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martes, 25 de mayo de 2021

El dilema (77)

Durante la noche, los soldados rindieron el último adiós a sus compañeros muertos. Aunque no tenían todos los cadáveres, muchos se habían perdido por el camino. Ninguno quería saber lo que los salvajes podían haber hecho con ellos, pero las historias de que comían la carne de los muertos ya se había extendido por toda la fortaleza. Para muchos, la sola idea del canibalismo les llegaba hasta los tuétanos, como una descarga. Pero para Alvho o Asbhul, estaban contentos de que esa historia se hubiese corrido como un torrente sin presas que lo contuviera. Los soldados lucharían con mayor denuedo en la batalla que se estaba empezando a ver cerca. Nadie quería que su cadáver fuera profanado antes de convertirse en cenizas sagradas.

Alvho estaba junto a Aibber, sus hombres, el tharn Asbhul, y los therk que habían sobrevivido a la marcha de regreso. Todos rodeaban la pira ardiente donde el cuerpo de Shelvo se reducía a la nada. Alvho fue el último que se quedó, como miembro de la familia de Shelvo debía encargarse de apagar los rescoldos y tomar las cenizas. Lo habitual era llevarlas con los parientes o en el lugar donde se honraba a los antepasados, pero Alvho estaba seguro de que no había nada de eso. Ya había aceptado la petición de Asbhul, que había sido muy generosa. El tharn se encargaría que un druida le ayudase a seguir su camino al otro lado, en el altar familiar del tharn. Asbhul había asegurado que para él Shelvo era como un tío querido. Cuando regresasen a Thymok harían la ceremonia.

Una vez que recogió la mayor parte de las cenizas, aquellas que servirían para el ritual, y las llevase a la tienda de Asbhul en una urna de madera cuadrangular, que Dhannar le había fabricado con lo que tenía en su mesa de trabajo. La verdad es que el ingeniero había hecho una verdadera obra de arte, el propio Asbhul le había elogiado por ello, le había equiparado a los artesanos que llenaban el gran palacio de Ordhin de muebles. Dhannar había aceptado los cumplidos sin saber exactamente con que le asemejaban.

Tras aligerar su cuerpo de la urna, Alvho empezó uno de sus paseos que le llevaron a acercarse a los establos cercanos a la fortificación del puente. Estaba en todo en silencio, pero los relinchos de los caballos, le indicaron que algo había mal. Entró con sigilo en el establo y pronto dio con una conversación en susurros, que se asemejaba al ulular del viento.

En una de las cuadras, vacía de caballos, había tres figuras. Una de ellas mantenía su cabeza protegida por una capucha, las otras dos no. Por ello, no tuvo problemas para reconocerlos. Uno era Attay, el líder del gremio en Thymok y su compañero, el joven asesino que había intentado atacarle en la ciudad. Desgraciadamente no podía acercarse más, por lo que el encapuchado seguiría en el anonimato. Pero desde esa distancia si podía escucharles, por bajo que hablasen. 

-   Esto no es profesional -dijo Attay-. Nuestros clientes se están impacientando. El druida debía estar muerto antes de haber acabado aquí. Ahora se ha hecho muy poderoso. Será más difícil acercarse a él. 

-   Es su culpa -aseguró el asesino joven, señalando a la figura encapuchada-. No me permite hacerlo. 

-   Los clientes van a cancelar el asunto y pasar a otros métodos -indicó Attay-. Esto hará caer nuestra reputación y si eso ocurre, los dos lo vais a pasar muy mal -justo miró a donde estaría la cara del encapuchado-. Y no me das miedo. No he llegado a esta edad temiendo a las esquinas. Matadle de una maldita vez. 

-   Una flecha perdida en la batalla es una forma muy fácil de morir -se jactó el joven. 

-   No quiero saber lo que vais a hacer, pero hacedlo -negó Attay-. Sino la próxima vez no seré tan piadoso.

El anciano se marchó, pero cuando llegó al punto donde había estado Alvho, allí no encontró a nadie. Alvho ya le esperaba en las sombras, listo para seguir al anciano. Hacía tiempo que quería tener unas palabras con él. Ahora se había presentado la oportunidad idónea. En Thymok había demasiados lugares para esconderse, pero en la fortaleza no.

Attay no parecía preocuparse de que alguien le siguiera o si alguien lo hacía sabía demasiado bien cómo defenderse. Dado que su camino le llevó hasta el puerto desierto donde atracaban las barcazas de suministros y construcción, que ahora por culpa del río embravecido estaba vacío, Alvho estaba seguro que sabía que le seguían. 

-   Pensaba que serías el niñato ese que creía haber visto un punto de flaqueza en mis palabras -dijo Attay como saludo a Alvho cuando se detuvo en seco y se volvió a ver a su perseguidor-. Pero en cambio me encuentro con otro de mis hermanos, otro que lleva demasiado ocioso. O peor, nos ha traicionado. 

-   ¿Yo, hermano tuyo? Creo que tú y yo no somos nada -ironizó Alvho, estudiando a Attay. 

-   En ese caso nos has abandonado o por lo menos la carrera por la pieza real -siguió hablando Attay, como si le importase poco lo que diera Alvho.- Aunque parece que tu suerte ha derivado por otros caminos. Un miembro del clan Asdunnal, eso sí que es prosperar. 

-   Puede ser, aunque ahora que te veo, me gustaría que me contases una cosilla -admitió Alvho-. Una cosa sencilla. ¿Quién ordenó la muerte del druida Ulmay? 

-   Si ya no eres un hermano, ya no tienes derecho a saber nada -negó Attay, manteniendo la mirada fija en Alvho, retándole.

Los dos hombres se observaban mutuamente, con las miradas fijas, agresivas. Ambos reflexionaban sobre lo que iba a ocurrir, donde uno de los dos tendría que mover ficha.

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