Al mirar al cielo, las nubes viajaban
hacia el norte, compactas, con forma algodonosa, blancas, surcando en solitario
el cielo azul, tapando al sol, que lucía con fuerza, ya que era el final de la
primavera y pronto comenzaría el verano. La brisa era suave, llevaba un cierto
frescor, ya que ascendía desde la costa del este, empapándose de la humedad del
reino de Askhon.
El hombre permanecía allí de pie, absorto en
el placer del buen tiempo, mientras a su alrededor otras personas parecían más
ocupadas. Había varias mujeres que se afanaban en arreglar unos cestos, que
seguro emplearían cuando llegara la siega del poco cereal que eran capaces de
cultivar en los terrenos más o menos agrestes que rodeaban a la aldea. Varios
hombres transportaban sacos de una especie de casucha a un molino de madera que
había junto a un molino de madera, cuya rueda se movía gracias a un pequeño río
que cruzaba a poca distancia de la población.
Los niños jugaban a perseguirse, con palos
en las manos, jugando a ser guerreros o por lo menos siervos armados, pues
todos eran hijos de agricultores y por ello, jamás podrían alcanzar el grado de
guerrero. Se tendrían que limitar a conocer el uso del arco de caza y manejar
un pequeño cuchillo, las armas típicas del thyr.
Todos parecían no ver al hombre, un
forastero, que acababa de alcanzar esa aldea. Había llegado del norte, y
claramente buscaba algo. Había preguntado por una mujer, alguien que desgraciadamente
hacía varios inviernos se había ido a encontrarse con Bheler. Pero no querían
hablar de esa mujer, pues era una bruja, una hilandera del destino, y los
lugareños no querían ni pronunciar su nombre, por si la mala suerte les caía
encima.
Un hombre mayor salió de una de las
casuchas, edificios construidos con troncos puestos unos encima de otros, con
las junturas llenas de lodo y musgo, con techos de madera, cueros de animales y
más musgo. La aldea estaba formada por una veintena de casuchas de igual tamaño,
además de una herrería, el molino, un granero y un establo. Cada casucha estaba
habitada por una familia, es decir unos padres con sus hijos, normalmente unos
tres o cuatro, podían aún residir algún anciano con ellos. Solo el hombre mayor
vivía solo, pero aun así nunca le faltaba un plato humeante en cada comida. La
aldea carecía de defensas perimetrales, pues eran tan pobres que nadie en su
sano juicio se molestaría en atacarles.
El anciano vestía con una camisola gruesa
de lana, unos calzones de fieltro oscuro y sobre estos una túnica ligera,
blanca como la nieve, que le caracterizaba por lo que era, el sacerdote de la
aldea. Del cinturón colgaban media docena de bolsas de diferentes tamaños,
aunque se diferenciaba una entre todas, de mejor cuero, donde sin duda llevaría
las runas hechas con huesos de animales, con las que hablaba o veía el designio
de los dioses. Estaba prácticamente calvo, lucía una pequeña y escuálida barba
blanca. Sus ojos eran pequeños y parecían cansados. Con un paso lento y
bastante frágil, si no fuera por la ayuda de una vara de roble, se fue
acercando al forastero.
- Es un día bonito -dijo el anciano cuando
estuvo a la par del hombre.
- Sí, una brisa sana -contestó el hombre,
volviéndose hacia el anciano.
- Yo conocí a Güit, me gustaba hablar con
ella, era amigable y teníamos conocimientos parecidos sobre plantas -señaló el
anciano-. Pero supongo que por ello los aldeanos la temían.
- Supongo que usted se encargaría de
realizar los ritos para su viaje -murmuró el hombre, al que se le veía
ligeramente triste.
- Era una buena amiga, claro que me encargue
de ellos -aseguró el anciano-. Lo que me gustaría saber que era Güit de usted.
- Nos conocíamos desde la infancia, fuimos
grandes amigos, y… -el hombre se detuvo y decidió pensar como seguir-...
tuvimos algo más. Pero ella no me pudo seguir allí donde yo tenía que ir.
Quedarse aquí era más seguro, para ella, para ambos. Ahora cuando las cosas han
cambiado, ya no está para ver el resultado.
- Tenía una casa, en el bosque, tal vez
quiera ver donde vivía, no está muy lejos y seguro que allí puede descansar
mejor que en el establo, pues ninguno de mis feligreses le dejaran entrar en
sus casuchas -indicó el anciano.
- ¿Y en la suya?
- Amigo, no he durado tanto en esta aldea de
supersticiosos, sin saber lo que se puede y lo que no se puede hacer -aseveró
el anciano-. Estos creían que iba a luchar todos los días contra la “bruja”,
pero como era viejo no podía con ella. Su cabaña está siguiendo el torrente del
molino, tras una veintena de millas, en un bonito claro, con rosales y
hortensias.
- Gracias -musitó el hombre.
- En ese caso, cuanto antes se vaya mejor
para todos -advirtió el anciano-. No me gusta ser descortés, pero un guerrero
en este pueblo siempre es indicativo de problemas. Creo que esta noche me voy a
coger plantas medicinales al bosque, para futuras tisanas. Coja su caballo y márchese
cuanto antes.
El anciano hizo un par de gestos con las
manos, como si estuviera asustando a los malos espíritus. El hombre se fijó en
que los aldeanos les observaban por el rabillo del ojo y respiraban aliviados
al ver al sacerdote lanzar lo que ellos creían que eran sortilegios.
El hombre se dirigió al establo, el lugar
donde había atado a su montura, tomó de las riendas y lo guió en dirección al
molino y el torrente. Se fue alejando de la población. Iba pensando en cómo
habían cambiado los tiempos, como el temor y el miedo habían llenado los
corazones de los hombres. Hasta los guerreros habían sucumbido en estas horas
de oscuridad.
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