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martes, 16 de febrero de 2021

Lágrimas de hollín (66)

El magistrado Dhevelian había comenzado a leer la carta que le había llegado de Inghalot, mientras se bebía un café. Ahora la taza estaba volcada sobre su mesa, el líquido había manchado varios papeles y su rostro se había quedado petrificado con una mueca de asombro e ira. No se podía creer que después de tanto tiempo Inghalot fuese a usar la carta que siempre se había guardado. Le estaba amenazando con revelar a los imperiales lo que fueron en el pasado. Sabía bien que ni los años de trabajo para la administración imperial en la provincia le librarían de un castigo ejemplar. Debía hacer callar a Inghalot inmediatamente. La verdad es que lo tendría que haber hecho hacía ya demasiado tiempo, pero las cosas no habían salido como él habría decidido. Los primeros años tras el intento de levantamiento fueron muy complicados, para todos. Él estaba ganando posiciones dentro de la administración, intentando parecerse cada vez más un imperial que lo que era en realidad, un lugareño que se había rendido a los opresores. Muchos le veían como un traidor a su gente, pero el miedo a los imperiales y su fuerza siempre los mantuvo callados.

En ese momento es cuando debería haber hecho matar a Inghalot, pero este se había escudado en el barrio de La Cresta y los imperiales seguían teniendo problemas para llevar su paz a esa zona de la ciudad. Habían aplastado el resto con sus botas, pero ese nido de ladrones y asesinos se mantenía a la gresca. Entonces le llegó el plan de Inghalot y la verdad es que era muy tentador. Se llevó el mérito ante los imperiales y de esa forma fue recompensado con un mejor puesto. Ahora era un hombre importante, un alto magistrado de la ciudad, se reunía con el gobernador para tratar muchos temas de importancia. Aunque aún le miraban con recelo, sobre todo los gobernadores y los militares que cambiaban a menudo de puesto. Se creían superiores, solo por ser nacidos en el territorio ancestral del imperio.

Hizo llamar a uno de sus ayudantes. 

-    Llamaba, mi señor -dijo un escribiente entrado en años, de mirada franca pero rostro neutro. Si le guardaba rencor a su señor, no lo hacía ver. 

-   Que se busque a Vlannar de Thury, le quiero ver inmediatamente -ordenó Dhevelian. 

-   Sí, mi señor.

El escribiente se esfumó tan rápido como había aparecido. Incluso a Dhevelian le había parecido ver un ligero tono de miedo en el rostro del ayudante cuando había nombrado a Vlannar y con razón. Vlannar era el principal asesino de Dhevelian, aparte de un torturador y un sádico. Pero eso es lo que le hacía tan eficiente. En ocasiones la fama era mejor que cualquier carta de presentación o embajada. Vlannar tenía otra característica curiosa. Por lo que Dhevelian sabía que era nacido en el territorio imperial, pero no le trataba con la displicencia del resto de imperiales. Creía que eso se debía a que era un noble provinciano o un aristócrata caído en desgracia. Aun así, cuando aparecía en las reuniones de sociedad, bueno las que daban los nobles pro imperiales y algunos mercaderes adinerados que se enriquecían con las leyes imperiales, se comportaba como si fuera primo del emperador.

Desgraciadamente encontrar a Vlannar no les sería fácil a los soldados o criados que enviasen a buscarle. Vlannar tenía la capacidad de desaparecer cuando no quería ser encontrado o cuando estaba de fiesta. Incluso podría estar fuera de la ciudad, ya que hacía un par de meses que no había tenido que darle trabajo. Sería mejor que volviese a sus cosas y ya hablaría con él cuando viniese. Estaba pensando en eso cuando tocaron en la puerta de su despacho. Era un escribiente anunciándole la llegada del general Aisnahl. 

-   ¿En que le puedo ayudar, general? -preguntó solicito Dhevelian, sabiendo bien que al general Aisnahl le encantaba que le adularan. Llevaba años estudiando a los imperiales y todos pecaban de los mismos vicios. Y Aisnahl no era diferente. 

-   Me han llegado noticias preocupantes de La Cresta, magistrado -dijo Aisnahl, con un tono de desprecio que nunca era capaz de reprimir-. Por lo visto se dice que el tal Jockhel ya ha unificado el barrio bajo su mando. Tu protegido está muerto o en sus manos. Es posible que quede uno o dos clanes libres, pero recluidos en sus territorios, sitiados y les van a dejar que se mueran de hambre hasta que se rindan. 

-   ¿Y puedo saber cómo ha conseguido esas noticias, horribles para ellos? -inquirió Dhevelian, sorprendido con que el general supiera más de lo que él conocía. Podría ser que los imperiales desconfiaran de él y tuvieran sus propios espías. 

-   Una de mis patrullas cazó a un maleante en el barrio de los mercaderes, que aseguró que trabajaba para Jockhel y que era mejor que le dejásemos en paz, si sabíamos lo que nos convenía -comentó Aisnahl, visiblemente enfadado-. Ordene que lo torturasen y lo contó todo. Como gritaba el condenado. Así aprenderán quienes son sus señores. 

-   ¿Y estas seguro que no actuaba y te contó una mentira para ponerte nervioso? -la cara de Aisnahl se quedó de piedra. Dhevelian se rió por dentro. El general había pecado de ingenuo y se había tragado la mentira del maleante-. Entregame a ese sujeto y veremos que es la verdad de todo lo que dice, mi general. 

-   Me temo que no aguantó nuestros cuidados, está muerto -indicó Aisnahl-. Será mejor que investigues el asunto e informes al gobernador lo antes posible. 

-   Así será -las palabras de Dhevelian se las dijo a un despacho vacío, pues el general ya se había marchado.

Aun así, si ese hombre había dicho la verdad, la carta de Inghalot solo era una bravata de un hombre desesperado. Vlannar se encargaría de desentrañar la verdad.

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