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domingo, 11 de noviembre de 2018

La leona (25)


Las edificaciones del interior de la ciudad no eran más que chozas circulares de adobe con tejados de ramas entrelazadas. No eran muy grandes y Yholet supuso que no tendrían mucho sitio para los que las usaran. Las de la aldea de Kounia le habían parecido muy sencillas y estas, aunque de un radio mayor, tampoco parecían demasiado elaboradas. Eran de una sola planta. Pero parecía que podían haber varias unidas o adosadas, lo que haría que una familia tuviera más espacio para vivir. Yholet solo podía distinguir las construcciones más cercanas al camino que recorrían, pues la noche ya había llegado y las antorchas se encontraban a ambos lados de la calle, pero su luz se mitigaba rápidamente.

El ascenso les llevó a cruzar el primer anillo interno. Al otro lado, las chabolas dejaron paso a construcciones más grandes. Eran también circulares, pero habían construido una especie de contrafuertes en las paredes. Eran más altas y más imponentes. También distinguió los hornos de las fraguas. Yholet supuso que ese anillo era el de la casta de los guerreros y herreros. Allí se encontrarían los cuarteles y todo lo necesario para armar a los soldados.

Su camino les llevó hasta el siguiente anillo, la última empalizada, la cima de la colina. Los guerreros que les habían esperado dentro de las puertas, no siguieron con ellos, no cruzaron la puerta de acceso. Pero allí les esperaba un grakan, un anciano, ya que el pelo era blanco, pero era imponente. No tenía nada que envidiar a los guerreros. Vestía con unas ropas, una armadura de cuero, ligera, pero parecía de mejor acabado que otras. Yholet distinguió una sonrisa en la cara del grakan y otra en la Kounia. Supuso ante quien se encontraban.

   -   Kounia, tú y el invitado seguidme -ordenó el hombre.
   -   Sí, padre -se limitó a acatar Kounia, haciéndole un gesto a Yholet de que la acompañase.

Yholet decidió no abrir la boca. Podría haber dicho algo, pero la prudencia de su forma de vida, le obligaba a no dejar ver todas sus cartas en el primer momento. El grakan, el padre de Kounia les guió hasta una de las chozas circulares, pero grande, con los contrafuertes. Al fijarse bien, no parecía de adobe, sino de piedra. Pequeñas losas planas colocadas unas sobre otras y los espacios rellenos de adobe. Ante la puerta había un par de guerreros que saludaron marcialmente al padre de Kounia. Los tres cruzaron y para asombro de Yholet, el interior se encontraba tabicado, con paredes de adobe. Los suelos eran de losas y el techo de madera. Le pareció ver una escalera en un costado. Los tres recorrieron unos pasillos hasta llegar a una especie de cocina-comedor. El padre de Kounia señaló unas sillas y se sentó en otra. Dio un par de palmadas en el aire, y aparecieron un par de mujeres que se aproximaron a los fuegos, colocando unos enrejados. Sobre estos se depositaron unas fuentes de barro. Yholet pudo ver como pronto empezó a emanar vapor del interior de las fuentes. Las mismas mujeres se encargaron de preparar una mesa entre las sillas. Colocaron manteles y copas. Trajeron jarras con vino y otros líquidos. Colocaron cuchillos y otros utensilios.

Kounia se quitó la mochila y su arma corta, dejándolos en un lado de la estancia. Yholet la imitó. Allí quedó su morral con el libro que había encontrado en la atalaya, así como el arco, el carcaj, y su daga. Por un momento dudo en separarse de su daga, pero el ambiente parecía pacífico y la mirada de Kounia le hacía pensar que no le pasaría nada. Ambos se sentaron en las sillas vacías y esperaron en silencio a que las mujeres trasladaran las fuentes desde los enrejados hasta la mesa. Yholet observó la comida humeante y burbujeante. Había carne en una especie de guiso, pero también algunos vegetales cocidos o fritos.

   -   Esta es la hospitalidad de Asdruro, señor de la región de las charcas, sureño -dijo el grakan, una vez que las mujeres les habían dejado a los tres solos-. Come lo que te ofrezco, siempre y cuando no seas como los tuyos, un desagradecido.
   -   Padre, no seas así, él no… -empezó a decir Kounia.
   -   Todos los sureños son iguales, hija, no lo olvides -le cortó Asdruro a su hija, que bajó la mirada, con respeto-. No son más que sucios animales que nos tratan a nosotros como bestias. Vienen con ganas de guerra y conquista.
   -   Para mí es un placer recibir tan buenos dones de la mano de Asdruro, el señor de la región de las charcas -indicó Yholet, con una amplia sonrisa.

Asdruro se le quedó mirando, sorprendido, como esperaba que ocurriera Yholet. Si Lystok no se había esperado que él supiera el idioma de los grakan, esperaba que los de la ciudad, los jefes y los ancianos, tampoco lo supieran o más bien no lo creyeran cuando lo informó el hermano de Kounia. No había nada peor que los prejuicios. Asdruro estaba en lo cierto cuando hablaba de que muchos del imperio tenían a los grakan por sucias bestias. Ese era un gran error por parte de sus conciudadanos. Pues de esa forma subestimaban a los grakan. La familia de Yholet intentaba no caer de nuevo en los errores del pasado, pero los viejos tiempos se olvidaban y era fácil dejarse llevar por las corrientes del resto del imperio.

Incluso, a Yholet, le parecía que los grakan, aun con su forma de vivir y actuar también estaban cayendo en el mismo error que achacaban a los sureños. Se sentían tan ofendidos con que los otros reinos les tomaran por seres inferiores, que empezaban a subestimarse a sí mismos. Además de hacerse las víctimas de la discriminación de los que les rodeaban y no eran como ellos. Era un error por su parte.

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