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domingo, 9 de julio de 2017

El juego cortesano (4)



Desde entonces habían estado viajando, durmiendo en pequeños puestos militares o de posta, donde su nombramiento como general le abría las puertas e impedía que los capitanes que estaban al mando hicieran muchas preguntas. Mientras se dirigían de vuelta a Fhelineck, Bharazar siempre temía encontrarse con el general de Vilt, por ello tomaron rodeos y los caminos de menor importancia. Si hace dieciséis años tardó un mes en trasladarse a Ghinnol, ahora ya habían pasado de ese periodo con creces. Sus hombres sabían de su nerviosismo, lo notaban, pues todos habían servido a sus órdenes durante mucho tiempo.
Esa noche, ese vino y todos sus recuerdos colapsaron juntos en el cuerpo de Bharazar. Pero todo tenía su porqué. La mañana siguiente sería su última jornada de viaje, por fin estaban cerca de la capital imperial, a solo media jornada. Podrían haber alargado su cabalgada, pero no quería llegar por la noche a las puertas de Fhelineck. Al día siguiente podrían entrar con mayor disimulo y alcanzar la residencia del canciller.
Unos toques de nudillos en la puerta de la estancia que le habían proporcionado en el puesto, le hizo volver a la realidad. La madera se abatió hacia el interior y Jha’al entró.
-       Los hombres han sido asignado a lugares lo suficientemente cómodos -informó Jha’al, que se acercó a la jarra, observó su interior y vertió algo de vino en otra copa de madera-. ¿Tan malo esta que apenas lo has probado?
Bharazar miró al interior de su copa y se rio.
-       Me ha recordado al vino especiado que nos ofreció el gobernador Ahlmir a nuestra llegada a Ghinnol -dijo Bharazar más animado.
-       Pues tienes razón -aseguró Jha’al tras probar el brebaje-. Quien diría que sabe parecido al vino especiado de ese forúnculo con patas. Menudo tipejo purulento era. ¿Qué habrá sido de él?
-       Mhaless me informó que lo habían enviado a las minas de Thibur tras su detención -comentó Bharazar, a lo que Jha’al se le cambió la cara, poniéndose serio. Las minas eran una condena a muerte para los allí recluidos.
-       ¿Qué nos espera mañana? -cambió de tema Jha’al, arrepintiéndose por haberse reído de su viejo enemigo.
-       Debemos entrar en la ciudad, pero luego iremos a la residencia del canciller Shennur -indicó Bharazar-. Lo más seguro que el canciller habrá acudido a la corte, por lo que le tendremos que esperar.
-       ¿Sabes por donde cae la residencia del canciller?
-       La verdad es que no -afirmó Bharazar-. Hace mucho que no residimos en la capital. Aunque cuando era joven pocas veces salía del recinto del palacio imperial. Habrá que preguntar en la puerta.
-       Pues piensa cómo vas a conseguir esa información, pues vamos de incógnito -le recordó Jha’al.
Bharazar se le quedó mirando, pues tenía razón, no era recomendable presentarse como el príncipe que era en las puertas. Por un lado, si el aviso de Shennur era cierto a su hermano no le haría mucha gracia que siguiera vivo. Por otro lado dudaba que los centinelas de la puerta llegasen a creerse su afirmación, pues suponía que ya nadie recordaría en la capital como era su aspecto, pues se fue siendo un muchacho y retornaba consagrado a la vida militar.
-       Mientras lo piensas, porque no vamos a lo que aquí llaman cantina y nos hacemos con algo para cenar, creo que Siahl estaba preparando algo en uno de los fogones -dijo Jha’al al ver que su amigo empezaba a sumirse en el interior de su cabeza, en los mundos oníricos donde él no podía ni seguirle, ni ayudarle.

Bharazar sonrió solo de pensar en lo que Siahl podría estar preparando en la cocina del puesto. Siahl era de sus hombres el más mayor, rondaba los cuarenta y seis años, pero aún era un guerrero muy apto, de altura media, llevaba el mismo peinado que Phekhal, es decir totalmente rapado, pero luego con una barba poblada. Esta forma ya no era habitual en los soldados imperiales, sino vestigios de un pasado ya lejano, siendo la forma de distinguir a los veteranos de los reclutas. Tampoco había jinete más avezado que Siahl, aunque este siempre decía que Bharazar era mejor que él. Pero lo más que caracterizaba al veterano era su capacidad para conseguir que hasta el rancho más pobre pareciera una delicia.

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