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sábado, 12 de diciembre de 2020

Aguas patrias (14)

Eugenio tamborileaba rítmicamente sobre su mesa de despacho con sus dedos, mientras miraba al teniente Salazar, que sin duda estaba con una señora resaca, así como blanco de miedo. No se había cumplido el temor de Eugenio y el teniente había subido no sin problemas, pero de una pieza a la cubierta de la Sirena. Se había presentado ante el guardiamarina que le esperaba y este le había guiado ante el capitán y otro oficial, otro teniente. Los dos oficiales le miraban con cara de pocos amigos. Para cuando se fue a presentar, de improviso, al abrir la boca, en vez de palabras, salió como un torrente un vómito verdoso que cayó sobre la cubierta y los zapatos del capitán. Ahora el teniente Salazar, un poco más estable, pero muerto de miedo miraba al capitán, a la espera de un castigo ejemplar. 

-   Ha llegado tarde, señor Salazar -dijo por fin Eugenio, que meditaba las siguientes palabras que quería decir, aunque no quería parecer un ogro o un capitán demasiado severo-. Esperaba que un teniente, que ni más ni menos va a ser el primero de esta fragata, se presentase en el barco antes que los tenientes tercero y cuarto, ya no hablar de los suboficiales y los mozalbetes de los guardiamarinas. Pero no ha sido así. 

-   Yo… yo… -intentó hablar Álvaro, pero le podía el miedo y la vergüenza. 

-   Mejor que no diga nada más, teniente, tengo papeles y cosas que sus vómitos podrían estropear -advirtió Eugenio, sarcástico, pero se dio cuenta que tal vez la insinuación molestase al teniente, y tampoco quería empezar la relación con el que iba a ser su segundo con mal pie-. No me queda otra opción que castigarlo, señor Salazar. Creo que las dos próximas semanas se las pasará trabajando de Sol a Sol. Nada de bajar a tierra a emborracharse, solo por trabajo. Me gustaría que se pusiera a ello ya. Pero su estado de salud no es el óptimo. Así que váyase a su camareta y duerma hasta mañana. Le quiero a primera hora dando el callo. ¿Entendido? 

-   Sí… sí capitán -asintió Álvaro, entre dientes. 

-   Hay mucho que hacer en el barco. El comodoro quiere que nos hagamos a la mar antes de que el enemigo se de cuenta que ha perdido esta nave -le explicó Eugenio-. Por ello necesito a todos mis oficiales. Pero se lo advierto, si el alcohol es un problema para usted, lo es para mi. ¿Entendido? ¿Sí? Pues váyase a dormir. Espero que mañana esté listo para trabajar.

Álvaro asintió varias veces con la cabeza. Eugenio le hizo un gesto para que se marchase. Sus esperanzas estaban en que el teniente solo se hubiese emborrachado por un asunto puntual. Sería un gran problema que fuese un borrachuzo. No podía creer que don Rafael le hubiese recomendado un oficial mediocre.

No había pasado ni media hora desde que se había marchado el teniente Salazar cuando escuchó golpes en la puerta de su camarote. Dio el adelante y entró el soldado que solía estar colocado fuera. 

-   Mi capitán, hay un caballero que quiere hablar con usted, acaba de llegar a la Sirena -informó el infante. 

-   Hazle pasar, Nicolas -ordenó Eugenio, esperando que ese soldado fuese Nicolas. Aún no se sabía los nombres de todos los marineros de su barco, pero sabía que don Rafael siempre se los estudiaba. En más de una ocasión le había aleccionado que un capitán tenía que conocer a sus hombres. Eugenio siempre se había tomado las lecciones de don Rafael muy en serio. 

-   Sí, capitán.

El soldado salió del despacho y en su lugar entró un joven. Eugenio le echó entre veinte y veinticinco años, delgado, bajito, de pelo negro y corto. Ojos pequeños y castaños. Una nariz grande, que compensaba el resto de sus rasgos, que parecían delicados. Vestía prácticamente de negro, tanto la casaca y los calzones. Solo las medias blancas parecían hacer un contraste curioso. 

-   ¿En qué le puedo ayudar, señor... ? -preguntó Eugenio cuando el soldado cerró la puerta de su camarote. 

-   Mateo de Yeste, capitán -contestó el joven, con una voz aflautada y algo tensa. 

-   Bien señor de Yeste, en qué le puedo ayudar -volvió a preguntar Eugenio. 

-   Me ha mandado el gobernador, señor -informó Mateo-. El comodoro le indicó que creía que usted necesitaba un escribiente o un contador eficiente y que hubiese navegado antes. Por eso estoy aquí, señor. 

-   Dice que ha estado antes en el mar, ¿en qué barcos? -quiso saber Eugenio. 

-   Siendo niño navegue como grumete en varios mercantes de mi padre, que es un armador en Sevilla -respondió Mateo-. Después fui guardiamarina en el Conquistador, en el Emperador y en la Santa Ana. Posteriormente al ver mi dominio de los números me asignaron al puesto de contador. Llevaba ya un tiempo en tierra, tras la muerte del capitán de Lebriega, del que era su escribiente, señor. 

-   Buena hoja de servicio, señor de Yeste, y por mi parte es bienvenido a la Sirena -afirmó Eugenio-. Vaya a hablar con el segundo teniente, el señor Romonés. Que le asignen un coy en la camareta de oficiales. Creo que ahí tendrá sitio y todos los tenientes parecen buenas personas. Una vez que haya estibado su baúl, preséntese aquí, creo que su llegada es muy oportuna. 

-   Gracias, señor -agradeció Mateo.

El joven escribiente, se levantó, hizo una reverencia y se marchó en silencio. Eugenio ni se había preocupado de pedir un contador o un escribiente, y ahora su mesa era un lío de papeles y libros. Sin duda el comodoro había vuelto a ayudarle sin él pedirlo. Según regresase el contador tendría que pasar las horas que quedaban hasta la noche con él, para dejarlo todo bien atado y ordenado.

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