Mientras viajaba sentado en el asiento del carruaje que había
pedido en los establos del castillo real, con una escolta de diez soldados de
la guardia a caballo, pues había descubierto que en una salida de este tipo,
requería de tal grupo, iba pensando en el entrenamiento de la mañana. Esta vez
habían estado los soldados del tercer regimiento con un tercio de alabarderos.
La cosa había sido realmente indescriptible, sobre todo porque había aparecido
su coronel quejándose sobre su orden de que sus muchachos tuvieran que hacer
instrucción. La verdad es que daban pena verles atacar con las espadas de
ejercicio. Eran unos bonitos soldaditos de plomo, elegantes y perfectos para
una revista. Por lo visto, su coronel, un noble de unos cincuenta años, se
gastaba de su propio dinero para tenerlos así, pero se olvidaba de la
instrucción, porque podrían perder lo que les hacía perfectos. Eso es lo que le
explicó el segundo del coronel, un capitán horrorizado por la mala situación de
su regimiento y que pedía disculpas con cada palabra que pronunciaba.
Maichlons les hizo trabajar como nunca lo habían hecho esa
cantidad de florecillas de campo. Mientras entrenaba al príncipe le fue
enseñando que eso es lo que pasaba cuando un oficial perdía de vista la función
para la que estaban destinados los soldados y se dedicaba a satisfacer sus
propios y repugnantes deseos. Esperaba que sus palabras influyeran algo en la
mente del príncipe.
Salió de sus pensamientos cuando el carruaje se detuvo y la
portezuela se abrió de improviso. Maichlons bajó con cuidado de la caja y se
quedó mirando la fachada del elegante edificio que albergaba el gremio de
mercaderes. Esta vez, había decidido prescindir de su armadura, ya que para
este acto tendría que venir con una de gala, y él había jurado hacía mucho que
no se pondría ese juguete para niños mimados. Así que había optado por unos
calzones blanquecinos, una camisa blanca y sobre ella una casaca granate. La
banda cruzaba sobre los ribetes y cadenas doradas que adornaban la casaca. En
el medio del pecho, enganchado a la banda, el gran broche. De un cinturón
colgaba su espada envainada. En vez de casco, llevaba un bicornio con una escárpela
azulada, del mismo color que la banda. Unas botas de cuero negro, altas, de
montar, sobrepuestas a las perneras de los calzones le mantenían calientes los
pies.
Cruzó la acera sobre una alfombra roja, con alabarderos de la
guardia de la ciudad, vestidos de gala a cada lado. Se dirigió a la puerta y
siguió las indicaciones de los criados, para ascender por una gran escalinata
hasta el primer piso. Se tuvo que poner en una cola por la que llegaba hasta
una gran puerta y donde esperaban otros tantos invitados. Cuando le llegó el
turno entregó una hoja doblada y lacrada con su respuesta a la invitación
enviada. El sello era el del Espada del rey. Le hicieron esperar unos segundos
tras lo que le permitieron pasar.
Entró en una gran sala, iluminada por la luz que entraba por unos
inmensos ventanales de tres metros de altura que llenaban las paredes a cada
lado de la puerta. Por uno se veía la calle, mientras que por la otra un patio
interior arbolado. Además del techo colgaban inmensas arañas doradas, con velas
encendidas. Pegadas a los ventanales habían colocado largas mesas, tapadas por
manteles blancos y sobre ellos, fuentes llenas de comida de todo tipo, jarras
de acero rebosantes de vinos de todos los colores, copas de cristal, decoradas
con filigranas y relieves, jarrones con ramos de las flores más coloridas.
Entre ellas, deambulaban prohombres y las más elegantes mujeres. Sin duda la
flor y nata de la ciudad se había reunido allí ese día. Al pisar con sus botas
altas el suelo marmoleo, resonó los taconazos, lo que hizo que alguno de los
invitados dejasen sus conversaciones para verle entrar. A un lado, un hombre,
muy bien vestido, golpeó un bastón contra el suelo, aclaró la voz y gritó:
-
El comandante en jefe de la guardia real, el general Maichlons de
Inçeret.
Ya había sido anunciado por el chambelán y ahora todos en el salón
estaban estudiándole con una falta de discreción que rayaba en la descortesía.
Maichlons se fijó en un hombrecito, bajo, gordito y de pelo grisáceo que se le
acercó a toda velocidad.
-
Bienvenido sea a nuestra celebración, su excelencia -se apresuró a
decir el hombrecillo-. Soy Mhirs de Barnan, el actual presidente del gremio.
Espero que disfrute de la fiesta, la comida y el baile. ¿Quiere que le presente
a algunos miembros?
-
No se preocupe, señor de Barnan, prefiero ir moviéndome yo a mi
designio -negó Maichlons-. Además vos tiene mucho que hacer, como anfitrión.
-
Como quiera, excelencia -afirmó Mhirs un poco apenado, pero alegrándose,
ya que era un logro que la corte hubiera enviado a alguien por primera vez.
Maichlons fue comprobando que aparte el estudio inicial, los
invitados, en su mayoría, habían dejado de mirarle, volviendo a atender a sus
compañeros o porque llegaba alguien más interesante. Se acercó a una de las
mesas y probó uno de los panecillos con una sustancia rojiza, que había sobre
una de las fuentes. Resultó ser un pedazo de salmón, parecía ahumado, pero con
alguna salsa que le daba un sabor agrio. Curiosamente estaba bueno. Pero él
también estaba atento a encontrar algo y tras un rato de pasar sus ojos de
grupo en grupo dio con él.
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