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sábado, 29 de mayo de 2021

Aguas patrias (38)

Los botes cruzaron las distancias que les separaban de los barcos que eran sus presas y cuando se aproximaron a los cascos de estos, los marineros e infantes empezaron a ascender por las escalas como monos. Eugenio desde el alcázar no perdía ni un solo movimiento. Los oficiales y los marineros habían alcanzado las presas sin que en estas se escuchase una sola voz de alarma.

Pero tampoco parecía que en tierra se hubiesen percatado de la presencia de la Sirena. Con los primeros rayos del Sol por fin se escucharon detonaciones en las embarcaciones. Tal vez los defensores se habían dado cuenta de la presencia de los atacantes. Pero era tarde, pues Eugenio veía las cabezas de sus hombres, pululando por las cubiertas. 

-   ¡Señor, señor, movimiento en el puerto! -gritó el vigía.

Eugenio movió su catalejo para divisar el lejano puerto. Parecía que habían aparecido algunas almas, pero eran civiles. No le parecía ver ni oficiales de la armada o soldados de la guarnición. Señalaban con sus dedos la fragata y la bandera española. Pero ya poco podían hacer, el lobo se había metido en su corral. Eugenio no pudo evitar sonreír. 

-   Señor Vellaco, debemos proteger a los grupos de abordaje -indicó Eugenio-. Necesitamos movernos. Desplieguen las juanetes y las sobres. Quiero brigadas en algunos cañones. Si se acerca algún bote, la metralla les hará regresar a puerto. 

-   Sí capitán -asintió el piloto al tiempo que pasaba las órdenes del capitán a los marineros.

Los gavieros se encargaron que la fragata se moviese, lenta pero la acercó al puerto y se interpuso entre las presas y el muelle. Fue una medida obvia pero innecesaria, porque los isleños no se hicieron con botes para proteger las presas. Parecía que les habían pillado totalmente por sorpresa.

Eugenio vio como las cadenas de las anclas de los galeones ya se estaban izando, mientras que marineros ascendían por los obenques. Eso quería decir que Salazar y Romonés ya se habían hecho con las naves. También vio cómo tiraban algunos cuerpos por la borda. Serían parte de los tripulantes ingleses de los barcos. Para su sorpresa, los otros tenientes y el contramaestre estaban a la zaga de los primeros. 

-   Señor Vellaco, largue las gavias, llenenos de trapo -mandó Eugenio-. Señor García, señal de salida. Diga a los barcos aliados que se llenen de lona, hay que salir por patas. Nosotros abrimos la marcha.

Los dos oficiales asintieron con la cabeza. Eugenio revisó uno a uno las presas y después a la fortaleza James. Los habían engañado una vez, pero no iba a ocurrir dos veces. Justo cuando plegaba su catalejo le pareció que salía un humillo de la fortaleza. Estaban preparando unos regalitos para la fragata y el resto de los barcos. Iba a ordenar que sacasen los cañones de estribor, cuando una inmensa detonación llenó toda la bahía.

El resplandor de la explosión pareció tener la misma fuerza que el Sol, pero duró un instante. Lo que sí que fue poderoso fue el gran sonido que había producido. Por unos segundos Eugenio solo podía oír un silbido en sus oídos, que poco a poco se fue atenuando. Donde había estado el fuerte James, ahora había una inmensa nube de gris, que ni la brisa que venía de la isla, del sur era capaz de disipar. A su vez el agua calmada de la bahía se había llenado de ondas que se cortaban unas a otras, formadas por los trozos de piedra que habían caído por doquier. 

-   ¿Señor, está bien? -le repetía el piloto al oído. 

-   ¿Qué diantres ha sido eso, señor? -preguntaba el señor Torres, claramente aterrado. 

-   Maldita sea el capitán Menendez, se ha pasado con la maldita pólvora -dijo por fin Eugenio, cuando les empezó a escuchar mejor-. Había que inhabilitar la fortaleza, no reducirla a polvo.

El piloto y el guardiamarina siguieron el dedo con el que señalaba Eugenio la posición donde había estado el fuerte James, que por fin se podía distinguir un poco. Toda la muralla que daba al canal se había desmoronado y ahora se veían las tripas de la fortaleza. Un hueco negro y humeante de lo que habría sido el polvorín del fuerte. No se veían ni cañones, ni soldados ni nada. Solo fuego, humo y piedras fragmentadas. 

-   Sáquenos de aquí, señor Vellaco -ordenó Eugenio-. Ya no hay nadie que nos pueda importunar.

El piloto asintió y se puso manos a la obra. Los ingleses no solo iban a perder el cargamento de los galeones y los otros barcos, sino que se iban a quedar sin la protección del puerto.

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