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sábado, 27 de febrero de 2021

Aguas patrias (25)

La casa que tenían alquilada los de Vergara era un edificio de tres plantas propiedad de un mercader. En la planta baja tenía la oficina el mercader y las plantas superiores, su antigua vivienda las tenía alquiladas. Por lo que sabía el dueño vivía en una hacienda azucarera a millas de distancia tierra adentro. Cuando llegó tocó la aldaba de la puerta y al poco abrió el hombre negro del barco. Le guió al piso superior y allí a una sala amplia, con unos butacones y varias estanterías llenas de libros. Parecía una biblioteca o algo parecido. Al poco se abrió una puerta y apareció don Bartolomé. 

-   Ha sido más que puntual -dijo como saludo Bartolomé. 

-   Me temo que en la armada estamos todos ligados a las campanadas y a los turnos -indicó Eugenio, intentando que sonara a una excusa plausible. 

-   Sí, seguro que en la armada la puntualidad está ligada a las normas -comentó Bartolomé-. Pero me temo que mi Teresa cuando está intentando aparecer lo más hermosa posible, pierde de vista la puntualidad y el tiempo. 

-   No creo que fuera posible -negó Eugenio. 

-   ¿El qué? -inquirió Bartolomé que no sabía a qué se refería Eugenio. 

-   Vuestra hija no puede intentar ser más hermosa de lo que ya es -Eugenio se quedó estupefacto por las palabras que habían salido de su boca, claramente sinceras. 

-   ¡Ah! Se refería a eso -rió Bartolomé, que sin duda su hija había encandilado al marino-. Pero yo en su lugar le diría esas cosas a mi hija, si queréis conquistarla. Yo no soy más que un árbitro. A mi me tendrá que mencionar lo que ya haya conseguido, capitán.

Las palabras conquista y conseguir habían dejado anonadado a Eugenio. Don Bartolomé parecía que le daba ánimos o le permitía que cortejase a su hija. Eso no le parecía normal, aunque la verdad es que él no sabía cómo se debía cortejar a una dama, ya que nunca se había propuesto a ello, ni mucho menos lo había llevado a cabo. Como mucho alguna vez podría haber fantaseado con la idea. Estaba aun rumiando la idea cuando apareció el criado negro indicando que la señorita les esperaba en el comedor. Don Bartolomé se encargó de guiar a Eugenio hasta otra sala, el comedor, donde ya esperaba Teresa.

Sin duda, Eugenio pudo comprobar que Bartolomé no le había mentido con lo de prepararse y parecer más guapa. Estaba espléndida, con un vestido más a la moda actual, ceñido y con el pecho levantado. La tela era rojiza y brillante. Aunque parecía que se había esmerado, ambos hombres se percataron de que algo raro ocurría. 

-   ¿Qué te pasa, cariño? -preguntó Bartolomé, acercándose a su hija, que estaba sentada a la mesa. 

-   Me han informado que esta mañana ha habido un duelo, tras la tapia del monasterio de los frailes -indicó Teresa-. Un militar contra Juanito. 

-   ¡Por Dios! -dijo Bartolomé. 

-   Me han contado que el militar está moribundo en el hospital del cuartel y que Juanito ha acabado malherido -siguió contando Teresa-. No sé mucho más de él. Parece que Juanito ayer tonteó con la hermana del militar y este no se lo tomó demasiado bien. Alegó una afrenta y Juanito que no se amilana le golpeó con su guante. Debió ocurrir tras la fiesta del gobernador. 

-   ¿Quién te ha contado la historia? -quiso saber Bartolomé. 

-   Se lo han contado a Mariana en el mercado y rápidamente ha venido a traernos la noticia. Sabe bien que nos llevamos bien con Juanito -respondió Teresa. 

-   Si se lo han contado en el mercado, toda Santiago debe saber ya el asunto del duelo -señaló Bartolomé-. El gobernador no va a estar muy contento. Y menos don Rafael. 

-   No solo eso -intervino Eugenio-. La ciudad va ir contra la armada. Los militares son parte de la vida de la ciudad. Son conciudadanos y además la defienden de los piratas o los ingleses, que normalmente suelen ser los mismos. Si uno de los nuestros ha matado a uno de los miembros de la guarnición, por duelo noble que fuese, la cosa se va a poner fea. Tal vez sería mejor que regresara a mi barco. 

-   No, por favor, quédese, capitán -pidió Teresa-. No me gustaría quedarme sin su compañía en esta comida. Lo de Juanito ya no tiene solución, pero eso no va a empañar nuestra velada. Luego mandaremos a Eusebio con el carruaje para que le lleve al muelle y allí espere a que su tripulación le recoja. 

-   Bueno, si insiste, no me gustaría arruinar su comida -aceptó Eugenio, que tampoco quería quedarse sin la compañía de Teresa-. Y para que esté más tranquila, cuando mi bote iba hacía el muelle, me cruce con la falúa que llevaba a Juan Manuel a su fragata. Me saludó con fuerza. Por lo que la herida será menos de lo que se dice.

La noticia traída por Eugenio pareció calmar a Teresa, que mantuvo una conversación más alegre que al principio de la misma. Se hablaron de diversos temas, mientras se comía. Sin duda, Teresa se había aplicado con el menú e incluso había intentado asemejarlo a los platos que se podían servir a bordo de un barco de la armada, aunque con carne fresca y no desalada. Tras la serie de platos que se fueron sirviendo, llegó un postre de chocolate y finalizó la velada con coñac y queso curado. Aún siguieron durante un rato, hasta que don Bartolomé les dejó solos. La verdad es que ninguno dio el paso que esperaba Bartolomé, no vino Eugenio a pedirle la mano de Teresa, pero cuando se despidió, el capitán parecía embelesado por algo. Incluso Teresa estaba diferente. Como no había estado con ellos, no sabía lo que se traían entre manos. Se hicieron las promesas de una nueva comida, esta vez a bordo de la fragata, cuando regresasen de la misión a la que se marchaba al día siguiente. Bartolomé aceptó antes que su hija, pero estaba seguro que ella lo iba a hacer.

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