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sábado, 26 de junio de 2021

Aguas patrias (42)

La visita del cuarto teniente, Jacinto Romero, había sido la más corta de todas. Había presentado los libros del segundo bergantín, un mercante inglés. Por lo visto regresaba del Índico, pero una tormenta en el Atlántico le había hecho cruzarlo por error. Ya en el Caribe había tenido problemas con bajíos ocultos, entre otras cosas porque nadie de su tripulación había viajado por aquí. Aun así, le habían hablado que en Antigua esperaban varios mercantes que iban a viajar a Inglaterra con escolta de su Armada y pronto llegó a la isla para repostar y pedir al gobernador un puesto en la escuadra.

Eugenio comentó que la mala suerte de ese capitán era importante, pues no iba a regresar a Inglaterra. Estos comentarios relajaron el ambiente y el cuarto teniente informó que la carga del mercante eran pieles de animales y algo de marfil. También indicó que no había habido lucha en el mercante, que estaba desierto y se lo habían llevado sin luchar. El mercante se llamaba Sean’s Rose. Entregó los libros que había encontrado y unas cartas náuticas del puerto de Nueva Esperanza. Se marchó del camarote con el agradecimiento del capitán y la promesa de unos cuantos soldados.

El último en presentarse fue el contramaestre, el señor Alvarado, que lucía un vendaje en el brazo. En la corbeta se había desatado un combate fiero. Allí habían encontrado un buen número de defensores. No como en el resto de barcos. Pero la experiencia de José en esas lides y que los defensores se derrumbaron al ver los cañones de la fragata que les apuntaban cuando esta viraba en la maniobra para salir de la bahía. Aunque tal y como describió José todo se decidió por el farol que había obligado a hacer a sus hombres. Estaban luchando en la cubierta y al ver un ligero miedo en los ojos de su enemigo más cercano, ordenó a sus hombres agacharse. Los ingleses pensaron que esa orden era un plan que teníamos y se tiraron al suelo temiendo una andanada de metralla que los destrozase. José y sus hombres se pusieron de pie antes de que el enemigo se diera cuenta de su error. Muchos ingleses se rindieron tirados en el suelo. Alguno intentó regresar a la lucha, pero los hombres de José les obligaron a replanteárselo.

Cuando Eugenio le preguntó si necesitaba más hombres para cuidar de los prisioneros enemigos, como por ejemplo de un grupo de soldados, le dijo que le venía bien, pero que solo tenía seis. Eugenio le pidió que se explicase y le indicó que eran seis españoles, a los ingleses les había mandado a tierra en el bote más pequeño de la corbeta. La misma parecía ser una nave corsaria, pero no parecía ser ni rápida ni hábil. Así que revisó los libros y parece que era una nave escolta alquilada. Así que estaba ahí para ayudar a la Sirena cuando llegase para llevar los galeones a Port Royale y luego a Inglaterra. Pues en Jamaica esperaban más mercantes para una flota de regreso.

Al preguntar Eugenio por la procedencia de los marineros españoles en el barco, José no pudo indicar nada, pero parecía saber que tenían que ser desertores y por tanto traidores. El rostro del contramaestre indicaba lo mucho que detestaba a esos hombres, que se habían unido al enemigo. Y al igual que Eugenio sabía cuál era su destino. si habían sido marineros de la Armada, les esperaba la muerte delante de alguna flota, colgando de las vergas del barco de mayor importancia del puerto. Si eran parte de la marina mercante y como habían levantado sus armas contra la marina, el patíbulo del gobernador.

José entregó los libros de la Lady of the South, pues así se llamaba la corbeta, y en ellos la cantidad de pólvora, balas, cabos, palos y lona. Era una corbeta interesante para que la Armada la comprase como buque de escolta o si no seguro que el gobernador la vendería bien. El contramaestre se marchó y tras escuchar los pitidos de despedida, los golpes de remos alejándose y las pisadas en la marinería regresando a sus trabajos. Llamó al centinela para que avisará a su único oficial a bordo, el piloto.

Julio Vellaco apareció al poco de ser llamado por el centinela que regresó a su puesto ante la puerta del camarote del capitán. 

-   ¿Llamaba capitán? -dijo como saludo Julio, aunque ya sabía la respuesta. 

-   Sí, en cuanto el contramaestre este su barco, que se comience a enviar soldados desde el Windsor a las presas. Los heridos que estén peor, serán enviados a la fragata, que el señor Grande se encargue de ellos. De las presas, que nos devuelvan algunos infantes de marina. Les cambiamos soldados por infantes. Cuando la maniobra esté completada, hay que aumentar el velamen y escoraremos el rumbo hacia el oeste, solo unos grados. Debemos dirigirnos al punto de reunión con el Vera Cruz. 

-   Sí señor -asintió Julio. 

-   Si hay algún problema que se me avise -añadió Eugenio, que al ver que el piloto asentía con la cabeza, se pasó a otro asunto-. Necesitamos a alguno de los miembros de la tripulación para sustituir al señor López, que murió durante la toma de su presa. ¿Me recomienda a alguien? 

-   Uno de mis ayudantes es hábil con las maniobras y se desenvuelve bien en las crisis, señor -indicó Julio. 

-   Bien, indiquele que se presente aquí, quiero hablar con él y una cosa más, ¿como era el carácter del señor López?

La pregunta sobre el guardiamarina fallecido pareció pillar por sorpresa a Julio, porque se quedó callado y miró al suelo.

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