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sábado, 21 de noviembre de 2020

El reverso de la verdad (1)

Pasó la mano por el espejo del cuarto de baño. Estaba completamente empañado, pues se había duchado con el agua muy caliente. No recordaba cuándo se había metido en la ducha, pero el agua caliente le había sentado bien. Pero aun así había salido, pues tenía alguien que ver. Se miró por primera vez la cara al espejo. Tenía unas profundas ojeras, lo que le decía que en las últimas épocas de su vida se había desatendido bastante. Aunque igual lo que más dejaba claro esa realidad era la tupida barba canosa que ocupaba todo su rostro. Se le presentaba un duro y largo trabajo el de domar sus largos y rebeldes mechones, y después de demorarse bajo el agua, decidió que lo mejor era unos cortes rápidos para dar una ligera uniformidad y luego ya vería.

Mientras cortaba aquí y allí, el vaho se empezó a disipar y pudo ver poco a poco su cuerpo desnudo. Estaba blanco, ya que en los últimos meses no había salido mucho de casa. Pero lo que más le dolía era ver la cicatriz que le recorría el costado izquierdo, sonrosada aún. Pues el Sol no se había cebado en ella aún. Sus ojos la vieron y en quejido de dolor salió de su boca, no porque le sintiera nada, sino por lo que provocaba en su corazón y los recuerdos que evocaba.

Cuando creyó que la barba estaba lo suficientemente bien, terminó de secarse, salió del cuarto de baño y se dirigió a su habitación. Recorrió el lúgubre pasillo, sin miedo de que nadie pudiera ver sus vergüenzas, pues en esa casa con las cortinas echadas y las persianas a medio punto estaba totalmente solo. Mientras andaba en silencio, solo el anillo de oro en su dedo anular le vestía. En su habitación se puso ropa limpia, un pantalón vaquero azul, una camisa de rayas blancas y azules verticales, un jersey gris, delgado, y para los pies unos zapatos de ante marrón, de cordones.

El dormitorio parecía limpio, pero en unos estantes había varios portaretratos tirados, pues ya no podía ver las fotografías que contenían, era demasiado para él. Fue a abrir una de las puertas de los armarios empotrados, pero su mano se quedó en el aire. Detrás de la puerta estaban sus chaquetas de entretiempo, pero también había otros abrigos. Cogió aire, armándose de valor y abrió el armario. No pudo evitar que sus ojos se posaran en los abrigos y chaquetas de mujer que había en la parte izquierda, pero centró todo su afán en tomar un blazer azul marino, tras lo que cerró el armario lo más rápido que pudo.

Con la chaqueta en la mano, se dirigió a su estudio y allí, buscó su portátil, una versión más pequeña que las habituales de la gente, pero que le venía mejor para cuando tenía que ir a ver a un cliente o estaba de viaje. Aunque hacía meses que no trabajaba. No había tenido problema porque tenía mucho dinero y porque era un freelance, por lo que él era su propia empresa. Además en su cuenta corriente seguía entrando dinero, a causa de lo otro. Un negocio del que ya no quería hablar, pero seguía siendo el dueño, porque no quería cerrarlo, era lo que ella había querido más después de él. Siempre que pensaba en quitarse de en medio y vender su participación, miraba su anillo de oro y algo en su cabeza le decía que no era el momento.

Metió el portátil en una funda, tomó su cartera, el móvil, sus llaves y se dirigió hacia la puerta, retirando la cancela, abriéndola y saliendo al descansillo. Cerró la puerta, dando las cuatro vueltas y empezó a bajar por la escalera, esperando no encontrar a ninguno de los vecinos, que sin duda se habrían metido en sus asuntos, seguramente algunos por preocupación, pero otros más por sus ganas de saber cotilleos. Ya en la calle, empezó a andar, a paso ligero, pues había mirado su reloj e iba a llegar tarde a la cita. Aunque se rió por dentro, la persona a la que iba a ver no solía ser la más puntual del mundo, lo más seguro es que él tuviera que esperar. De todas formas, había quedado en un local cercano, a diez minutos de su vivienda.

Por la calle, se saludó con algunos conocidos del barrio, que gracias a su barba se volvían porque no habían sido capaces de reconocerle. Cuando llegó al lugar de la cita, un bar modesto, se sentó en la terraza y esperó a que un camarero se acercara. Pidió un café solo y sacó su móvil para ver si iba en hora. Eran un par de minutos antes de la hora que había decidido con la persona que había quedado. El camarero regresó con una taza humeante que dejó sobre la mesa de metal.

Desde su silla, podía ver como pasaban los peatones de la calle, así como los coches. Uno tras otro se seguían. Unos se paraban cuando un cercano semáforo se ponía en rojo. El fluir de las máquinas y las personas siempre le había fascinado. Como el destino o la situación mantenía ese curioso juego en las calles. Solía fantasear con quien era cada uno de las personas que se cruzaba y que es lo que iba a hacer. Ese juego lo había perpetrado en muchas ocasiones con ella, pero ahora que ya no estaba le parecía falto de gracia o divertimento. Como un recuerdo de los tiempos mejores o solo para pasar el rato hasta que llegase a quien esperaba, se contentó con simularlo.

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