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martes, 22 de marzo de 2022

Falsas visiones (8)

Eran cuatro hombres de piel oscura, vestían armaduras de placas pequeñas unidas unas con otras. El padre de Rufo le había hablado alguna vez de esas armaduras de escamas. Eran muy usadas por los hombres del este del imperio. Podrían ser mercenarios partos o tal vez persas. Rufo les echó un mejor ojo. Lo que les hacía diferentes a los soldados partos eran los cascos. No eran los cónicos que usaban los hombres del este. Estos eran más parecidos a los de los bárbaros del norte. Por debajo de las armaduras le pareció adivinar unas telas de colores, lo que les daba otro aspecto. Sus cabalgaduras eran bestias parecidas a Fortis, lo que decía que su señor era un hombre rico o con el suficiente oro.

Al igual que Rufo y Varo portaban unas largas lanzas, aunque sus hojas tenían forma de corazón, mientras que las de ellos eran como las de las flechas, pero de mayor tamaño. En los costados de los caballos colgaban carcaj en los que se podían observar bastantes astiles emplumados. Los arcos estaban colocados en las grupas.

Al igual que Rufo no les quitaba la vista de encima, los cuatro jinetes tampoco apartaban sus miradas de los dos soldados romanos que se habían colocado en su espalda. Rufo no era capaz de precisar sus edades, ya que todos llevaban espesas barbas negras, que junto a los cascos, con protecciones para ojos y nariz, dejaban ver poco de los rostros. 

-   No les gusta que les observen tan fijamente, amigo -dijo un hombre, el cochero del último carro-. Piensan que les estáis intentando retar. 

-   No tenemos tal intención, amigo -indicó Rufo, que pasó su mirada al conductor, que había sacado la cabeza y les miraba-. No queremos líos, solo llevamos la misma dirección y ritmo. 

-   Seguro, pero será mejor que hables con nuestro jefe, estos no son muy habladores -advirtió el conductor, que se volvió al jinete más cercano y le silbó-. Son auxiliares del ejército. Mejor no te pongas violento. Avisa al jefe.

El jinete lanzó una especie de gruñido, pareció que iba a atacar al conductor con su lanza, pero al final dijo algo a sus compañeros en un idioma que Rufo desconocía y espoleó su caballo, adelantando los carros. Desapareció de la vista de Rufo cuando cruzó por delante de uno de los carros. Al poco, regresó con otros dos jinetes. Por la apariencia eran romanos o por lo menos de alguna parte civilizada del imperio. Era un hombre de pelo cano, grisáceo, con un barba corta, pero cuidada. Llevaba una capa gruesa de piel de oso negro y debajo una serie de túnicas puestas una sobre otra. En sus dedos había una buena cantidad de anillos. En los pies unas botas altas. La otra persona parecía una muchacha, de pelo castaño recogido en una trenza. Vestía de parecida forma al hombre. Tras ellos regresaba el mercenario. 

-   Salve -saludó el hombre, levantando una mano-. ¿En qué podemos ayudar al ejército? 

-   Saludos, ciudadano -dijo Rufo-. En si no necesitamos nada, a excepción de que nos podamos unir a vuestra cola. Son tiempos inestables. Viajamos a Legio y al ver vuestra caravana, nos hemos acercado. Pero si no os complace seguiremos adelante. 

-   En verdad, soldado, los tiempos en que vivimos son inestables -murmuró el hombre, que sin duda estaba haciendo un cálculo de los pros y los contras de que les acompañasen dos soldados, si es que en verdad lo eran. Pero por la media sonrisa que apareció en el rostro del hombre, parecía más interesado en seguir contando con su presencia, que su ausencia-. No veo problema en contar con vuestra compañía. Nosotros también viajamos a Legio, tengo bienes que vender allí. 

-   En ese caso todos hemos tenido la suerte de encontrarnos aquí -aseguró Rufo-. O más bien han sido los dioses quienes han querido este encuentro. 

-   Puede ser -asintió el hombre-. Bueno, por favor, seguidme. Y vosotros volved a vuestros puestos.

Los mercenarios espolearon sus caballos y se dispersaron por entre los carros. Rufo y Varo siguieron al hombre y la muchacha, hasta alcanzar un punto entre los carros, donde había un carruaje. Tanto el hombre como la muchacha saltaron al interior de la caja del carruaje con una agilidad impresionante. Los caballos siguieron al paso y al final los tomaron de las riendas unos hombres que descendieron de otros carros. Rufo acercó su montura a la portezuela abierta, para ver que dentro había una infinidad de cojines tapizando el suelo y una bandeja con unos panecillos. 

-   Me llamo Licinio Spartex -se presentó el hombre, que se había sentado sobre los cojines, doblando las piernas-. Se puede decir que esta es mi caravana. Aunque en verdad son carros. 

-   Yo soy Aulo Livio Rufo y mi compañero Lucio Germino Varo -dijo Rufo, señalando a Varo. 

-   ¡Hum! Rufo y Varo, entonces -indicó Spartex-. Me gustan los romanos con sus tres nombres. Usaré los familiares, ya que aunque no somos amigos, espero que lo seamos pronto. En mi caso con Spartex me basta. No soy romano. Nací en la provincia de Egipto. Ella es Lutenia, mi hija.

Rufo bajó ligeramente la cabeza, mostrando su cortesía y respeto a la muchacha. El gesto pareció divertir a ambos, porque se rieron un rato. Sin duda tanto Spartex como su hija eran dos individuos curiosos. Pero Rufo creía que era más seguro para ellos cabalgar en un grupo más grande. Si los estaban siguiendo, este mercader podía ser de ayuda en su supervivencia. Además creía que no serían tan tontos como para atacar a los mercaderes de la calzada, un hecho que provocaría que las legiones fueran advertidas por sus acciones violentas.

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