Alvho se dio la vuelta, sin levantarse del taburete, alcanzando un odre de piel de cordero que había sobre una de los catres. Tomó un trago de cerveza y se lo tendió a la muchacha.
- ¿Quieres? -le preguntó Alvho.
- No me gusta vuestro meado -negó con displicencia Ahlanka.
- Tú te lo pierdes -aseguró Alvho, volviendo a dar un trago al odre. La cerveza no estaba mala, pero tampoco era de lo mejor que había probado-. Bueno, me gustaría tener una pequeña conversación contigo.
- ¿Y luego me podré ir? -intervino Ahlanka.
- Mucho me temo que las cosas no son tan sencillas -sentenció Alvho-. Me gustaría que nos vieses al chico y a mí como unos libertadores. Pero me temo que tus ojos no ven lo mismo que yo. Si sales de esta tienda, acabarás en manos de personas no tan bondadosas como nosotros.
- ¿O sea, que estando con vosotros ya soy libre, pero si me intento ir me convierto en la esclava de otros? -inquirió Ahlanka.
- Mejor no lo hubiese explicado -asintió Alvho.
Ahlanka les lanzó una mirada llena de odio, pero al final, parece que entendió su triste sino o por lo menos lo aceptó hasta que encontrase una mejor forma de librarse del yugo que Alvho le estaba colocando.
- Bueno puedes empezar con tus preguntas cuando quieras -ordenó Ahlanka.
- Bien -afirmó Alvho-. ¿Hacia el oeste, hay alguna aldea como tal o más ruinas como las que había en la ensenada?
- No, no hay ninguna -negó Alhanka, que al ver que Alvho fruncía el ceño, decidió añadir-. Se dice que hay poblaciones al llegar a los bosques, pero eso está a semanas a caballo de aquí, incluso meses. No hay ninguna ruina o aldea como lo que preguntas hacia el oeste.
- En ese caso hemos debido llegar a nuestro destino, pero no está el premio -murmuró Alvho.
- ¿Qué quieres decir, jefe? -preguntó Aibber.
- Las ruinas de la ensenada deben de ser lo que el druida Ulmay vio en sus visiones -explicó Alvho-. Pero antes las he revisado y allí no hay ninguna reliquia o estatua o lo que narices estamos buscando. Y seguir al oeste es un peligro, que digo un suicidio. Dudo que los esclavistas que hemos capturado o muerto sean toda la tribu.
- No son más que una pequeña parte de ellos -aseguró Alhanka-. Un grupo que se ha quedado con parte de las ganancias. El grueso está en alguna parte de las llanuras, atacando a otras tribus. O tal vez regresando y no les va a gustar ver lo que les habéis hecho.
- No temo a unos esclavistas -dijo Aibber, sacando pecho, a lo que Alhanka lanzó una carcajada.
- No conoces a los Fharggar -indicó Alhanka-. Son muy peligrosos y combativos. No temen a la muerte y se nutren de la oscuridad. Se pintan de negro sus pieles y se dicen que no tienen corazón. Atacan a las tribus y las dan a elegir, pagar por que no les hagan nada o la muerte. Los esclavos que os habéis hecho vuestros son una tribu que no pudo pagar y como ves le han costado muchas almas. Os odiarán con ganas, por dos razones. La primera porque sois del otro lado del gran río y la segunda porque les habéis robado.
- Y hemos matado a algunos de sus camaradas -añadió Aibber con orgullo.
- Eso no cuenta -negó Alhanka-. Los Fharggar que caen en batalla son dejados en la intemperie, ya que creen en la fuerza del sujeto. Si han muerto ante individuos inferiores es que eran débiles y no merecen su respeto. Ni te digo lo que les pueden hacer a los que habéis capturado. ¡Se han rendido!
- ¿Y los que mueren de viejos? -inquirió Alvho.
- Eran fuertes y sobrevivieron hasta que los dioses les llamaron -contestó Ahlanka.
- En ese caso deberé hablar con el tharn -murmuró Alvho-. Tal vez sea buena hora regresar a la ciudadela.
- Si yo fuera vosotros me daría prisa en volver a cruzar el gran río -advirtió Ahlanka, segura que sus palabras habían hecho efecto.
Alvho se la quedó mirando, buscando en sus gestos y ojos alguna emoción que la delatase, pero no las encontró a excepción de un rumor de miedo. Alhanka temía a los Fharggar y eso no le agradaba.
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