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sábado, 14 de noviembre de 2020

Aguas patrias (10)

La curiosa escuadra había llegado a última hora de la tarde a cuatro jornadas de la batalla. Aun el Vera Cruz tenía que tirar de la Syren, aunque esta había conseguido colocar algunas vergas y lona para hacer algo de avante, de forma que ambas naves podían moverse más rápido. Desde la fortaleza de la punta del Morro les recibieron con salvas y disparos de cañón que fueron devueltos por el Vera Cruz, como correspondía.

Tras ellos, el resto de fragatas y barcos fueron entrando en sucesión. A excepción de la Syren, el resto de barcos fondearon en la bahía. La Syren fue llevaba a los muelles del astillero, pues pronto tendría que recibir sus cuidados, sobre todo para colocar tres nuevos palos, conseguir nuevas vergas, limpiar los fondos, cambiar el lastre de la sentina y otros tantos menesteres que requería. Eugenio siguió en el alcázar de la Syren en todo momento y se quedaría allí hasta que don Rafael indicase otra cosa. Las últimas señales del Vera Cruz le dan la orden de poner la fragata en forma para hacerse a la mar lo antes posible. Eso quería decir que don Rafael se encargaría de hacer lo necesario para que la Syren pasase a ser una de las naves de la armada.

Eugenio, en cuanto se hizo de día, desembarcó en el muelle del astillero y se fue a buscar al encargado. Le hizo partícipe de las órdenes del comodoro sobre las reparaciones de la fragata. El encargado al principio parecía reacio a ayudarle, pero cuando Eugenio le habló de que tendría que informar de su negativa al comodoro y al gobernador, se desinfló y empezó a evaluar los daños que Eugenio le estaba dictando.

Lo primero que decidieron hacer fue mandar traer las grúas, para reemplazar los palos machos. Necesitaban los tres nuevos, uno por el perdido y los otros por si acaso. Después habría que ver que vergas habría que reponer, así como la lona y los cabos. Eugenio y el encargado fueron de un pañol tras otro, haciendo un recuento de lo que había y lo que no. La suerte es que la mayoría de la lona era nueva y el pañol tenía bastantes suministros. Lo mismo pasaba con la pólvora y los cabos. Había suficiente para reponer los perdidos en la batalla. También los carpinteros tendrían que arreglar el casco, ya que había bastantes agujeros entre las portas, en algún caso hasta se habían unido varias de ellas. Y ahí se encontraba el siguiente problema, los cañones. Se habían perdido algunos de ellos, y la mayoría habían sido desmontados, por lo que sus armones estaban destrozados. Habría que construir nuevos.

Al final, el encargado puso a varias cuadrillas de sus carpinteros a ayudar a los carpinteros del Vera Cruz. Había mucho que hacer. Los marineros del trozo de presa también se pusieron manos a la obra. El encargado se fue tras varias horas hablando con Eugenio. Tenía que encontrar los recambios de los palos machos. En la península eso hubiera sido más fácil, pero en el caribe, era más difícil encontrar árboles tan altos, pero el encargado aseguró que los encontraría, por su honor. 

-    Teniente, digo capitán Casas, el Vera Cruz ha enviado mensaje -anunció Lucas Ortegana, que había sido transferido a la Syren para ayudar a Eugenio-. “Capitán, preséntese a bordo para hablar con comodoro”.

-    Bien -dijo Eugenio, al tiempo que usaba su catalejo para comprobar el mensaje-. Señor Ortegana, que los marineros sigan con las reparaciones. Llamen a una falúa del puerto. 

-    Sí, capitán -asintió Lucas Ortegana.

Las falúas estaban a la vista, moviéndose por la bahía, a la espera de que algún barco requiriese sus servicios. Una de ellas había visto las señales del Vera Cruz y había sido la primera en acercarse a la Syren. Por lo que fue la que respondió a la llamada del joven Ortegana. Eugenio bajo por el costado al poco de que el timonel de la falúa colocó el bichero sobre el casco, ante la mirada indignada de uno de los marineros, que murmuró que le iba a levantar la pintura. Según Eugenio estuvo a bordo, dijo el nombre del navío y la falúa salió disparada hacia el Vera Cruz, por las pacíficas aguas de la bahía. Eugenio, sentado junto al timonel y patrón, echaba pequeñas miradas a la Syren y su desastroso estado. Esperaba darle buenas noticias a don Rafael. Cuando la falúa estaba más cerca del Vera Cruz, Eugenio se dio cuenta que la Santa Ana no estaba fondeada con las otras, más bien, ni estaba en la bahía. Eso quería decir que don Rafael la había mandado a hacer una descubierta. O tal vez quisiese ver que hacían los ingleses en Port Royale.

La falúa se colocó junto al Vera Cruz y gritó el nombre de Syren. Entonces el oficial de guardia le dio permiso para engancharse al casco. Eugenio subió por el costado con tanta familiaridad, como cuando había subido por primera vez, en la Habana. En la cubierta le esperaba el teniente Heredia, sonriente. 

-    El comodoro le espera, capitán -dijo Heredia, con alegría, pues ahora y siempre que Eugenio se quedase al mando de la Syren, él se había convertido en el primer teniente del Vera Cruz. 

-    Gracias, teniente -agradeció Eugenio y se fue a la escotilla para dirigirse a los aposentos de don Rafael.

Se cruzó con varios marineros que le saludaron con mayor respeto que cuando era un simple teniente.

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