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sábado, 6 de febrero de 2021

Aguas patrias (22)

Eugenio miraba a Teresa y no sabía cómo seguir con la conversación. Tras la marcha de Bartolomé siguieron un poco más hablando de Juan Manuel, pero al parecer ambos veían con malos ojos la actual forma de comportarse del joven capitán. 

-   Antes Juanito ha comentado que usted tomó la Syren -inició un nuevo tema de conversación Teresa-. ¿Es verdad que los ingleses son unos cobardes? 

-   Me temo señorita que quien le ha dicho eso le ha mentido algo -negó Eugenio-. Los ingleses son como todas las personas, los hay cobardes y los hay osados. Pero también los hay locos. 

-   ¿Por qué locos? -inquirió Teresa, intrigada. 

-   El capitán inglés de la Syren era un loco -señaló Eugenio-. Una fragata del porte de la Syren no debería haberse enfrentado al Vera Cruz. Las primeras andanadas del navío destrozaron la fragata. Si hubiera huido, ahora estaría aún en las manos inglesas. Pero ese hombre se lanzó a la muerte y lo que es peor, la de sus hombres. Me temo que era de los que poco les importa la vida de los que son inferiores a ellos. Cuando se abordó la fragata, la marinería inglesa era escasa y nos hicimos con la fragata tras un ligero combate. 

-   Puede ser que tenga razón, capitán -afirmó Teresa-. Pero supongo que todo es parte del destino y la suerte. Se esperaba que la Syren pasase a nuestras manos e hizo que el capitán inglés se volviera loco. 

-   Podría ser, señorita -asintió Eugenio, extrañado por la curiosa teoría de Teresa-. Aunque a los marinos no nos gusta dejar las cosas al destino o la suerte. Preferimos subyugar al destino a nuestra conveniencia. 

-   ¡Hum! -se limitó a susurrar Teresa, que buscó algo con la mirada, pero no pareció encontrarlo. Eugenio supuso que buscaba a su padre ya que se estaba aburriendo de la conversación con él. La verdad, mejor que la señorita se marchase. A él se le daba mal hablar con mujeres, sobre todo con las hermosas y listas. Le parecía que le hacían quedar como un tonto-. Parece que la gente se está divirtiendo con el baile. 

-   ¿Quiere bailar? -preguntó Eugenio, sorprendiéndose de su propia iniciativa. 

-   Me temo, capitán, que no soy muy ducha en los bailes -comentó Teresa, intrigada por la proposición de Eugenio y la cara de desconcierto de este. 

-   Bueno, no se piense que yo soy mejor -admitió Eugenio-. Creo que no todos los hombres de mar somos tan buenos bailarines como Juan. 

-   Poca gente es tan buena como Juanito -se rio Teresa-. Pero le voy a complacer, podemos bailar una pieza. ¿Cuál le gusta?

Esa pregunta descolocó a Eugenio, él no sabía casi nada de música y aún menos sobre las piezas de baile. Así que le respondió que la que quisiera elegir ella. La respuesta pareció no convencer a Teresa, pero al final, cuando los músicos cambiaron de pieza tomó la mano de Eugenio y tiró de él. Eugenio se dejó llevar y tuvo el tiempo justo para dejar la copa de vino, de la que casi no había bebido ni un trago, en la repisa del ventanal, esperando que guardase el equilibrio y no se rompiese.

Los dos intentaron copiar a los otros bailarines, pero su estilo era a todas luces bastante torpe y basto. Los otros bailarines intentaban alejarse de ellos, ya que parecían un ariete que quería atacarles. Eugenio y Teresa, bromeaban el uno con el otro, sobre todo de sus penosas formas de bailar. Al finalizar la pieza decidieron retirarse al punto del que habían partido, no porque no se estuvieran divirtiendo, sino por las caras consternadas del resto de los que les rodeaban. 

-   Nunca hubiera pensado que un salón de baile se pareciera tanto a un campo de batalla -bromeó Eugenio-. ¿Ha visto a la dama del vestido rojo y su pareja? ¿No ha pensado en ellos como un navío de línea disparando contra sus rivales? 

-   Claro que sí -asintió Teresa-. Me temo que éramos una pequeña fragata rodeados de barcos enemigos. 

-   Nunca había pasado tanto miedo -comentó sonriente Eugenio. 

-   ¿De qué tenía miedo, capitán? -preguntó Teresa. 

-   Puede llamarme Eugenio, señorita -indicó Eugenio-. Por dos motivos. El primero porque he temido pisarle los pies durante toda la pieza. Y segundo, porque nos miraban todos con odio y ganas de matarnos. 

-   Sí, cap…, digo Eugenio -asintió Teresa-. Y usted, podría dejar de llamarme señorita, me llamo Teresa, no lo olvide. 

-   ¡Jamás, mi capitán! -se burló Eugenio, dando un ligero taconazo. Pero la respuesta pareció que había pillado por sorpresa a la muchacha que se le habían puesto coloradas las mejillas-. Espero Teresa que no se haya enfadado por mi convicción. ¿Se siente mal? ¿Quiere salir a los jardines? ¿Tomar un poco de aire?

Teresa vio en el rostro y en los ojos de Eugenio preocupación auténtica y aunque por un momento estuvo a punto de decirle que no, confiaba en la seriedad del capitán y accedió a salir a pasear con él por el jardín de la mansión. Eugenio puso su brazo frente a Teresa y esta, un poco azorada, se lo agarró. Ambos se marcharon de la sala, hacía la contigua, donde había visto una salida a los jardines.

Eugenio alabó los jardines y Teresa le fue contando todo lo que sabía de ellos. Eran obra de la esposa de un gobernador anterior. Los había hecho construir a semejanza de los que había en el palacio del Escorial. Pero a su vez, el gobernador, que no quería que le tomasen por un imitador de los reyes, lo amplió con zonas abiertas donde plantó árboles exóticos y macizos de flores. Así que Teresa fue parándose ante las plantas que conocía y le explicaba cosas de ellas. Eugenio escuchaba con deleite, no tanto por el tema, que lo veía más bien aburrido, sino por escucharla a ella.

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