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sábado, 10 de abril de 2021

Aguas patrias (31)

Muy a pesar de Eugenio una vez que se alejaron de Santiago y tomaron la costa de La Española, empezaron una serie de tormentas que hicieron que marineros, soldados y oficiales se emplearan a fondo para no acabar todos en el fondo. La escuadra prácticamente navegaba junta de forma nominal, ya que el oleaje y el viento, obligó a las embarcaciones a separarse de forma obvia. Todos los días, Eugenio mandaba a un guardiamarina armado de un catalejo a la cofa del mayor, para buscar en el grisáceo horizonte alguna señal del resto de los navíos. 

-   ¿Es que esto no va a parar nunca? -preguntó Mariano con un quejido, mientras se recolocaba mejor con capa de agua, a causa de la precipitación continua que llevaba cayendo desde hacía días. 

-   Mírelo por el lado bueno, teniente -dijo Eugenio, cuya capa chorreaba agua-. No tendremos que hacer ninguna aguada pronto. 

-   Visto así -afirmó Mariano, moviendo los pies para oscilar y que el agua que se le acumulaba en la capa encerada cayese en la cubierta. 

-   ¿Nada de nuestro vigía? -inquirió Eugenio. 

-   Nada, señor. 

-   ¿Y nuestros amigos, los soldados? 

-   La mayoría echando hasta la bilis -indicó Mariano, que había pedido el informe de la enfermería al médico de abordo, antes de empezar su guardia. 

-   Pues el tiempo mejora o nuestra misión está condenada al fracaso -murmuró Eugenio, mirando el cielo encapotado-. Necesitamos a los soldados listos, no enfermos. 

-   Seguimos teniendo a los marineros y los infantes -señaló Mariano. 

-   Ya -asintió Eugenio, pero solo para no hacer de menos a sus hombres, pues los marineros más cercanos seguro que estaban poniendo atención a la conversación. Los marineros eran peores que las viejas chismosas. Sobre todo si se aburrían bajo cubierta. 

-   De todas formas, señor, primero debemos sobrevivir -afirmó Mariano, persignándose.

Eugenio asintió ligeramente con la cabeza y miró el cielo encapotado, preguntándose si las nubes estaban igual de oscuras que en los días anteriores o las veía ligeramente más claras. Tal vez si se terminase esta serie de tormentas que se habían encontrado, darían con la escuadra. Pero él sabía lo que tenía que hacer y ya había leído las órdenes del sobre sellado que le habían entregado. Lo había hecho según perdieron de vista al resto de la armada. Esa era la condición que le había impuesto su comodoro. Ahora sabía que no debía buscarles, hasta que se encontrasen en el punto designado. Aunque si pasaban los días y la escuadra no aparecía, tenía órdenes directas de regresar a Santiago con sus presas y ponerse a disposición del gobernador de la ciudad. Esa coletilla al final de las órdenes no le gustaba, porque era dejar en la estacada a la escuadra si esta estaba en problemas. Por tanto Eugenio se encontraba en una encrucijada, pensando cuánto podría estirar lo que había leído sin incurrir en una falta de desobediencia. 

-   ¿Quién está arriba? -preguntó mecánicamente Eugenio. 

-   El señor Torres, señor -contestó Mariano rápidamente. 

-   Hágale bajar y que le sustituya un marinero, uno de buena vista y buen tino -indicó Eugenio-. No quiero que un joven novato haga tonterías por intentar agradar a su capitán. 

-   ¿Tonterías? -repitió Mariano, sorprendido. 

-   ¡Mire! -Eugenio señaló a la cofa del mayor, por lo que Mariano siguió su dedo. Se quedó blanco al ver como el cuerpecillo del guardiamariana sobresalía demasiado de las defensas de la cofa. Incluso parecía que lo hacía a posta, como si intentase acercarse más al vacío para localizar algo que era incapaz de ver. 

-   ¡Mierda! 

-   Hágale bajar -volvió a decir Eugenio-. Me voy a mi cámara. Mandé al señor Alvarado y al señor Torres. Quiero hablar con ambos. El señor Alvarado ya sabe lo que tiene que hacer.

Tras esa frase, Eugenio se dio la vuelta mientras Mariano asentía con un tono neutro pero sonoro. Los marineros del timón, los que les rodeaban le miraban con rostros fríos. Todos sabían lo que iba a ocurrir en la cámara del capitán. Pero todos sabían que era una parte del aprendizaje. Los oficiales, los buenos, habían recibido esa educación estricta y muchos marineros. Y en el fondo, todos ellos aunque en ese momento se compadecían por el joven Torres, todos esperaban que cuando llegase el momento crucial de sus vidas, una incursión, un combate penol a penol, el joven oficial supiera llevarles a la victoria de forma ejemplar.

Para cuando Agustín Torres bajó de la cofa y se marchó arrastrando los pies en dirección al camarote del capitán, sabedor que este no le iba a decir nada bueno, Jose Alvarado, el contramaestre del navío le esperaba con el capitán armado con su vara. Mariano sacó a la mayoría de marineros del alcázar, sólo los esenciales, ya que estos parecían que estaban rezando plegarias por el pobre muchacho. No fue sorpresa, escuchar las palabras del capitán, que aunque no eran gritos, eran en un tono fuerte, y el restañar de la vara del contramaestre, diez veces. Pero no escucharon ni un solo lloro, ni un solo alarido. Y eso llenó de orgullo a los marineros. Mariano sabía que pronto todo el barco sabría lo sucedido.

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