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domingo, 13 de agosto de 2017

El juego cortesano (8)



Una vez que entraron en la casa, se encontraron con una serie de estancias y pasillos, todos de paredes pintadas en tonos ocres y naranjas pálidos, los suelos eran de mármol claro. Las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas, opacas a la luz, que en ocasiones eran normales, pero en otras había cristales de colores engarzados en los marcos de madera oscura. A parte de divanes, sillas con respaldos, mesas de todos los tamaños, estanterías llenas de libros, vitrinas con piezas de artesanía muy dispar, había una gran multitud de piezas de decoración, como pieles colgando de las paredes, cabezas de presas de cacerías, plantas exuberantes, jarrones de diversas dimensiones, con flores o vacíos, armaduras pulimentadas con esmero sobre maniquís de caoba, y otras que ni siquiera se podrían imaginar lo que eran.
La mujer les llevó hasta una estancia amplia, donde había mesas bajas, sofás, divanes, una gran cantidad de cojines, y en un extremo una serie de juguetes, figuras de madera que representaban animales y otros de plomo, que eran soldados imperiales. Por las ventanas se podía observar un jardín cuidado al otro lado, con palmeras y árboles floreados. Había bancos, fuentes y algún que otro estanque. Bharazar se acercó a ver el exterior, para descubrir una figura, una mujer vestida completamente de negro, incluso con un velo de igual color, que deambulaba sola cerca de uno de los estanques.
-       Señora de la casa, ¿cómo os llamáis? Pues no os habéis presentado -quiso saber Bharazar sin darse la vuelta.
-       Qué fallo, buen príncipe, soy Jhamir -respondió la mujer haciendo una reverencia-. Sentíos como en vuestra propia morada. Mi esposo está en el palacio, pero vendrá a comer. Por lo que me retirare para preparar el banquete en vuestro honor. Sois libre de deambular por donde queráis, pero no abandonéis la hacienda.
Jhamir se iba a marchar cuando dos niños, entraron como locos en la estancia, y se acercaron a donde estaba Jhamir.
-       ¡Madre, madre! ¡Han llegado catafractos a nuestros establos! -gritaron los dos niños al unísono, demostrando estar maravillados por el descubrimiento.
-       ¡Limer! ¡Mhalik! -bramó Jhamir haciéndose la enfadada-. ¡Qué modales son estos! ¿Esta es forma de entrar en una habitación donde hay invitados? ¡Venid los dos aquí ahora mismo!
Los dos niños, que se parecían bastante entre sí, y algo a Jhamir, eran morenos, de ojos oscuros, delgados y Limer ligeramente más alto que Mhalik. Ambos se acercaron a Jhamir, que puso su mano sobre sus cabezas, alborotando sus cabellos.
-       Limer, Mhalik, estos son nuestros invitados, el general Bharazar y el…, el… -presentó a los dos militares.
-       El capitán de catafractos Jha’al -terminó Bharazar, consiguiendo lo que se había propuesto, los ojos de los niños se abrieron y empezaron a lanzar chispas de gozo.
-       Eso, el capitán Jha’al -repitió Jhamir aprendiéndose el nombre y rango-. Estos son los hijos de mi esposo, Limer de seis y Mhalik de cuatro, general.
-       Se ve que son unos niños muy inteligentes y vivarachos -comentó Bharazar intentando acertar con el elogio sin parecer un adulador.
-       Gracias, general. Ahora les dejaremos solos -aseguró Jhamir y empezó a empujar a los niños, pero estos pusieron mala cara, así que Bharazar intervino.
-       Estoy seguro que estos dos jóvenes querrán escuchar a un catafracto del emperador. Al capitán Jha’al le encanta contar historias y se le dan muy bien los niños, es un gran mentor -el aludido puso la sonrisa más beatífica que pudo, mientras miraba fijamente a Bharazar dando a entender que se iba a acordar de esta jugada.
Jhamir se marchó no muy convencida, pero quién era ella para negarse a que sus hijos fueran cuidados por un miembro de la casa imperial. Los dos niños se agarraron de las manos de Jha’al y le guiaron hasta la esquina donde estaban los soldados de plomo, mientras el viejo capitán se quejaba de que era un cordero derecho al matadero. Bharazar observaba como su buen amigo y gran guerrero se dejaba manejar como un muñeco de trapo por un par de mozalbetes. Esa reacción no se la hubiera esperado, de él, que ni caía bajo el influjo de las mujeres, como les había pasado a muchos soldados.
Jha’al comenzó a responderles a sus preguntas y con los soldados de plomo a contarles escaramuzas y batallas vividas. Bharazar se acercó para añadir alguna cosa, pero al ver que los niños solo tenían oídos para Jha’al, que para un general, se separó de ellos y se dirigió hacia las ventanas y sobre todo hacia la puerta que daba al jardín. La mujer de negro seguía allí.

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