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sábado, 5 de junio de 2021

Aguas patrias (39)

Mientras los tripulantes de la Sirena se afanaban por hacer que la fragata virase de bordo, para retornar por el pasadizo del canal, Eugenio buscaba con ganas los botes de los soldados del capitán Menendez. Pero el polvo de la explosión no le dejaba ver mucho más allá de donde había estado la fortaleza. Rezó porque los soldados no hubiesen sufrido muchas bazas y dio gracias al todopoderoso por brindarles un poco de suerte en ese día.

La fragata fue tomando la fuerza para cruzar el pasadizo, pero no fue la única. Desde el primer galeón, hasta unos de los pequeños bergantines que cerraban la procesión de barcos que abandonaban la bahía de Antigua, el viento henchía las velas y los cascos de madera cortaban el agua intranquila que se había convertido el interior de la que horas antes era una tranquila bahía.

Eugenio había puesto atención un par de veces a la población, y aun con la explosión de la fortaleza parecía que no era capaz de salir de la catarsis en la que parecía estar inmersa. Si que le había parecido ver un par de figuras que parecían ver lo que pasaba, pero que no eran capaces de hacer nada para cambiar la situación. Que podría haber provocado que una isla como era Antigua, no pareciera reaccionar a un ataque en toda regla por un enemigo con el que estaba en guerra. Era algo que a Eugenio se le escapaba. 

-   ¿Señor Vellaco, ve alguna señal de los hombres del capitán Menendez? -preguntó Eugenio, cuando la fragata pasaba por el canal, observando lo que quedaba de la fortaleza. 

-   Nada, capitán -respondió el oficial, que estaba más atento a la singladura, que a que aparecieran o no los botes de los soldados. Sería desastroso para la operación que la fragata encallase. Podían haber destruido la fortaleza y que el enemigo pareciera un luchador grogui, pero eso no dudaría demasiado, como bien sabían todos. 

-   Bien, señor Vellaco, pero esté atento a los botes también -afirmó Eugenio, pensando dónde diablos estaban los soldados.

Eugenio dejó la maniobra de salida en manos de Vellaco, aunque como todo buen capitán no perdía ni de vista lo que hacía su oficial, listo para cambiar las órdenes si veía que este se iba a equivocar, pero parecía que no iba a ser así.

Sin ningún percance, la Sirena fue el primer barco en abandonar el canalizo de entrada, y al poco uno tras otro las presas fueron partiendo hacia alta mar, aunque solo la Sirena parecía ralentizar su avance, esperando a los soldados. Cuando la última presa abandonaba el canalizo, una segunda detonación pareció detener el tiempo. Por la distancia y la posición de la que procedía el sonido, Eugenio estaba seguro que el fuerte Barrington había corrido la misma suerte que el James. Al poco pudo divisar la columna de humo y eso le indicó a Eugenio que las dos tareas de los hombres de Menendez habían sido un éxito. 

-   Señor Vellaco, si no ve ningún bote, ponemos rumbo a alta mar -ordenó Eugenio-. Orden a todos los barcos de la escuadra, alta mar. 

-   Sí capitán -asintió el oficial. 

-   Me voy a mi camarote, que se avise a los oficiales de las presas que quiero un informe detallado de lo que hay en cada uno de los barcos.

El oficial se limitó a asentir con la cabeza. Eugenio no esperó a ninguna contestación y se dirigió a la escotilla para bajar a su camarote, pues la verdad es que necesitaba descansar. Si ocurría algo en cubierta se le avisaría. Sabía demasiado bien que Vellaco no se atrevería a ejercer las labores del capitán estando este presente en el barco. Era un oficial capaz y leal, pero no estaba preparado para dirigir un barco y a su tripulación. No todos eran capaces de hacerlo.

En su camarote, su coy le pareció muy cómodo y pronto el sueño acumulado de toda la madrugada y la tensión de la operación le pasaron factura, cayendo en un sueño reparador.

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