Las edificaciones del interior de la
ciudad no eran más que chozas circulares de adobe con tejados de ramas
entrelazadas. No eran muy grandes y Yholet supuso que no tendrían mucho sitio
para los que las usaran. Las de la aldea de Kounia le habían parecido muy
sencillas y estas, aunque de un radio mayor, tampoco parecían demasiado
elaboradas. Eran de una sola planta. Pero parecía que podían haber varias
unidas o adosadas, lo que haría que una familia tuviera más espacio para vivir.
Yholet solo podía distinguir las construcciones más cercanas al camino que
recorrían, pues la noche ya había llegado y las antorchas se encontraban a
ambos lados de la calle, pero su luz se mitigaba rápidamente.
El ascenso les llevó a cruzar el primer
anillo interno. Al otro lado, las chabolas dejaron paso a construcciones más
grandes. Eran también circulares, pero habían construido una especie de
contrafuertes en las paredes. Eran más altas y más imponentes. También
distinguió los hornos de las fraguas. Yholet supuso que ese anillo era el de la
casta de los guerreros y herreros. Allí se encontrarían los cuarteles y todo lo
necesario para armar a los soldados.
Su camino les llevó hasta el siguiente
anillo, la última empalizada, la cima de la colina. Los guerreros que les
habían esperado dentro de las puertas, no siguieron con ellos, no cruzaron la
puerta de acceso. Pero allí les esperaba un grakan, un anciano, ya que el pelo
era blanco, pero era imponente. No tenía nada que envidiar a los guerreros.
Vestía con unas ropas, una armadura de cuero, ligera, pero parecía de mejor
acabado que otras. Yholet distinguió una sonrisa en la cara del grakan y otra
en la Kounia. Supuso ante quien se encontraban.
- Kounia, tú y el invitado seguidme -ordenó
el hombre.
- Sí, padre -se limitó a acatar Kounia,
haciéndole un gesto a Yholet de que la acompañase.
Yholet decidió no abrir la boca. Podría
haber dicho algo, pero la prudencia de su forma de vida, le obligaba a no dejar
ver todas sus cartas en el primer momento. El grakan, el padre de Kounia les
guió hasta una de las chozas circulares, pero grande, con los contrafuertes. Al
fijarse bien, no parecía de adobe, sino de piedra. Pequeñas losas planas
colocadas unas sobre otras y los espacios rellenos de adobe. Ante la puerta
había un par de guerreros que saludaron marcialmente al padre de Kounia. Los
tres cruzaron y para asombro de Yholet, el interior se encontraba tabicado, con
paredes de adobe. Los suelos eran de losas y el techo de madera. Le pareció ver
una escalera en un costado. Los tres recorrieron unos pasillos hasta llegar a
una especie de cocina-comedor. El padre de Kounia señaló unas sillas y se sentó
en otra. Dio un par de palmadas en el aire, y aparecieron un par de mujeres que
se aproximaron a los fuegos, colocando unos enrejados. Sobre estos se
depositaron unas fuentes de barro. Yholet pudo ver como pronto empezó a emanar
vapor del interior de las fuentes. Las mismas mujeres se encargaron de preparar
una mesa entre las sillas. Colocaron manteles y copas. Trajeron jarras con vino
y otros líquidos. Colocaron cuchillos y otros utensilios.
Kounia se quitó la mochila y su arma
corta, dejándolos en un lado de la estancia. Yholet la imitó. Allí quedó su
morral con el libro que había encontrado en la atalaya, así como el arco, el
carcaj, y su daga. Por un momento dudo en separarse de su daga, pero el
ambiente parecía pacífico y la mirada de Kounia le hacía pensar que no le
pasaría nada. Ambos se sentaron en las sillas vacías y esperaron en silencio a
que las mujeres trasladaran las fuentes desde los enrejados hasta la mesa.
Yholet observó la comida humeante y burbujeante. Había carne en una especie de
guiso, pero también algunos vegetales cocidos o fritos.
- Esta es la hospitalidad de Asdruro, señor
de la región de las charcas, sureño -dijo el grakan, una vez que las mujeres
les habían dejado a los tres solos-. Come lo que te ofrezco, siempre y cuando
no seas como los tuyos, un desagradecido.
- Padre, no seas así, él no… -empezó a decir
Kounia.
- Todos los sureños son iguales, hija, no lo
olvides -le cortó Asdruro a su hija, que bajó la mirada, con respeto-. No son
más que sucios animales que nos tratan a nosotros como bestias. Vienen con
ganas de guerra y conquista.
- Para mí es un placer recibir tan buenos
dones de la mano de Asdruro, el señor de la región de las charcas -indicó
Yholet, con una amplia sonrisa.
Asdruro se le quedó mirando, sorprendido,
como esperaba que ocurriera Yholet. Si Lystok no se había esperado que él
supiera el idioma de los grakan, esperaba que los de la ciudad, los jefes y los
ancianos, tampoco lo supieran o más bien no lo creyeran cuando lo informó el
hermano de Kounia. No había nada peor que los prejuicios. Asdruro estaba en lo
cierto cuando hablaba de que muchos del imperio tenían a los grakan por sucias
bestias. Ese era un gran error por parte de sus conciudadanos. Pues de esa
forma subestimaban a los grakan. La familia de Yholet intentaba no caer de
nuevo en los errores del pasado, pero los viejos tiempos se olvidaban y era
fácil dejarse llevar por las corrientes del resto del imperio.
Incluso, a Yholet, le parecía que los
grakan, aun con su forma de vivir y actuar también estaban cayendo en el mismo
error que achacaban a los sureños. Se sentían tan ofendidos con que los otros
reinos les tomaran por seres inferiores, que empezaban a subestimarse a sí
mismos. Además de hacerse las víctimas de la discriminación de los que les
rodeaban y no eran como ellos. Era un error por su parte.
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