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miércoles, 16 de agosto de 2017

Encuentro (1)





Al mirar al cielo, las nubes viajaban hacia el norte, compactas, con forma algodonosa, blancas, surcando en solitario el cielo azul, tapando al sol, que lucía con fuerza, ya que era el final de la primavera y pronto comenzaría el verano. La brisa era suave, llevaba un cierto frescor, ya que ascendía desde la costa del este, empapándose de la humedad del reino de Askhon.

El hombre permanecía allí de pie, absorto en el placer del buen tiempo, mientras a su alrededor otras personas parecían más ocupadas. Había varias mujeres que se afanaban en arreglar unos cestos, que seguro emplearían cuando llegara la siega del poco cereal que eran capaces de cultivar en los terrenos más o menos agrestes que rodeaban a la aldea. Varios hombres transportaban sacos de una especie de casucha a un molino de madera que había junto a un molino de madera, cuya rueda se movía gracias a un pequeño río que cruzaba a poca distancia de la población.

Los niños jugaban a perseguirse, con palos en las manos, jugando a ser guerreros o por lo menos siervos armados, pues todos eran hijos de agricultores y por ello, jamás podrían alcanzar el grado de guerrero. Se tendrían que limitar a conocer el uso del arco de caza y manejar un pequeño cuchillo, las armas típicas del thyr.

Todos parecían no ver al hombre, un forastero, que acababa de alcanzar esa aldea. Había llegado del norte, y claramente buscaba algo. Había preguntado por una mujer, alguien que desgraciadamente hacía varios inviernos se había ido a encontrarse con Bheler. Pero no querían hablar de esa mujer, pues era una bruja, una hilandera del destino, y los lugareños no querían ni pronunciar su nombre, por si la mala suerte les caía encima.

Un hombre mayor salió de una de las casuchas, edificios construidos con troncos puestos unos encima de otros, con las junturas llenas de lodo y musgo, con techos de madera, cueros de animales y más musgo. La aldea estaba formada por una veintena de casuchas de igual tamaño, además de una herrería, el molino, un granero y un establo. Cada casucha estaba habitada por una familia, es decir unos padres con sus hijos, normalmente unos tres o cuatro, podían aún residir algún anciano con ellos. Solo el hombre mayor vivía solo, pero aun así nunca le faltaba un plato humeante en cada comida. La aldea carecía de defensas perimetrales, pues eran tan pobres que nadie en su sano juicio se molestaría en atacarles.

El anciano vestía con una camisola gruesa de lana, unos calzones de fieltro oscuro y sobre estos una túnica ligera, blanca como la nieve, que le caracterizaba por lo que era, el sacerdote de la aldea. Del cinturón colgaban media docena de bolsas de diferentes tamaños, aunque se diferenciaba una entre todas, de mejor cuero, donde sin duda llevaría las runas hechas con huesos de animales, con las que hablaba o veía el designio de los dioses. Estaba prácticamente calvo, lucía una pequeña y escuálida barba blanca. Sus ojos eran pequeños y parecían cansados. Con un paso lento y bastante frágil, si no fuera por la ayuda de una vara de roble, se fue acercando al forastero.

   -   Es un día bonito -dijo el anciano cuando estuvo a la par del hombre.
   -   Sí, una brisa sana -contestó el hombre, volviéndose hacia el anciano.
   -   Yo conocí a Güit, me gustaba hablar con ella, era amigable y teníamos conocimientos parecidos sobre plantas -señaló el anciano-. Pero supongo que por ello los aldeanos la temían.
   -   Supongo que usted se encargaría de realizar los ritos para su viaje -murmuró el hombre, al que se le veía ligeramente triste.
   -   Era una buena amiga, claro que me encargue de ellos -aseguró el anciano-. Lo que me gustaría saber que era Güit de usted.
   -   Nos conocíamos desde la infancia, fuimos grandes amigos, y… -el hombre se detuvo y decidió pensar como seguir-... tuvimos algo más. Pero ella no me pudo seguir allí donde yo tenía que ir. Quedarse aquí era más seguro, para ella, para ambos. Ahora cuando las cosas han cambiado, ya no está para ver el resultado.
   -   Tenía una casa, en el bosque, tal vez quiera ver donde vivía, no está muy lejos y seguro que allí puede descansar mejor que en el establo, pues ninguno de mis feligreses le dejaran entrar en sus casuchas -indicó el anciano.
   -   ¿Y en la suya?
   -   Amigo, no he durado tanto en esta aldea de supersticiosos, sin saber lo que se puede y lo que no se puede hacer -aseveró el anciano-. Estos creían que iba a luchar todos los días contra la “bruja”, pero como era viejo no podía con ella. Su cabaña está siguiendo el torrente del molino, tras una veintena de millas, en un bonito claro, con rosales y hortensias.
   -   Gracias -musitó el hombre.
   -   En ese caso, cuanto antes se vaya mejor para todos -advirtió el anciano-. No me gusta ser descortés, pero un guerrero en este pueblo siempre es indicativo de problemas. Creo que esta noche me voy a coger plantas medicinales al bosque, para futuras tisanas. Coja su caballo y márchese cuanto antes.

El anciano hizo un par de gestos con las manos, como si estuviera asustando a los malos espíritus. El hombre se fijó en que los aldeanos les observaban por el rabillo del ojo y respiraban aliviados al ver al sacerdote lanzar lo que ellos creían que eran sortilegios.

El hombre se dirigió al establo, el lugar donde había atado a su montura, tomó de las riendas y lo guió en dirección al molino y el torrente. Se fue alejando de la población. Iba pensando en cómo habían cambiado los tiempos, como el temor y el miedo habían llenado los corazones de los hombres. Hasta los guerreros habían sucumbido en estas horas de oscuridad.

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