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sábado, 12 de junio de 2021

Aguas patrias (40)

Tras despertarse, empezaron las entrevistas. La primera fue con el capitán Menendez que se había trasladado del Windsor que había se había reunido con la escuadra en alta mar. En el cuter había menos soldados, ya que algunos habían muerto en los asaltos a las fortalezas, aunque habían sido unos pocos. Lo que sí que había eran heridos, que ahora se afinaban en la enfermería del barco. De todas formas, los soldados estaban de buen humor y lo estarían más cuando supiesen que cobrarían una parte de lo que obtuvieran de las presas. 

-   Capitán Menendez, es un placer volver a verle -saludó Eugenio cuando el soldado entró en su camarote. El soldado llevaba un vendaje alrededor de la cabeza, bastante aparatoso-. Espero que no sea algo malo. 

-   No, no capitán -quitó hierro Menendez al ver que Eugenio señalaba su vendaje-. No es más que una quemadura. No me aleje suficiente del James cuando éste saltó por los aires. 

-   Una gran detonación -aseguró Eugenio-. Tal vez sus hombres se entusiasmaron demasiado con su labor. Un poco menos de pólvora y… 

-   Podría ser, capitán -cortó Menendez, simulando un ligero enfado, pero que no era real-. Mis hombres actuaron como debían hacerlo. 

-   No lo dudo y si me pasa su informe, lo uniré al de toda la operación -aseguró Eugenio. 

-   Gracias capitán -dijo Menendez, claramente conforme. Y no era para menos porque había tratado con otros oficiales de la marina. Era raro que en los informes para los almirantes y gobernadores hablasen bien de los soldados de infantería que los solían ayudar en las misiones. Lo normal es que resumiesen los que habían realizado  en dos o tres líneas y nada más. 

-   De todas formas, capitán, aunque leeré lo que me pase, me puede hacer un resumen de la operación -pidió Eugenio, a lo que el capitán Menendez respondió con un asentimiento de la cabeza.

Lo que le contó Menendez a grandes rasgos fue más la toma del fuerte James que el del Barrington, aunque por las palabras del oficial, lo más seguro que fuese parecido en ambas. El capitán Menendez se valió de un grupo de valientes o voluntarios según como se los mirase. Este grupo se encargó de tomar al asalto los puestos de guardia principales de las fortalezas. Esos voluntarios tuvieron que cruzar los glacis de las fortalezas solo con sus armas blancas. Una detonación accidental hubiera provocado que hasta el centinela más somnoliento se recuperase de golpe. Y aún así, envió a una veintena de soldados, los más ágiles o hábiles en este menester en el fuerte James. Por lo que le contó el sargento que los dirigía, solo encontraron un centinela para toda la parte de la puerta.

El hecho en sí era muy raro, porque nunca había visto una desidia así en una guarnición inglesa. Una vez que ya se hicieron con el control de la puerta y el patio interior, es cuando se encontraron con el resto de la guarnición. La mayoría borrachos como cubas. Por lo visto estaban festejando algo. Más aún, toda la isla estaba festejando algo. Una noticia importante para ellos. Por lo que le contó el oficial al mando, un alférez que intentó sin éxito levantar a sus hombres para luchar y se llevó una buena herida de bayoneta de uno de los soldados, los oficiales superiores estaban en el palacio del gobernador o en sus casas. Con los ingleses hechos prisioneros y todo solucionado mucho antes del amanecer, Menendez había colocado sus propios centinelas en la puerta. No quería que uno de esos oficiales regresase para fastidiar la operación. Si volvía alguno de esos ingleses acabaría como sus hombres, prisioneros.

El resto del tiempo hasta la llegada de la Sirena y el comienzo de la operación de los marineros, se encargaron de preparar los fuegos artificiales y de inutilizar los cañones. Hicieron lo que hacían siempre. Un hierro al rojo vivo en el ánima para que jamás pudieran usarlos para disparar nada. Además se encargó de requisar todo lo que pudiera ser interesante para los servicios secretos del gobernador.

Ante esa indicación, Eugenio se rió por dentro, porque en verdad le estaba hablando que los hombres del capitán Menendez se habían hecho con cualquier cosa con el suficiente valor como para pagar la comida de la familia o una puta del puerto durante varios días. Los soldados, como los marineros, eran capaces de sacar provecho de cualquier tipo de misión. La verdad es que Eugenio no iba a decir nada a Menendez por ello, ya que sabía que sus marineros habían hecho lo mismo y si los ingleses les hubiesen atacado a ellos, sus marineros se habrían comportado como la misma nube de langostas. Al fin y al cabo las pagas en el ejército colonial y en la marina eran escasas y tardías.

Al final de lo que narró Menendez le habló que tras devolver la señal secreta a la Sirena, sacaron a los prisioneros, prepararon las cargas y encendieron las mechas cuando la fragata empezó a maniobrar para salir de la bahía, intentando estar lo más lejos de allí lo antes posible. Pero ante las vendas del capitán, alguno no fue lo suficientemente rápido. 

-   Capitán, puede trasladar a sus heridos a la fragata, para que se encargue de ellos nuestro médico -indicó Eugenio cuando Menendez su narración-. Usted puede volver aquí si lo desea, aunque como puede ver estamos cortos de oficiales. Y sus hombres pueden repartirse por la escuadra. Los galeones y las otras presas necesitan sus propios grupos de infantes. Creo que en una de ellas había marineros enemigos, unos corsarios ingleses. La presencia de sus bravos soldados les hará relajarse. 

-   Así lo haremos -aseguró Menendez, que sabía que al separar sus hombres por los barcos de la escuadra, ya no tendrían que soportar las angosturas del viaje de ida.

Menendez y Eugenio se quedaron discutiendo cómo iban a repartir a los soldados entre las presas y después el soldado se retiró del camarote del capitán.

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