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sábado, 11 de diciembre de 2021

Aguas patrias (66)

Don Rafael y Eugenio recorrían hablando la explanada de entrada del palacio del gobernador. Don Rafael le había comunicado la primera razón por la que había querido hablar con él. Era el momento de referirse a la segunda. 

-   Como te he dicho hay una segunda razón para que me acompañéis -prosiguió don Rafael-. No es otra que nuestro viaje a Cartagena. 

-   Estoy listo para hacerme a la mar según el Vera Cruz muestre la señal de salida -aseguró Eugenio, sonriente, muy seguro de la situación de su fragata. 

-   Eso está muy bien -afirmó don Rafael-. Pero las cosas han cambiado. Han llegado las noticias de la posible rendición a La Habana. El gobernador y sobre todo el almirante han indicado que la misión ya no es necesaria. No van a enviar ninguna expedición para perder navíos en una plaza enemiga. El Vera Cruz tiene orden de no abandonar el puerto de Santiago a menos que sea para hostigar a los ingleses de Puerto Real. 

-   ¿Pero acaso creéis que el almirante de Lezo se ha rendido? -inquirió Eugenio asombrado por la noticia. 

-   Conozco al almirante y dudo que lo haya hecho, no sin luchar y dejarse algún miembro más en ello -sentenció don Rafael-. Pero el caso es que en La Habana así lo creen. Por ello, no podré acompañaros en el viaje. 

-   Pensaba que habíais dicho que la escuadra no puede abandonar Santiago -recordó Eugenio, más perdido que antes. 

-   Y no puede, pero vamos a dividir la escuadra -indicó don Rafael, golpeándose la punta de la nariz con el dedo índice de la mano izquierda-. Debido a su buena fortuna en su última misión, el gobernador y yo creemos que es la persona idónea para dirigir una pequeña escuadra. Claramente no podemos ascenderle a comodoro. Seguirá sirviendo a mis órdenes. Y estas serán que haga un viaje de hostigamiento a las líneas de comercio británicas. 

-   Entiendo que ese viaje me llevará de forma indirecta a recalar en Cartagena y así recabar una información fidedigna de la situación -añadió Eugenio. 

-   Ve, ya ha entendido lo que esperamos de usted -son Rafael se sonrió, al ver que su pupilo había entendido bien lo que esperaban de él. 

-   ¿Qué fuerzas comandaré? -quiso saber Eugenio. 

-   No estamos aún seguros -contestó don Rafael, abriendo la portezuela de su carruaje, que se había detenido junto a ellos, que esperaban en la puerta de entrada al palacio del gobernador-. A parte de su Sirena, creemos que los capitanes Heredia y Salazar le apoyarán bien. Pero las dos corbetas no son el apoyo suficiente a la Sirena en caso de combate. Tendrá que acompañarle una fragata. O el capitán de la Osa o el capitán Trinquez. 

-   ¿Y la Santa Ana? 

-   Suba -indicó don Rafael, para que Eugenio subiese a la caja del carruaje, luego le siguió él, cerrando la portezuela-. La Santa Ana tiene dos problemas, primero, tiene una batería pequeña, solo es una veintiocho. Queremos una treinta y dos para ser una buena compañera de la Sirena, junto con el apoyo de las corbetas. El segundo es que el nuevo capitán, cuando se asigne uno. Van a mandar uno desde La Habana, por tierra, así que a saber cuándo llega. Pero este hombre tendrá que acabar con la mala reputación de la tripulación, tras el paso de Juan Manuel. No sé cuanto tardará en volver combativa a esos hombres. 

-   Entiendo su postura -asintió Eugenio, moviendo la cabeza-. ¿Podría elegir a mi acompañante? 

-   Puede hacerme una petición si quiere, pero no le garantizo nada -dijo don Rafael.

Eugenio se quedó unos momentos en silencio y mientras el carruaje traqueteaba en dirección a la casa de don Bartolomé, fue contándole a don Rafael lo que le parecían los dos capitanes que podían ser asignados a sus órdenes. Todo lo que argumentaba era lo que había llegado a conocer de ambos en las horas previas a los juicios, cuando ambos capitanes, al juicio de Eugenio, habían perdido toda la seriedad que debe estar ligada a unos capitanes de la armada real. La cara de don Rafael se fue poniendo seria al escuchar las formas tan poco caballerosas que tanto el capitán Trinquez como el de la Osa habían lucido en los últimos días. Aun así Eugenio indicó quién podía ser con el que estaría menos infeliz para llevar a cabo la misión. 

-   Eugenio, siempre me he enorgullecido de que sois una persona muy observadora, que se fija en muchas cosas -indicó don Rafael cuando Eugenio terminó su alocución-. Lo que me cuenta me llena de desazón y si puedo, convenceré al gobernador de quien debe acompañarle y le advertiré que tal vez tenga a alguien con la lengua muy larga entre sus filas. El capitán de la Osa le ha insinuado que se iban a ver en una misión y se supone que lo que le estoy contando es alto secreto. 

-   Siento haberle preocupado -pidió disculpas Eugenio, temiendo que sus palabras hubieran dejado intranquilo a don Rafael. 

-   Un capitán inferior puede decirle estas cosas a su comodoro, más bien, debería decírselas -aseguró don Rafael-. Pero dejemos estas cosas para después. Hay que llegar más alegres a la comida. ¿No cree?

Eugenio asintió con la cabeza y don Rafael cambió de tema, por uno más ameno para dos capitanes en tierra. Ya fuera sobre la situación de la colonia o de la metrópoli, eran temas más interesantes que los miedos de Eugenio por un mando que tal vez no se diera al final.

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