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miércoles, 31 de mayo de 2017

El tesoro de Maichlons (2)



El sol ya empezaba a realizar su último viaje por el cielo, en dirección al horizonte para desaparecer hasta el día siguiente, cuando Maichlons llegó a las puertas de Stey. Durante la última hora el tráfico por la calzada había aumentado y ahora permanecía parado, tras un carro lleno de toneles y delante de una carroza. Ninguno de los conductores le había dirigido la palabra, aunque le habían saludado. A Maichlons no le había parecido raro, pues normalmente un soldado que viajaba solo, lo más seguro es que fuera un mercenario o un matón, gente de mal vivir. Las personas de bien no se mezclaban con ellos.

La cola se movía lentamente, mientras el tiempo iba pasando. Por fin el carro de los toneles alcanzó las puertas, la guardia lo paró, estuvo un sargento charlando con el conductor y por fin llegaron a un acuerdo con el precio de entrada. Maichlons supuso que el buen sargento se quedaría con algunas monedas, que no llegarían hasta los cofres del estado. El carro empezó a moverse y Maichlons azuzó a su montura para acercarse al sargento y sus guardias.

   -   ¡Alto! -gritó el sargento lo más marcial que pudo, levantando una mano-. ¿Quién sois? ¿Cuál es vuestro interés para entrar en la ciudad?
   -   Maichlons de Inçeret -respondió Maichlons, mientras sacaba el pliego con las órdenes del gobernador para su traslado a la capital.

El sargento se medio cuadró al oír el apellido y esperó hasta recibir el pliego. Lo abrió con cuidado, leyó el contenido y se lo devolvió a su dueño.

   -   Bienvenido a casa, mi coronel -dijo el sargento, mientras daba unos pasos para permitir el paso y hacía señas a sus guardias para que se movieran.
   -   Buen día tenga usted también -murmuró Maichlons entre dientes, mientras guardaba el pliego y clavaba las espuelas en los costados de su montura que inmediatamente se puso a moverse.

Aunque ya era tarde, la ciudad que se encontró aún estaba llena de vida. Enfiló por una de las calles principales, de calzada de piedra gris, con casas y nuevas calles más pequeñas que en ella nacían. Los puestos y los talleres ante los que pasaba estaban terminando de trabajar o cerrando en ese momento. Los mercaderes y los peones se retiraban a casa. La mayoría de los edificios eran de cinco plantas a lo sumo, de piedra gris, desde tonalidades oscuras a las más blanquecinas. Había ventanas, con los postigos abiertos, con maceteros de cerámica anaranjada sobre ganchos de hierro con volutas y hojas labradas. Plantas con flores adornaban las fachadas. Los tejados eran de pizarra azulada. En los bajos había tiendas, talleres y tabernas.

Debido a que ya no había ni mujeres ni niños por las calles y los hombres se retiraban a sus hogares, le fue fácil recorrer los barrios del círculo exterior hasta llegar a la puerta del barrio alto. Si hubiera sido otra hora se habría aventurado por la Cresta, pero con la llegada de la noche las callejuelas de ese barrio se volvían más peligrosas de lo que eran cuando los rayos del sol intentaban rechazar a la oscuridad siempre reinante. Al pasar por la zona donde se encontraban las herrerías y talleres del metal, aunque en la mayoría ya no se escuchaba nada, se fijó que junto al templo de Bhall, el dios único y supremo al que prácticamente toda la población del reino rezaba, un monje aún trabajaba en su taller. Ya había oído afirmaciones sobre los sacerdotes que llevaban los templos de Bhall el herrero. Lo que no sabía era que se habían establecido en la capital. Eran los sacerdotes más modestos de toda la Iglesia de Bhall.

Al alcanzar las puertas del barrio alto, unos guardias le detuvieron, pero al igual que en las puertas de la muralla exterior, no le pusieron ninguna pega. En el barrio alto, las construcciones no eran muy diferentes a las del resto de barrios, aunque cada casa pertenecía a una única familia. Solían tener establos y un patio interno, al que se llegaba atravesando un muro o un pasadizo. También había tabernas, algunas tiendas y cuarteles. La guardia real tenía sus cuarteles rodeando la ciudadela, donde se encontraba el castillo real, los establos reales, un pequeño jardín y una capilla.

Por fin llegó a las puertas de la casa en la que hacía tanto había nacido. Estaban cerradas. Desmontó, se acercó a una aldaba con forma de puño y golpeó con fuerza. La madera vibró bajo los golpes de la aldaba. Al principio no pasó nada, pero al poco pudo escuchar los pasos de alguien, un taconeo sobre las piedras que había al otro lado. Los cerrojos de la puerta se comenzaron a mover y una parte de la puerta grande se abrió hacia dentro, dejando un hueco suficiente para que una persona agachándose pudiera cruzar.

Un hombre mayor, algo bajito, encorvado, de pelo blanco, apareció por el hueco y miró a Maichlons, con cara seria. Durante un rato se quedó mirando al joven que había aporreado la puerta, esperando a que alguien dijera algo.

1 comentario:

  1. Una vez más consigues transportar al lector a la época de la novela y hacerle sentir parte de ella. Mi enhorabuena porque tanto esta novela como la otra están de diez.

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