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sábado, 19 de febrero de 2022

Aguas patrias (76)

Los siguientes minutos, Eugenio y Teresa se los permitieron para observarse los ojos hasta que cada uno fue capaz de reconocer cada mancha o cambio en el tono del color. Sin duda, ambos estaban absortos en sus pensamientos y en cuál debía ser el siguiente paso que debían dar. Solo Lucia parecía estar divirtiéndose por la falta de iniciativa de ambos jóvenes. 

-   Señorita Teresa -intervino Lucia con un aire de superioridad-. Tal vez el capitán deba ir a hablar con su padre. 

-   ¡Eh, sí, sí! -reaccionó Teresa regresando a la realidad de golpe. 

-   Diría que el capitán necesita pedirle su mano, ¿no cree? -Lucia siguió llevando la conversación-. Dudo que el amo se niegue ante tan buen partido, ¿no cree? 

-   Sin duda, Teresa -asintió Eugenio que se olvidó de la fórmula respetuosa, ya que parecía estar totalmente desbordado por la situación-. Es hora de ir regresando a casa. 

-   Pero no hemos llegado a la catedral -indicó Teresa, que al igual que el capitán estaba desorientada por cómo se estaba desarrollando todo. 

-   Señorita, creo que ya vendrán pronto a la catedral para otra cosa -dijo Lucia con cierta sorna.

Teresa y Eugenio asintieron con la cabeza y se dieron la vuelta, para iniciar el regreso hacia la casa donde residía don Bartolomé. El regreso fue totalmente silencioso, solo rotó por los sonidos de los que les rodeaban. La hora de la siesta había pasado ya hacía mucho y los residentes estaban volviendo a salir, a moverse y a vivir. También empezaba a acercarse la noche y eso quería decir que pronto cambiarían totalmente las personas que habría por las calles. Los trabajadores cerrarían sus tiendas y talleres, algunos regresando junto a sus familias y otros irían a las tabernas a descansar un rato. Los marineros que aún tuvieran algo de oro y los soldados que terminasen las guardias acabarían encontrándose. Si las cosas pasaban como siempre, lo más seguro es que bebieran demasiado y al final hubiera algún altercado. Era el pan de cada noche en una ciudad portuaria como Santiago.

Cuando regresaron a la vivienda de don Bartolomé, Esteban le indicó a Eugenio que el señor y su invitado estaban en la terraza, por lo que Eugenio se despidió de Teresa y se dirigió hacia allá. Encontró a los dos hombres, sentados en unos sillones, que parecían bastante cómodos, fumando de sendos puros y con unas copas de coñac aún sin terminar en una mesilla entre ambos sillones. 

-   Han vuelto pronto, capitán -indicó como saludo don Bartolomé cuando vio aparecer a Eugenio en su rango de visión-. ¿No le habrá pasado nada a mi Teresa? 

-   No, don Bartolomé, Teresa está perfectamente -contestó Eugenio.

Don Rafael, que parecía menos afectado por el licor que su amigo, se removió en su sillón. No se le había escapado ese “Teresa” que había pronunciado su protegido. Su rostro se iluminó con una sonrisilla. La palabra llevaba cargada mucho afecto, dicha sin los apelativos de respeto. Ya no podía equivocarse, Eugenio se había sincerado con su ahijada y sin duda, ahora iba a dar ese paso que todos los enamorados debían dar. 

-   Bien, capitán, eso está bien -se alegró don Bartolomé, cuyas sílabas se alargaban ligeramente, debido seguramente a todo el alcohol que había ingerido hasta ese momento-. No sé si sabe, pero mi Teresa es un poco alocada. En ocasiones se ha acercado demasiado al peligro. 

-   Supongo, don Bartolomé que un poco de locura está bien en la vida -señaló Eugenio-. Si los marinos no tuviéramos una pizca de locos no nos podríamos lanzar a la batalla como lo hacemos, ¿no cree? 

-   Sí, sí, claro -asintió don Bartolomé-. Pero usted es un hombre y ella, bueno, es una jovencita. Bueno, yo siempre la he animado para que no se acobarde ante la vida. Pero tampoco, bueno… yo… ¿Han llegado hasta la catedral?

Don Bartolomé tuvo que cambiar de dirección en la conversación, porque vio que se estaba empantanando sin sentido en una conversación tonta. Además había mirado de reojo a don Rafael y este parecía divertido con el entuerto en el que se estaba metiendo de cabeza él solo. Mejor cambiar a otra cosa y mejor. 

-   No, nos hemos dado la vuelta antes -reconoció Eugenio, que había aguantado la respiración ante el derrotero al que iba don Bartolomé y no sabía cómo el hombre iba a salir airoso de ello. 

-   ¡Oh, qué pena! -murmuró don Bartolomé, que seguía intrigado por lo tenso que parecía Eugenio y lo divertido, don Rafael. 

-   Bartolomé creo que el capitán quiere hablarte de algo -intervino don Rafael, que empezaba a pensar que Eugenio no iba a ser capaz de decirle lo que quería a su amigo. 

-   Capitán, yo no muerdo, jejeje -aseguró don Bartolomé, riéndose de sus propias palabras-. Puede decirme lo que quiera. 

-    He venido a pedirle la mano de su hija Teresa -dejó caer Eugenio, como quitándose un peso que le oprimía el pecho.

Don Bartolomé se le quedó mirando, abriendo la boca, separando los dedos, por lo que se le cayó encima el puro. Los ojos denotaban una total sorpresa sobre lo que acababa de oír.

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