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sábado, 24 de abril de 2021

Aguas patrias (33)

Eugenio, situado en el alcázar, observaba la embarcación que les seguía en la estela y pensaba en lo que era el destino. Haría un día, el capitán Menendez le agriaba el momento con una triste verdad, les faltaban embarcaciones auxiliares para su meta. Ahora en cambio, tenían algo que les venía de anillo al dedo. La embarcación se llamaba el Windsor, un cuter inglés, de diez cañones y muy marinero. Por lo visto hacía las funciones de barco guardacostas y paquebote en las islas vírgenes, pero las tormentas le habían pillado intentando echar a un bergantín corsario de las aguas que patrullaba. Claramente un cuter como ese se valía de su velocidad y su pequeño calado para martirizar al bergantín, siempre alejándose de los cañones del corsario, cuando este se giraba para amedrentarlo y lanzando su ligera munición cuando podía.

Pero el capitán, un joven teniente recién ascendido y un poco corto de miras, al ver la enseña inglesa ondeando en la driza de la cangreja, se había acercado a la Sirena. Y cuando Eugenio había ordenado que se mostrara su verdadero pabellón, el cuter estaba bajo los cañones de la fragata, listos para destrozarlo de una andanada. El oficial inglés no había hecho absolutamente nada para defender o mantener su embarcación. Los infantes de marina junto al tercer teniente y algunos marineros se habían hecho cargo del cuter, que solo contaba con una tripulación mínima. El capitán Menendez se había presentado voluntario para tomar el barco, pero Eugenio prefería que los soldados no se dejasen ver demasiado.

El carpintero de la Sirena se había afanado en construir una cárcel para los ingleses en la bodega, moviendo parte de la carga. Claramente el teniente inglés entregó su sable y le permitieron moverse por la cubierta de la Sirena, así como le habían preparado una cómoda estancia entre los oficiales españoles. Aunque un infante de marina se encargaría de tenerle siempre vigilado. Un buen número de los soldados habían sido trasladados al cuter, cuando los ingleses habían desaparecido. Ya tenían una forma de desembarcar a los soldados sin hacer que la misión se fuera al traste.

Esa noche Eugenio decidió que era el momento de informar a sus oficiales y los invitó a una cena. Los encargados de la guardia fueron sustituidos por los ayudantes del contramaestre y todos se reunieron en la cámara del capitán, que se había preparado para ello. El capitán Menendez también había sido invitado.

El cocinero del capitán se había esmerado en preparar una comida aceptable y se descorcharon un buen número de botellas, muchas de ellas que habían encontrado en el cuter inglés. A parte de la comida del tonel correspondiente, el cocinero se había incautado de algunas tortugas que llevaban en el cuter, preparando una sopa con ellas, que ante la sorpresa de los oficiales más jóvenes, la sirvió en el caparazón más grande. Cerdo guisado, pescado del día y un postre hecho con sebo y mucho azúcar. La cena se fue desarrollando con alegría, contando todo tipo de historias acontecidas en sus vidas en la mar. Los guardiamarinas invitados, ya que no estaban todos, escuchaban con placer y con alguna copa de más, las narraciones de su capitán y de los oficiales. El contramaestre que era mucho más mayor que la mayoría de los oficiales superiores a él, sabía más ocurrencias y chanzas que estos. Incluso el capitán Menendez se ganó el puesto en la mesa con historias increíbles y batallas.

Pero lo importante llegó al final de la velada, cuando los marineros que hacían de sirvientes se llevaron todo, dejando únicamente las copas para beber de las botellas de Oporto que habían traído. Ante la mirada de sus oficiales, Eugenio se levantó, fue a su camarote y regresó con un plano enrollado en la mano. Lo desplegó ante todos, que miraban lo que había dibujado. 

-   Nuestro destino, señores -anunció Eugenio, señalando el mapa. 

-   Eso es Antigua -dijo el contramaestre, tras unos minutos de silencio. 

-   Muy bien, señor Alvarado -asintió Eugenio, dejándose caer en su silla-. ¿Ha estado alguna vez? 

-   Sí, capitán -aseguró Jose. 

-   ¿Y sería capaz de hacernos entrar en la bahía? -inquirió Eugenio, con una cara sonriente y afable, seguramente provocada por la ingesta de alcohol, aunque había sido uno de los que menos había bebido en esa cena. 

-   Con los ojos cerrados y bajo una lluvia de bala roja -el tono de Jose era inflexible, pero sin duda era una exageración. 

-   Bueno esperemos que como el Windsor, los ingleses crean que somos compatriotas -se burló Eugenio, que no entendía porque ninguno de los oficiales parecía reaccionar demasiado a la noticia-. De todas formas, el capitán Menendez y sus hombres nos quitaran de encima los cañones enemigos. Y dentro esperan jugosas presas, entre ellas dos galeones cargados hasta las cubiertas de riqueza, nuestra riqueza. 

-   Sí -gritó Álvaro, empezando hacer cálculos. 

-   Pero no vendamos la piel del oso antes de cazarlo -advirtió Eugenio-. Además lucharemos solos. La escuadra no viene con nosotros.

Ese dato es el que todos los oficiales esperaban. Si el comodoro no estaba cerca, lo que apresaran sería para ellos. Es verdad que el comodoro y el gobernador, al ser quien habían dado las órdenes se llevarían su trozo del pastel. Pero además sin más oficiales, los de la Sirena podían obtener ascensos si lo hacían bien y Eugenio les halagaba en su informe. Así que la alegría se contagió y la velada terminó con canciones.

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