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sábado, 22 de mayo de 2021

Aguas patrias (37)

Ya no les separaba de las rocas sobre las que se asentaba la fortaleza James ni una milla, por lo que era el momento crucial en el plan de Eugenio. 

-   Señor García, la señal secreta -ordenó Eugenio, sin girarse. 

-   A la orden -gritó el guardiamarina.

Los banderines que había colocado en la driza empezaron a ascender por el cielo, junto a la bandera británica, quedando a babor de la misma, para que los ojos que la observaban en la misma se percatasen de ella. Según lo que había leído en el libro de señales. A esos banderines, la fortaleza aliada debía responder subiendo y bajando la bandera del fuerte y ellos con un cañonazo. Tras lo que podría entrar en la bahía. Tras ello, debería disparar la andanada de saludo al gobernador de la isla. Trece cañonazos. Por ello, Eugenio volvió a desplegar su catalejo y se puso a observar la bandera de la fortaleza. Los segundos parecían minutos y la angustia, mezclada con el miedo perforaban el alma de Eugenio.

Pero por fin vio como la bandera descendía para ascender al momento. Eugenio sonrió al tiempo que ordenó disparar un cañón. La detonación llenó de ruido la bahía, no tanto por el propio cañón, sino por el sonido al golpear en los muros de la fortaleza, que los rebotó por todas partes. Eugenio se acercó a la banda de estribor y vio cómo los hombres de los grupos de abordaje descendían por el casco. Los botes estaban colocados junto a la fragata, con los remos recogidos. El cañonazo de la señal secreta había sido designado por Eugenio como la orden de descender a los botes. Los marineros e infantes salían por las portas de los cañones y por las ventanas de la galería de popa.

Volvió su atención a las paredes de la fortaleza y las bocas de los cañones. Todo estaba tranquilo, demasiado tal vez. Los había engañado o no. Pronto lo sabría. La fragata fue moviéndose, con tranquilidad por las aguas del canal. Cuando por fin dejaron atrás la fortaleza, Eugenio ordenó la salva de honor. Los cañones fueron disparando la carga de saludo, cañones solo con pólvora, una no muy buena, pero suficientemente útil para estos menesteres. La pólvora buena, de grano fino, Eugenio como muchos otros capitanes la conservaban para el combate.

Tal vez fue que aun era madrugada y que el Sol aún no había aparecido en su esplendor, pero en la ciudad no parecía que nadie estuviese interesado en la llegada de una fragata. Y eso era algo raro, ya que siempre que recalaba algún barco en un puerto, los ciudadanos, sobre todo de islas como esta, estaban ansiosos por conocer cosas de la metrópoli o de otras partes de las colonias. Pero el puerto estaba desierto y no se veían muchas almas por ninguna parte. 

-   Señor Vellaco, llevenos lo más cerca de las presas, que los hombres no tengan que remar demasiado -ordenó Eugenio al piloto, tras lo que miró a la cofa del mayor, donde había un vigía y varios infantes de marina cubiertos con abrigos-. ¿Ha salido algún bote del puerto? 

-   No, capitán -negó el vigía-. No hay movimientos en el puerto. Pero se ve algo. Hay cuerpos por las calles. 

-   ¿Cuerpos? -repitió Eugenio sorprendido, ya que eso era raro y preocupante-. Podría ser que la isla estuviera afectada por una enfermedad o algo parecido. 

-   Diría que borrachos, capitán -añadió el vigía que era un marinero experimentado.

Borrachos tirados por la calles, eso sí que era nuevo, pensó Eugenio, calculando si los que veía en las calles no serían los únicos. Si en las presas también había borrachos, las capturarían mejor.

Los siguientes minutos fueron tan angustiosos como los anteriores. La fragata se adentró en la bahía, acercándose al primer galeón. Eugenio calculaba con ayuda de su catalejo la distancia que les separaba de la primera embarcación y cuando vio que estaban en el punto idóneo se volvió hacia el piloto. 

-   Señor Vellaco, cuando lo vea bien, vire el barco a estribor, apuntando nuestros cañones al puerto -indicó Eugenio-. Señor García quite esa maldita bandera de mi barco. Muestre nuestra enseña -tras lo que sacó el cuerpo por la borda-. Señor Salazar, recuperé lo que es nuestro por derecho. Adelante, muchachos.

Un clamor se escuchó detrás de la fragata y los botes aparecieron de detrás, cruzando la estela de la fragata y remando con fuerza hacia las embarcaciones que se mecían pacíficas en la bahía. Si la caída de la bandera inglesa y su sustitución por la española, o el rápido viraje de la fragata, pudieran ser los detonantes para cambios en el estado de tranquilidad de la isla, Eugenio no notó absolutamente nada. Algo pasaba, pero seguía sin saber qué. Tal vez pronto se enteraría.

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