duda la flor y nata de la ciudad se había reunido allí ese día. Al pisar con sus botas altas el suelo marmoleo, resonó los taconazos, lo que hizo que alguno de los invitados dejasen sus conversaciones para verle entrar. A un lado, un hombre, muy bien vestido, golpeó un bastón contra el suelo, aclaró la voz y gritó:
-          El comandante en jefe de la guardia real, el general Maichlons de Inçeret.
Ya había sido anunciado por el chambelán y ahora todos en el salón estaban estudiándole con una falta de discreción que rayaba en la descortesía. Maichlons se fijó en un hombrecito, bajo, gordito y de pelo grisáceo que se le acercó a toda velocidad.
-          Bienvenido sea a nuestra celebración, su excelencia -se apresuró a decir el hombrecillo-. Soy Mhirs de Barnan, el actual presidente del gremio. Espero que disfrute de la fiesta, la comida y el baile. ¿Quiere que le presente a algunos miembros?
-          No se preocupe, señor de Barnan, prefiero ir moviéndome yo a mi designio -negó Maichlons-. Además vos tiene mucho que hacer, como anfitrión.
-          Como quiera, excelencia -afirmó Mhirs un poco apenado, pero alegrándose, ya que era un logro que la corte hubiera enviado a alguien por primera vez.
Maichlons fue comprobando que aparte el estudio inicial, los invitados, en su mayoría, habían dejado de mirarle, volviendo a atender a sus compañeros o porque llegaba alguien más interesante. Se acercó a una de las mesas y probó uno de los panecillos con una sustancia rojiza, que había sobre una de las fuentes. Resultó ser un pedazo de salmón, parecía ahumado, pero con alguna salsa que le daba un sabor agrio. Curiosamente estaba bueno. Pero él también estaba atento a encontrar algo y tras un rato de pasar sus ojos de grupo en grupo dio con él.

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