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sábado, 3 de abril de 2021

Aguas patrias (30)

Cuando terminó la maniobra y la fragata avanzaba con buena velocidad, la suficiente para mantener al Vera Cruz a veinte brazas a su estela, sin que este le recortase nada de la distancia que les separaba, Eugenio ordenó que se retirasen los marineros y que se preparase para dar el almuerzo. Los marineros que no debían estar en cubierta empezaron a desaparecer. Eugenio se separó del resto de los oficiales y se quedó mirando el mar, pensando en silencio. Al poco apareció el tercer teniente, que se llamaba Heliodoro Rojas, junto a un guardiamarina, un chaval de doce años, que creía recordar que se llamaba Federico Bustillo. Era uno de los guardiamarinas enviados por el gobernador, un chico delgaducho, pero que a Eugenio le sonaba el apellido de algo. Los dos oficiales habían llegado a revelar al teniente Salazar y al señor Torres. Primero saludaron al capitán y luego a los oficiales que se retiraban. 

-   Señor Bustillo, acérquese un momento -llamó Eugenio al guardiamarina, que se puso lo más recto posible, aproximándose con miedo-. ¿Tiene usted algún parentesco con el capitán Bustillo? 

-   Es mi tío, señor -consiguió decir el joven oficial, lanzando las palabras de forma atropellada. Eugenio le echó una mirada por encima y sonrió. Era su misión que el joven Bustillo y el resto de los guardiamarinas a su cuidado se convirtieran en buenos oficiales de la armada y si estaba en su mano que regresasen vivos. Pero ni lo primero, ni lo segundo lo podía asegurar, el mar y la guerra eran caprichosos. 

-   Yo serví a las órdenes de su tío cuando él mandaba el Real Carlos y yo era un guardiamarina asustado como usted -Eugenio señaló el uniforme del muchacho, que estaba muy arrugado, con los cuellos sucios, los puños doblados de mala forma, las medias rotas y no llevaba su espadín-. Y le puedo asegurar que su tío era muy inflexible con el uniforme de los guardiamarinas. Que sea la última vez que usted u otro guardiamarina se presente de esta forma. Y un oficial se la conoce por el uniforme y por su espadín. Esta vez se lo voy a pasar, pero están advertidos. Se lo comunicará usted a sus compañeros de la camareta. ¿Entendido? 

-   Sí… sí, señor -tartamudeó Federico. 

-   Bien, vuelva a sus tareas y cuando sea el cambio de guardia, puede terminar diez minutos antes para advertir al siguiente guardiamarina -prosiguió Eugenio-. Pero le advierto que si otro guardiamariana llega como usted, todos sufrirán el castigo.

El joven asintió con la cabeza y regresó junto al tercer teniente, que sonrió al capitán, pero al ver el rostro seco de Eugenio reprimió la sonrisa. Eugenio entendió esa mueca de complicidad. Ambos habían sido guardiamarinas y habían recibido ese trato de un oficial superior y casi siempre les vino bien. Pero el problema es que ahora él era un capitán y los tenientes no podían tener esa confianza, por lo menos no ante el resto de los oficiales y los marineros. Un capitán podía tener uno o varios favoritos en su tripulación, pero nunca podía dejarlo entrever, ya que eso provocaría los celos y las disputas. Más de una buena tripulación se había hundido porque un capitán había elegido a sus principales, despreciando al resto. Y era un asunto que parecía ocurrir en casi todas las armadas. Hacía un tiempo había escuchado de motines en los barcos ingleses por esa situación.

Mientras estuvo en cubierta Eugenio, ordenó que pusieran un buen marinero en la cofa del mayor, para ver que había cerca de ellos. Si se encontraban con algún barco inglés y se les escapaba pronto correría la noticia que la Sirena había cambiado de manos. Un paquebote rápido podía llevar la noticia a Antigua antes de que ellos, más grandes y pesados se acercasen. La misión que tenía en ciernes solo podía salir bien si los ingleses creían que la Sirena seguía siendo la Syren. Pero claro, ahora navegaba con pabellón español, pues estaban en las aguas españolas. Aunque la verdad es que todas esas aguas, según la península eran aguas patrias.

Al final, cuando el hambre empezó a hacer rugir sus tripas, Eugenio se retiró a su camarote, donde su ayudante ya le estaba preparando la mesa. Esa vez como muchas otras le tocaría comer solo, pero estaba seguro que tras un par de días de viaje, cuando los militares se les bajasen los humos, los oficiales le invitarían a él y a los soldados a comer o cenar en el comedor de oficiales. Pero por ahora se conformaría con la soledad y la lectura de los libros del barco, que su escribiente y el contador se habían afanado en poner al día antes de zarpar.

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