Las dos criadas se habían afanado en su trabajo, le habían
desvestido sin contemplaciones, sin llevarse a chanzas ni asombros. No les
había importado lo que tenía entre las piernas. Una vez que le tuvieron desnudo
le metieron en un barreño lleno de agua tibia. Solo en ese momento se habían
sonreído, al ver como el gallito temblaba de la frescura del agua. Se
encargaron de enjabonarle, limpiándole cada parte del cuerpo, hasta las orejas
como si fuera un niño. Ni sus quejas le sirvieron de nada, ambas aseguraron que
no se querían enfrentar a un Mhilon airado por qué no habían realizado bien su
trabajo. En más de una ocasión les recordó que él era el señor de esa casa,
pero las criadas solo se rieron, a lo que Maichlons no pudo hacer otra cosa que
resignarse.
Cuando creyeron que el jabón le había liberado de toda la mugre
que pudiera llevar encima, empezaron a aclararle con baldes de agua fría.
Nuevas quejas partieron de la boca de Maichlons, pero las criadas se quejaron
de que si no hubiera estado tan sucio y molestando su trabajo, el agua estaría
aún tibia. A regañadientes, Maichlons dejó que terminaran en paz su labor, que
concluyó pasándole una serie de toallas, hasta que quedó bien seco.
Entonces le acompañaron hasta su alcoba, donde le esperaba Mhilon,
con unas nuevas ropas interiores.
-
¿Qué es eso? -preguntó Maichlons al ver la camisola y el nuevo
calzón de algodón teñido de granate.
-
Vuestras piezas interiores -contestó Mhilon, señalando una silla.
-
Prefiero mis prendas anteriores -se quejó Maichlons, mientras se
sentaba en la silla, aun embozado en la toalla.
-
Lo siento, daba pena verlas, con tantos remiendos y descoloridas
-dijo Mhilon, colocando un paño pequeño y caliente bajo el cuello de
Maichlons-. Las he tirado al fuego, no tenían arreglo. Estoy seguro que había
hasta chinches.
-
¡Bah! -espetó Maichlons, mientras movía la mano derecha en el
aire, como dando bofetadas.
Mhilon empezó a cubrir el rostro de su señor con una espuma blanca
y cuando esta tapaba el cuello, la barbilla y ambas mejillas hasta la nariz,
sacó una navaja y comenzó a retirar la espuma. Mhilon aun con su edad, tenía el
pulso lo suficientemente firme como para afeitar a sus amos. Cuando le pareció
que había realizado su trabajo, limpió los restos de espuma y colocó el paño
caliente sobre la cara.
El anciano ayudó a Maichlons a ponerse la camisola y los calzones
granates. Justo en ese momento, entraron dos criados, llevando consigo las
piezas de la armadura. Maichlons observó cómo se habían deshecho de toda la
suciedad, incluso el salitre del mar. Los dos criados le ayudaron con la cota
de malla y las otras piezas como la coraza de placas. Cuando hubieron
terminado, lucía de nuevo como un gran guerrero, y no como un mercenario muerto
de hambre. Mhilon se había hecho con unas nuevas botas de cuero, así como un
tahalí para la vaina de su espada, que había pasado por la piedra de amolar.
Antes de marcharse, recupero el correo que le había entregado el
gobernador Urdibash y se colocó su casco. Mhilon lo acompañó hasta la puerta
lateral, la mejor para dirigirse al castillo. Fuera le esperaba un criado con
el caballo. Le ayudaron a montarse.
En la calle, Maichlons hizo el camino al castillo más largo de lo
que era en realidad, pues en el barrio alto no había distancias realmente
grandes, al encontrarse en lo alto de la colina. Las personas con las que se
cruzó se pararon a mirarlo, ya que excepto la guardia real, pocos de los
habitantes de ese barrio usaban ya sus armaduras, se habían pasado a los trajes
de casaca y calzón largo que se habían convertido en una moda en la corte.
Algunos usaban pellizas y mantos de cuero sobre las casacas, así como casacas
con cordones de oro y ribetes, colgadas de un hombro. Pero las armaduras ya no
se llevaban, tal vez debido a tantos años de paz en el reino.
Por fin se armó de valor y se dirigió con paso firme hacia la
entrada de la ciudadela. Recorrió una de las calles por las que se llegaba a la
explanada junto a las murallas de la ciudadela. Una extensión despejada para
evitar que un enemigo pudiera acceder a la ciudadela lanzando escalas desde los
tejados de los palacios. Distinguió a los centinelas apostados en la puerta,
cuatro guardias reales, con la armadura reluciente, firmes, con su alabarda
apuntando al cielo.
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