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sábado, 19 de junio de 2021

Aguas patrias (41)

Tras la visita del capitán Menendez, los tenientes de la Sirena fueron visitando el camarote del capitán. Para facilitarles la llegada, Eugenio había ordenado reducir la cantidad de velamen de la escuadra y por ello, recorrían el mar a menor velocidad de lo que le hubiera gustado. Los tenientes Salazar y Romonés trajeron consigo las listas de heridos durante los abordajes, no habían perdido ni un solo hombre y apenas se habían enfrentado a una decena de centinelas en los galeones. Por alguna razón que no pudieron indicar, las tripulaciones y los oficiales ingleses para los barcos estaban en tierra. A parte de esto, también presentaron los informes de lo que había en las bodegas e incluso afirmaron que los compartimentos secretos no habían sido encontrados por los ingleses.

Esa última información era de gran importancia, porque hacía que los galeones valiesen más de lo que el gobernador o el comodoro habían estimado. Recuperar el Puerto de Indias y el San Bartolome iba a ser más importante de lo esperado. Por lo demás, ambos tenientes estuvieron de acuerdo con el anuncio que recibirían una serie de soldados de infantería, para actuar como infantería de marina en las presas. Eso les ayudaría a los trozos de presa a defender mejor los navíos si se encontraban con corsarios ingleses.

Una vez que el teniente Romonés descendía por la banda de babor, donde esperaba la chalupa del San Bartolomé, por la driza de señales se llamaba al tercer teniente, Ildefonso Sánchez que estaba al cargo de uno de los bergantines. El bote de este apareció de la nada, por lo que ya tenía que estar esperando en el agua, pero escondido de la vista de los ojos de cubierta, listo para que pareciera su número en la driza de señales. Los catalejos de la cubierta de la Sirena, actualmente usados por el capitán Salvador de Triana, que mandaba a los infantes de marina de la fragata, aunque actualmente su contingente estaba dividido por todos los navíos de la escuadra, lo que había provocado que en la fragata sólo hubiera cinco hombres aparte de él. La segunda persona que observaba el bogar de los marineros del bergantín era el piloto, el señor Vellaco, que se mantenía firme en el alcázar, con la ayuda de uno de los guardiamarinas, Torres. Pronto se tendría que trasladar al costado para recibir al tercer teniente. El último catalejo era el del doctor, Vicente Grande, un hombre de mediana edad que estaba ocioso, ya que tenía pocos heridos, aunque un guardiamarina ya le había avisado que pronto le llegarían heridos del contingente militar.

Como había hecho con los tenientes primero y segundo, Vellaco recibió al teniente Sanchéz y le indicó que el capitán le esperaba en su camarote, a donde el teniente, un jovenzuelo aun nervioso se dirigió en silencio, llevando una abultada maleta con él. 

-   Teniente Sánchez, espero que la captura del bergantín fuera tan limpia como las de los dos galeones -dijo Eugenio como recibimiento al tercer teniente, que se limitó a asentir con un ligero movimiento de cabeza-. Siéntese y cuénteme todo. 

-   Apenas nos enfrentaron enemigos, capitán -anunció Ildefonso con una voz trémula-. Aunque tengo que decir que perdimos al señor López.

Eugenio tuvo que concentrarse para recordar quién era el señor López. Si no se equivocaba era el guardiamarina que le había asignado al tercer teniente para que le ayudará al mando. Con el cuarto teniente y con el contramaestre había enviado al resto de sus guardiamarinas para que ganasen un poco de experiencia en acción. 

-   ¿Qué ocurrió? -quiso saber Eugenio, ligeramente apenado. Más porque la operación había sido tan limpia que no se esperaba ninguna pérdida en sus filas. Aunque en ese momento recordó que el joven oficial había sido recomendado por el gobernador, por lo que sería el hijo de algún amigo. Habría que explicar que en el informe cayó como un valiente. Porque estaba seguro que le iba a explicar que murió en un extraño accidente. 

-   Un enemigo le disparó en la cabeza, capitán -informó Ildefonso, visiblemente apenado-. No pudimos hacer nada para salvarlo, señor. 

-   Una desgracia, señor Sánchez -suspiró Eugenio-. Por otro lado, ¿qué tal la presa? 

-   Se llamaba Avenger, y estaba cargado -indicó Ildefonso-. Había estado atacando mercantes nuestros. Se había quedado con cargas importantes. Aún no lo habían vaciado. Había tabaco, azúcar y algo de café. También hemos dado con algo de oro, monedas principalmente y algunos lingotes de plata. Tiene los fondos limpios, las piezas son pequeñas, pero parecen nuevas, así como las sogas y la lona. Sin duda lo habían preparado con esmero. He traído los papeles de la patente de corso del barco, sus libros, y todo lo que me ha parecido importante. 

-   Muy bien hecho -asintió Eugenio observando la abultada maleta y estimando las horas que tendría que gastar para estudiarlas. Puede volver a su navío, le mandaré a un grupo de soldados de infantería, que sustituirán a los los infantes de marina. Así tendrá a los prisioneros bien cuidados. 

-   No hay prisioneros en el Avenger, señor -intervino Ildefonso. 

-   ¿Cómo es eso? -quiso saber Eugenio. 

-   Cuando murió el joven López, los marineros de mi grupo no dieron cuartel, lo siento señor -se disculpó Ildefonso. 

-   Bueno, mejor para usted, no habrá problemas de levantamientos de presos -aseguró Eugenio-. Le asignaré un nuevo guardiamarina y se lo mandaré al Avenger. 

-   Gracias señor -agradeció Ildefonso, antes de levantarse y marcharse.

Eugenio se quedó pensativo. Ese era el verdadero temor o causa del nerviosismo del teniente. No había podido impedir que sus hombres asesinasen a los centinelas del Avenger. Porque Eugenio estaba seguro que estos se habían rendido, pero los hombres llenos de ira y de venganza habían matado a todos los ingleses sin piedad. Lo que nunca llegaría a saber es si el teniente había intentado detenerlos o se había dejado llevar por esa fuerza irracional como ellos. Tendría que preguntar por el guardiamarina muerto. Pero no ahora. Aún debían presentarse ante él el cuarto teniente y el contramaestre.

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