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jueves, 3 de agosto de 2017

El tesoro de Maichlons (11)



Maichlons se fijó mejor en el hombre. Era más bajo que él, pero fuerte o eso le parecía, una persona de anchos hombros. El pelo era oscuro, llevaba una barba amplia, con volumen, pero a la vez cuidada y retocada con esmero. Los ojos eran grandes, verdosos, una mirada franca, viva, aunque también parecía la de alguien calculador, una persona a la que no se le pasaba detalle alguno. Vestía una casaca, unos calzones largos y una túnica, todas las prendas en un color verde oscuro, rozando el negro, con ribeteados blancos en los puños y el cuello. Una espada estrecha, terminada en punta por lo que podía entrever por la vaina, colgaba por medio de una serie de correas de un cinturón de dos piezas. Llevaba varias bolsas atadas a la inferior.

Mientras seguía con su estudio, pudo distinguir que las puntas de los dedos y las uñas estaban manchadas de negro, lo más seguro que tinta. Por lo que la espada no era su modo de vida principal, estaba ante un burócrata o un miembro de la administración real.

-          Si ya has terminado de estudiarme, igual me puedes seguir -dijo el hombre sin tapujos.

-          ¿Quién era el jinete de antes? -preguntó Maichlons, consciente de que había sido pillado por el otro hombre.

-          ¡Oh, el príncipe Ivort! ¿No lo has reconocido? -respondió el hombre, sin parecer que se burlara de él-. El joven príncipe siempre tiene prisa para ir a sitios en esta ciudad, lugares donde él y sus amigos pueden satisfacer sus pretensiones. Aunque no parece que las obligaciones para con su hermano le agraden tanto.

-          Supongo que es cosa de la juventud… -comenzó a decir Maichlons.

-          Es cosa de fastidiar, pero por ahora no nos atañe -cortó el hombre con una falta de tacto absoluta, como dejando claro que su tiempo era valioso-. Si tenéis a bien seguirme.

El hombre se volvió y se puso a andar, pero Maichlons se limitó a verle marchar. Al poco pareció de algún modo que notó que se alejaba solo, se dio la vuelta y enarcó las cejas, irritado.

-          ¿Y ahora qué os pasa, Maichlons de Inçeret? -dijo airado el hombre.

-          No sé vuestro nombre, ni quién demonios sois, aunque vos sabéis demasiado bien el mío -espetó Maichlons-. Y aunque sepáis como me llamó no os da derecho a ordenarme que vaya tras vuestros pasos. Me temo que realmente no entendéis cual es mi lugar y cuál es el vuestro, escrib…

-          Mejor es que no digáis nada más, no sea que luego tengáis que lamentarlo -le advirtió el hombre, por lo que Maichlons dejó caer su mano sobre el pomo de su espada, algo que no se le pasó desapercibido al hombre-. Me llamo Rubeons de Sançer, y trabajo para vuestro padre, el Heraldo del Rey. De todas formas creo que conocisteis a mi padre, el general Vittorn de Sançer.

-          ¿El general Vittorn? Claro que me acuerdo de él, serví bajo sus órdenes durante las escaramuzas en las ciénagas de Yheidda -indicó Maichlons, cambiando de tono de voz, al evocar sus recuerdos sobre su antiguo superior-. ¿Qué tal se encuentra el general?

-          Desgraciadamente hace un par de años unas fiebres acabaron con él -comentó Rubeons, de forma neutra.

-          ¡Oh! ¡Cuanto lo siento! -murmuró Maichlons temiendo haber metido la pata, por lo que rápidamente cambió de tema-. Has dicho que trabajas para mi padre, por lo que supongo que me espera.

Rubeons se limitó a asentir con la cabeza y señalar hacia el castillo. Maichlons se puso a andar y ambos caminaron en silencio, por la plaza de armas en dirección a las puertas de la torre central, a la que se llegaba por una escalinata. Estaban a punto de pisar el primer escalón, cuando Maichlons escuchó como llamaban a su acompañante.

-          Tío Rubeons, tío Rubeons -era el mozalbete de antes, que volvía a acercarse a la carrera, seguido por los tres cuidadores.

-          ¿Qué pasa aquí? -preguntó con seriedad Rubeons.

-          No quiero seguir con mis lecciones, quiero ir a ver el entrenamiento de la guardia -se quejó el niño.

-          Markeos, un infante del reino debe saber tanto las lecciones que os da el buen Dinitarius, como conocer las artes de la guerra -le recordó Rubeons, que señaló a Maichlons-. Ves  este guerrero, es un coronel, acaba de llegar del norte, tras pasar sus últimos años guerreando contra los enemigos del reino. Pero estoy seguro que su padre le educó en las materias que tú estudias.

-          No lo creo -negó Markeos, con los ojos radiantes al ver un guerrero como el que le gustaría ser.

-          ¿No lo crees? Ahora veras. Coronel, ¿sabéis leer y escribir? -empezó a interrogar Rubeons.

-          Claramente, además de historia, geografía, matemáticas, un par de idiomas, como es el imperial y uno de unas tribus del oeste, se algo de geometría, de navegación, de consultar las estrellas, sin contar con las artes de la guerra -enumeró Maichlons ante la cara sorprendida de Markeos.

-          Así que ya ves que un guerrero tiene que saber muchas cosas, ve con Dinitarius y cuando termines podrás ir a practicar con la espada -dijo serio Rubeons.

El niño se quejó un poco más pero al final acató las palabras de Rubeons, y regresó al castillo para seguir las clases. Rubeons le dio las gracias a Maichlons y ambos entraron en el castillo, por cuyo interior se encargó Rubeons de guiarle, hasta llegar a una puerta de madera oscura y maciza.

1 comentario:

  1. Estudiar siempre es importante. Cultivar tanto la mente como el cuerpo.

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