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martes, 8 de diciembre de 2020

Lágrimas de hollín (56)

La noticia de que el gran Arghuin había muerto y que los Leones habían sido destruidos por los Dorados circuló por La Cresta como un relámpago. Los tiempos estaban cambiando. Un único clan estaba tomando la delantera y ya había sumado más territorio que nadie. Los Dorados poseían los territorios de los Carneros, de los Serpientes, de los Nutrias, de los Osos y de los Leones. Además los Gatos se habían aliado a ellos, aunque no solo eso, sino que su Dama le había jurado lealtad total. Por todo el barrio se hablaba del hombre de la máscara de oro. Unos con buenas palabras, seguidores de su nuevo señor, otros con respeto, pues le tenían en estima y además porque por primera vez en mucho tiempo, su conquista se estaba haciendo sin ríos de sangre por La Cresta. Pero también había detractores, sus enemigos o los que le veían como una amenaza para todos.

Días después de la muerte de Arghuin, Jockhel recibió la petición de los líderes de dos de los clanes menores, los que habían sido coaccionados por Arghuin, para reunirse con él. Estos aceptaron todas las condiciones que Bhorg y Bheldur pidieron, incluso las menos ventajosas. Los líderes aceptaron presentar sus cabezas al verdugo, sin miedo. Jockhel les recibió haciendo un alarde de poder. Los líderes de los Caballos y los Ciervos, recorrieron el camino que les hicieron seguir, con miedo y temiendo ser asesinados. Pero al final, fueron llevados ante Jockhel, el hombre de la máscara de oro. Que se encontraba con la Dama de los gatos y toda su plana mayor.

Bhorg informó que los que se le presentaban no eran los líderes de los Caballos y Ciervos que él había conocido. Que podía ser una trampa. Podían ser asesinos. Pero los hombres, que eran jóvenes, pidieron clemencia, que ahora ellos mandaban los clanes y que querían unirse al gran Jockhel. Como regalos, presentaron las cabezas de los antiguos líderes. Bhorg empezó a interrogarlos y descubrió la verdad. En esos clanes, los soldados habían pedido a sus líderes que se rindiesen y mostrasen lealtad al gran Jockhel. Los viejos los acusaron de ilusos y estos se levantaron contra ellos. Habían luchado entre ellos, como una guerra civil. Ahora los ganadores entregaban los territorios a Jockhel esperando ser recompensados por ello.

Bhorg sabía que no quería advenedizos y les ofreció entrar como soldados. La respuesta de los líderes le dejó asombrado. Era lo que querían. no querían oro o mujeres, querían un verdadero líder al que seguir. Ese día Phorto sumó más hombres a sus fuerzas y dos territorios cayeron en las manos de Jockhel sin luchar.


La muerte de Arghuin y la lucha por el poder en La Cresta, no sólo había corrido por el barrio. También había otros oídos interesados en ello. Sobre La Cresta, en lo alto del peñasco que formaba la parte central de la ciudad, se encontraba el antiguo castillo real, ahora sede del gobierno de la provincia imperial. En una habitación de piedra gris, decorado con todo tipo de cosas, tapices, jarrones, cuadros y muchas piezas antiguas, estaban reunidos varios hombres alrededor de una mesa circular. 

-   ¿Quién diablos es ese Jockhel? -preguntó un hombre de apariencia airada, de faz chupada y rasgos aguileños. Con la piel tostada y vestido con ropas sobrias, pero de telas caras. 

-   No estamos seguros, no parece ser nadie -respondió otro de los hombres, uno de rostro y cuerpo regordete, con ropas más vistosas y posiblemente más caras que el primero. 

-   Durante años me habéis dicho, Dhevelian, que dejase en paz a los muertos de hambre de La Cresta. Que jamás nos podrán dar problemas, pues hay tantas facciones que se odian entre ellas que jamás podrían unirse. Los hombres al servicio de Aisnahl rara vez se adentran ahí, porque me has asegurado que es mejor que esos individuos se maten entre ellos. Pero ahora descubro que hay uno de ellos que los está unificando -habló el primer hombre-. ¿Qué debo pensar de esto, Dhevelian? Tal vez sería lo mejor aplastar de una vez a esos muertos de hambre. Estoy harto de esta provincia y sus habitantes, siempre negándose a aceptar nuestro dominio. Tuvieron la oportunidad de defenderse y perdieron. Que asuman su destino. 

-   Mi señor Azbhaler, por ahora es mejor que no nos metamos en esto -pidió Dhevelian-. Los otros clanes, Inghalot, él se encargará de mantener el status quo. Siempre lo ha hecho. Además los hombres de Aisnahl no son suficientes para hacer lo que queréis.

Uno de los otros dos hombres que estaban sentados, asintió con la cabeza al ser nombrado. Al igual que el otro, vestía con cota de malla y armadura de placas. 

-   Pues le encargaré a Lernehahl que arregle este problema -indicó Azbhaler. 

-   Mi señor gobernador -dijo el otro militar-. No tengo muchos efectivos en la ciudad. Tendremos que traer soldados de otros puntos. 

-   ¿Cuánto tardarán en venir, Lernehahl? -quiso saber Azbhaler. 

-   Meses -respondió Lernehahl. 

-   ¡Hum! -carraspeó Azbhaler, pensando-. Está bien, general. Haz que se movilicen las tropas que sean necesarias para aplastar este movimiento de unión en La Cresta. De mientras, Dhevelian, por tu bien, que tu hombre, Inghalot, acabe con esta situación. Preveo problemas si dejamos a ese Jockhel campar a sus anchas por el barrio. Si cuando lleguen las tropas de Lernehahl, no se ha solucionado el asunto, serán los generales los que lo solucionen. Pasemos a otro tema.

Mientras los generales le hablaban al gobernador de otros asuntos, Dhevelian se quedó pensativo. Porque el gobernador se había implicado tanto en el asunto de un barrio marginal que no importaba mucho a la ciudad, ni a la provincia. Tal vez las noticias que le habían llegado de la capital imperial fueran ciertas. Las familias nobles se disputaban los puestos principales en la corte. El gobernador Azbhaler tenía lazos con una que habían apeado de la lucha por el poder de forma sangrienta y el pobre gobernador temía que si no demostraba que era útil para la corte, su sino sería el mismo que sus antiguos protectores. era una suerte que él no estuviera ligado de esa forma a ninguna familia noble de la capital, solo era un magistrado, un miembro de la maquinaria del gobierno.


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