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sábado, 26 de marzo de 2022

Aguas patrias (81)

Fueron las campanas que anunciaban las ocho de la mañana las que despertaron a Eugenio. Aunque en parte tal vez también fueron los gritos del condestable, el contramaestre y todos sus ayudantes, moviendo a los marineros para que se pusieran a limpiar la fragata. También ayudó que uno de sus guardiamarinas, uno de los jóvenes que habían llegado para llenar el cupo de estos, un muchachito de trece años, un poco enclenque, pero que era hijo de un capitán del puesto de La Habana y que claramente había tenido que aceptar, pues hubiera sido una descortesía con un compañero de más antigüedad. Creía recordar que se llamaba Juan, Juan de Regollos. Este chico era un poco especial, pues su voz no había cambiado y era aún muy infantil, casi angelical. Y había sido esa voz que había escuchado, ligeramente aflautada, avisar que en el castillo había aparecido el número de la fragata. Eso solo podía significar que el gobernador estaba citando al capitán a su presencia.

Cuando Eugenio se dejó caer del coy, notó que necesitaba un buen café, porque tenía la cabeza embotada. Rememoró que había bebido tal vez demasiado con los otros capitanes y chasqueó la lengua como gesto de autocrítica por su falta de moderación con oficiales inferiores. Pero ya estaba hecho, así que era una tontería mortificarse por ello, sería una buena lección para el futuro.

Iba a llamar a su ayudante cuando se dio cuenta que este llegaba con una taza humeante, unos panecillos y torreznos. 

-   Estamos cepillando su uniforme de gala, capitán -dijo el hombre-. Vaya desayunando y se lo traigo ahora para que se vista. Hay algo de agua en la jofaina. 

-   Gracias -se limitó a decir Eugenio, a la vez que se quitaba la camisola que usaba para dormir y que no recordaba cuando se la había puesto. Pero seguro que su ayudante le había echado una mano la noche anterior.

Eugenio se lavó sobre la jofaina con el agua que había traído su ayudante y una pastilla de jabón. Una vez que se notó limpió tomó varios torreznos y los metió en uno de los panecillos y empezó a comérselos, a la vez que bebía el café caliente. Cuando estaba apurando su desayuno, llegó su ayudante con el uniforme. Sin duda lo habían cepillado, sacado brillo a los dorados y a la espada de gala. También tenía una camisa limpia, blanca como la nieve. 

-   ¿No pensará tocar la camisa con esas manos llenas de grasa, señor? -inquirió el ayudante, cuando Eugenio alargó la mano para tomar la camisa.

Eugenio se miró las manos y se acercó a la jofaina para lavárselas. Cualquier marinero que le hubiera hablado así al capitán en cualquier parte del barco le hubiera valido un buen escarmiento. Pero el ayudante de un capitán podía usar algunas palabras ariscas o faltas de cortesía, pues en el fondo de las mentes de los capitanes, eran como sus madres. Se encargaban de vestirles y de alimentarles. Y tenían el grado de confianza de dar severas reprimendas a los capitanes que intentaban echar por tierra su trabajo, que no era otro que hacer que el capitán estuviera lo mejor presentable posible. Esto era así porque la imagen del capitán solía estar ligada a la del propio navío.

Para cuando Eugenio se había cambiado de calzones y se había puesto la camisa, llegó el guardiamarina de Regollos con su informe. Había tardado lo que el teniente Romonés hubiera establecido para dar tiempo a su capitán a estar presentable para uno de sus oficiales. Porque estaba seguro que el mensaje lo habían descifrado mucho antes. 

-   Mensaje del gobernador, señor -dijo Juan con su voz infantil-. El capitán debe presentarse lo antes posible en el palacio, señor. 

-   Bien, señor de Regollos -afirmó Eugenio, dándose por enterado. 

-   El señor Romonés me ha indicado que le informe que se han llamado a todos los capitanes de la armada con barcos fondeados en la bahía a excepción del de la Santa Cristina, señor -añadió Juan. 

-   Gracias, señor de Regollos, indíquele al señor Romonés que he recibido la información y que en breve subiré a la cubierta. Que se prepare mi faúa -indicó Eugenio-. Puede retirarse, señor de Regollos. 

-   Sí, capitán -asintió Juan, tras lo que dio un taconazo y se marchó.

Eugenio pensó que podrían hacer un buen oficial de ese joven, pero tenían que fortalecer su cuerpo. Pero había algo que le había inquietado de las noticias. La ausencia de la llamada al capitán Trinquez. Por lo que le había indicado don Rafael, la supuesta indisposición de Amador había sido por beber más de lo debido y lo de la caída eran las paparruchas inventadas por sus enemigos, como Juan Manuel. Habría pasado otra vez, se habría emborrachado otra vez. Pronto lo sabría. Tenía que terminar de vestirse.

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