El zarandeo de una mano es lo que despertó el sueño del joven que permanecía tumbado en la cama. Un hombre de mediana edad, vestido con un túnica simple, de color parda, ajustada en la cintura con un grueso cinturón de cuero negro, medio agachado sobre el joven, que se movió entre las sábanas, limpias y blancas.
- Mi señor Rufo, mi señor Rufo -llamó el hombre de la túnica, mientras sus brazos gruesos, musculosos y velludos movían el cuerpo.
- ¿Qué pasa, Marco? -dijo el joven, retirando las sábanas a la vez que miraba que las contraventanas permanecían cerradas y no veía el Sol por las rendijas. Marco había dejado una vela en una de las mesas cercanas, iluminando la habitación.
- Vuestro padre requiere vuestra presencia, inmediatamente -contestó Marco, manteniendo el rostro inescrutable.
Marco, al igual que su padre, había sido
soldado. Cuando su padre se había retirado de las legiones, se había llevado
con él a varios de sus hombres. Macro había sido su portaestandarte y ahora su
capataz. Y si su padre le había llamado y había enviado a Marco para ello, es
que era importante.
De un salto, se levantó. Estaba
completamente desnudo, cruzó la habitación hasta una mesa, donde había una
jarra de agua y una jofaina de madera. Vertió el agua necesaria para quitarse
el sudor que se hubiera producido durante el sueño. Con un paño se secó y
volvió a cruzar el dormitorio, para tomar de un armario una túnica. La prenda
era de mejor calidad que la que usaba Marco, pero no mucho más. El cuerpo de
Rufo era fibroso, fuerte, pero no tenía los músculos prominentes de Marco. Rufo
había comenzado a entrenarse al cumplir los doce años, bajo la asistencia de
Atello, otro de los camaradas de su padre. Rufo nunca había comprendido porque
su progenitor se había empeñado en que él, su hijo, aprendiese a luchar como un
legionario, ya que dudaba que jamás sirviese en las legiones. Ellos ahora eran
unos terratenientes, cultivaban las tierras que su padre había recibido del
emperador por sus logros en las guerras de Roma.
Y la vida en la hacienda era pacífica y
muy sencilla. Una cosa que a Rufo le gustaba. Lo único que echaba de menos era
a su madre, que había muerto cuando él cumplió los dos años. De ella había
heredado sus ojos verdes, su cabello rojizo y una mente despierta. Esto último
era algo que aseguraba su padre, porque él no se acordaba casi nada de ella.
Rufo, al ver el rostro inquieto de Marco,
se vistió con rapidez y se calzó unas botas más recias que las sandalias
habituales. Una vez listo, Marco abrió la marcha. Solo tenían que recorrer un
pequeño pasillo para llegar al peristilo y recorrer uno de sus laterales con
arcos. Al otro lado de ese lateral estaba la sala que servía de despacho de su
padre. Mientras andaban con rapidez sobre las losas del suelo, se cruzaron con
varios siervos y esclavos. Al echar un ojo al peristilo, pudo ver que el cielo
era aún nocturno. El haber sido llamado durante la noche le puso nervioso a
Rufo.
Marco golpeó la puerta del despacho de su padre y abrió sin que se escuchase la voz de este. Rufo le siguió. Para sorpresa de Rufo, su padre estaba de pie, mientras Atello le ayudaba a ponerse su antigua armadura. Algo había pasado, algo de importancia, por las caras serias de su padre y Atello.
- Rufo, debes marchar en breve, según estés listo, a Legio -habló su padre, según Marco cerró la puerta-. Debes llevarle un mensaje a tu tío Arvino.
- ¿Qué ocurre, padre? -preguntó Rufo, serio.
- He recibido un mensaje de Scapula, los cántabros se han declarado libres de Roma o algo parecido -indicó su padre-. No ha podido más que mandar una tablilla escrita con prisa. Pero está nervioso. No me ha dado más detalles. Debo prepararme para defender la villa y las gentes que aquí moran. Pero también debería avisar al legado de Asturica Augusta. Desgraciadamente, la situación es muy rara, tras la marcha de Galba. Por ello, lo mejor es mandar mensaje a mi hermano. ¿Lo entiendes?
- Sí, padre -asintió Rufo, pero una duda le vino a la mente, y como su padre siempre le decía que no había que guardarlas, se la hizo-. ¿Por qué yo? ¿Podrías mandar a Marco o a Atello?
- Sí, pero tu tío verá el grado de peligro si te envío a ti -afirmó su padre, con ese rostro que indicaba que ya no había más preguntas o debates-. ¿Marco, quién debería acompañar a Rufo?
- Creo que lo mejor es que sea Varo -respondió Marco.
- ¿Estás de acuerdo, Atello? -quiso saber su padre. El nombrado se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento-. Bien, Marco, acompaña a los jóvenes a la armería y que se preparen para el viaje. Que les preparen suministros y nuestros mejores caballos. Terminó el mensaje para mi hermano y entonces, Rufo, debéis partir.
- Sí padre -asintió Rufo, tras lo que se marchó del despacho con Marco.
Marco con Rufo a unos pasos de distancia dejaron el despacho de su padre, en dirección a la armería, una sala que siempre había embelesado a Rufo, pero que pocas veces su padre o sus capataces le habían permitido entrar. Marco hizo llamar a Varo, un joven un año mayor que Rufo, pero compañero de fatigas y de las enseñanzas de Atello, por lo que eran ambos amigos.
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