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sábado, 4 de diciembre de 2021

Aguas patrias (65)

Cuando el reloj que había en la sala comenzó a dar la hora a la que debería empezar el juicio, los capitanes presentes se sentaron en sus sitios, los mismos que habían usado él día anterior. En ese momento se abrieron las puertas y entraron hablando el gobernador y el comodoro, que marcharon hacia sus respectivos sitios. El capitán Menendez y otros testigos se sentaron en los bancos preparados para ellos, pero los reos no llegaron a entrar en ningún momento, pues fue el gobernador quien habló. 

-   Señores, me temo que el juicio no va poder formarse, ya que el capitán Trinquez ha sufrido esta noche un accidente en su barco, que le impide salir de allí -dijo con solemnidad el gobernador-. Por ello, el juicio se retrasa hasta que se pueda formar un consejo con el número suficiente de capitanes. Mis disculpas a los testigos que han sido llamados, que se han desplazado hasta el palacio a estas horas. Pueden retirarse. Cuando el nuevo juicio se establezca, serán todos llamados otra vez. Buenos días, señores.

El gobernador se puso de pie y salió de la sala. Los testigos se fueron marchando, algunos de ellos, marineros, que se fueron aliviados. Ya no tendrían que acusar a sus antiguos amigos. Incluso vio caras de tristeza en algunas personas, como el caso del capitán Menendez. Tal vez algunos disfrutaban poniendo penas de muerte o tal vez odiase con saña a los desertores, al fin y al cabo era un soldado. 

-   Capitán Casas, podría acompañarme -dijo don Rafael, que se había levantado de su asiento y se había acercado a Eugenio, ayudado por un bastón grueso. 

-   Claro, señor -asintió Eugenio. Vio una cara de tristeza en el grupo de los capitanes. Tal vez de la Osa esperaba seguir la conversación que había iniciado en el coche con el resto de los capitanes de su nivel. Eugenio suspiró con placer por no tener que asistir a otro monólogo de indiscreciones del capitán. 

-   Espero que los otros capitanes no se enfaden conmigo por privarlos de su compañía -indicó don Rafael, cuando salían del salón y recorrían los pasillos hacia el exterior del palacio. Los capitanes, con paso más rápido al comodoro ya se habían marchado de allí. 

-   Casi diría que yo me siento en deuda con usted por librarme de su compañía -murmuró Eugenio, pero al momento se culpó por haber dicho eso. 

-   Eso quiere decir que ya ha conocido la peculiaridad del capitán de la Osa, en tierra -dijo con sarcasmo don Rafael-. Rodrigo es un gran marino, hábil con los cálculos de posición, su padre llegó a ser uno de los matemáticos de la armada. Dicen que es bragado en el combate y no le dan miedo las bocas de los cañones enemigos. Pero en tierra parece una tendera. Se entera de todos los chascarrillos y los secretos de sus compañeros de armas y sus familias. Supongo que muchos de los capitanes que son unos linces en el mar, pasan a ser unos raros o extravagantes en tierra. ¿Cuál será mi pecado de rareza? 

-   Nunca he tenido el placer de ver tal tontería, señor -aseguró Eugenio, intentando que su superior no empezase con alguna conversación que no quería oír ni saber.

Don Rafael le miró y le guiñó un ojo. Daba gusto tener un oficial subalterno tan fiable y servicial, aunque esperaba que Eugenio se fuera despegando de su influencia. Pues llegaría un punto que ya no podría protegerlo. Al fin y al cabo, los capitanes podían llegar a un momento de esplendor, pero esa época era corta y los que se habían quedado eclipsados por la luz de uno, pronto volvían a por su sitio, arrastrándote al suelo con fuerza. 

-   Le he pedido que me acompañe por dos razones, capitán -indicó don Rafael-. En primer lugar me he enterado que ayer tuvo que rechazar una invitación de don Bartolomé, debido a este juicio de hoy. Claramente quedaría muy mal que ahora que no hay juicio, mande una misiva intentando que le vuelvan a ofrecer la invitación. Y tampoco puede presentarse de improviso, después de haber rechazado la misiva. Pero como yo también estaba invitado y soy amigo de la familia, he pensado que la mejor forma de no quedar mal ante don Bartolomé que venga acompañándome. Don Bartolomé no podrá echarle, sin quedar mal conmigo. ¿Qué le parece? 

-   Que es usted muy bueno conmigo -afirmó Eugenio de corazón. 

-   Que menos por alguien que ha salvado mi vida y mi honor -aseguró don Rafael.

Sin duda las palabras de don Rafael le llenaron de orgullo a Eugenio, aunque intentó que su rostro no fuera un escaparate de ello, aunque temía que don Rafael era partícipe de ello.

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