Bharazar dejó la copa sobre la mesa, se puso de pie y le hizo un
gesto a Jha’al para irse. Jha’al tomó la jarra, su copa, abrió la puerta y
esperó a que Bharazar saliese. Después cerró la puerta, guió a su señor hasta
una estancia que hacía de comedor del puesto. Era una habitación cuadrada, de
suelo y paredes de piedra, mientras que el techo era de madera. En la pared
contraria a la entrada había un par de hogares, donde dos fuegos ardían
iluminando buena parte de la estancia. El resto de la luz nacía en una serie de
velas que se consumían en unas lámparas de techo que parecían enormes ruedas de
carro. Entre la puerta y los fuegos, había unas enormes mesas con bancos
corridos que iban de una pared a otra, solo con unos pasillos junto a las losas
de piedra, para poder ir de un lado al otro.
La mayoría de las mesas estaban vacías, pero en una de ellas se
encontraban sus hombres, donde se habían preparado cuencos, copas, jarras, y
todo lo que necesitaban. Sus soldados mantenían charlas alegres, hacían
exageraciones, contaban chistes, hacían aspavientos, sonreían y bebían. Las
copas de madera subían y bajaban, el vino caía de las jarras a las copas, y de
ellas se derramaban en el interior de las bocas. Entonces uno de ellos vio a
Bharazar entrar y comenzó a toser, parecía que se había atragantado. Poco a
poco el resto se fue callando, y se pusieron de pie, mientras su señor y Jha’al
se aproximaban.
-
¿Qué pasa, ya se ha acabado la fiesta? -espetó Bharazar, que
provocó que varias sonrisas aparecieran entre los labios de alguno de los
soldados-. Vamos, como si yo no estuviera, seguid a lo vuestro.
De la nada la algarabía comenzó a renacer y al poco parecía que
nunca se hubiera detenido. Siahl apareció con una gran olla entre los brazos,
la dejó sobre un extremo de la mesa y comenzó a pedir cuencos, que los hombres
fueron pasando de mano en mano. Siahl fue llenando los platos de una especie de
estofado denso, que sin duda llevaría carne y cualquiera otra cosa que pudiera
haber encontrado en el puesto y no tuvieran problemas para compartirlo.
Cuando por fin unas manos dejaron un cuenco lleno frente a
Bharazar este no pudo esperar y metió su cuchara en la masa, tomó una buena
ración y se la llevó a la boca. Los sabores pronto comenzaron a dar vueltas por
su paladar y lengua. Notaba la carne, y alguna verdura, pero sus sabores se
habían entremezclado y habían creado algo nuevo. La mayoría de los allí
sentados dejaron de hablar y se sumergieron en su comida, creando un silencio
solo roto por las alusiones al arte de Siahl, que se sonreía por ello.
Terminado el estofado, los hombres siguieron con la ingesta de
vino, las aventuras guerreras o de cama, los recuerdos de la última campaña o
de otras en las que hubieran participado. Las horas fueron pasando y Bharazar
se retiró a su dormitorio cuando la mayoría ya roncaban sobre la mesa. Jha’al y
Siahl aún seguían conversando, en voz baja, por lo que dejaron pensar al
príncipe que no se habían dado cuenta de su marcha.
-
¿Qué nos espera en la capital, Jha’al? -preguntó Siahl en voz
baja, medio oculta a causa de los ronquidos.
-
Supongo que nada bueno, viejo amigo -respondió Jha’al un poco
enigmático-. Ya sabes que no soy bueno en la lucha por el poder entre los
nobles y los advenedizos. Pero nosotros solo debemos preocuparnos por la salud
de nuestro señor. Me temo que en la capital su vida dependerá más de nuestra
agilidad que de su lengua y sus actos.
-
No me gusta nada esto, estaríamos mejor todos en el frente -musitó
Siahl.
-
A mí tampoco, soy mejor guerrero que político y no me fio de ese
Shennur, pero nuestro señor cree que lo mejor es estar aquí, así que le seguiré
hasta donde sea, incluso al mismísimo encuentro de Rhetahl - aseguró Jha’al muy
decidido.
-
Si tú crees en eso, nosotros te seguiremos fielmente, no lo dudes,
aunque tengamos que derramar hasta la última gota de nuestra sangre por el
príncipe. Hace mucho que le juramos lealtad, hasta el final de los días
-reconoció Siahl.
-
Así sea -Jha’al se puso de pie, tomó lo que quedaba en la copa, la
dejó con estrépito sobre la mesa y se marchó hacia las dependencias que les habían
prestado.
Siahl se quedó mirando como Jha’al se marchaba, fijó en su
espalda, hasta que todo el vino que se había bebido se le subió de golpe a su
cabeza. El veterano dejó caer su copa que rodó sobre la mesa, para irse al
suelo. Su cuerpo perdió estabilidad y se dobló recostándose sobre la mesa, para
terminar poniéndose a roncar como el resto de los allí dormidos.
Cuando Jha’al entró en las dependencias que compartía con
Bharazar, este ya dormía sobre uno de los catres. No había tenido tiempo de
quitarse ni una parte de la armadura antes de caer en el reino de los sueños.
Jha’al tomó una manta de un estante y la extendió sobre el cuerpo de Bharazar. Después
se hizo con una segunda, se dirigió a su catre, se sentó en el borde y luego se
tumbó, echándose por encima la manta. Miró por última vez a Bharazar que
respiraba plácidamente, antes de cerrar los ojos y quedarse completamente
dormido, ayudado por los lazos que el vino creaba.
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