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miércoles, 7 de noviembre de 2018

Unión (45)


Ofthar se mantenía de pie en el nuevo parapeto, junto a Rhime. El resto de sus hombres dormitaba en los puestos asignados. Desde allí podía ver bien por donde llegaría el enemigo. La lluvia había terminado hacía un buen rato, y las nubes se habían empezado a romper, apareciendo claros, por donde la luna iluminaba la ciudad. El viento en vez de disminuir soplaba con fuerza. Era frío.

   -   Los esclavos mojados con este frescor enfermarán rápido -dijo de improviso Rhime-. Nos llegarán destrozados.
   -   Primero tienen que abrir la puerta -se quejó Ofthar-. Están tardando demasiado.

A Rhime le chocó el malestar de Ofthar, pero dado que le conocía de hacía mucho, estaba seguro que algo tenía en mente. Si no fuera así, no se hubieran dedicado a llenar la ciudad de abrojos y otros artilugios, para hacer que el enemigo diera vueltas por los barrios.

A cierta hora de la noche, les despertó el ruido de una gran caída seguida de un clamor. La puerta había cedido. Pero no de la forma habitual. Tras tantos golpes, las bisagras y los goznes se habían roto. Las puertas se habían precipitado hacia fuera, debido a las piedras y maderas que habían acumulado Ofthar y sus hombres. Al caer habían aplastado a los esclavos encargados de manejar el ariete, a sus oficiales y a los que descansaban cerca. Seguramente no habían sido muchos, pero habría desmoralizado a unos cuantos.

Lo siguiente que llegó de la ciudad fue un coro de alaridos, relinchos y quejas. Las trampas iban haciendo que moverse por entre las casas se volviera un martirio. Los abrojos, con sus cuatro puntas, siempre afiladas y de las que una siempre estaba hacia arriba, se clavaban en los pies descalzos, atravesaban las suelas delgadas de los esclavos o destrozaban las pezuñas de los caballos. Habían tenido una suerte única cuando Orot había dado con toneles llenos de ellos en una herrería. Esos juguetitos volverían locos a los oficiales enemigos. Y lo que era mejor, ralentizaría tanto el avance del enemigo, que como había dicho, no atacarían hasta el amanecer o tal vez ni eso.

   -   No te has pasado un poco con lo todo lo que has estado haciendo hasta ahora -escuchó la voz de Mhista a su espalda.
   -   ¿En qué me he pasado? -preguntó Ofthar.
   -   Primero le insultas al tal Oloplha y luego le mientes sobre cómo murió la esclava, Olppa -indicó Mhista-. Buscabas enfadarle y lo conseguiste. Y lo peor es que no sé por qué lo has hecho.
   -   Todo lo he hecho para que no se escapen y…
   -   No sé por qué se iban a escapar, no somos suficientes para ser una enemigo digno a campo abierto, sabrían que no podemos perseguirlos -interrumpió Mhista.
   -   Lo que pasa, mi querido amigo es que nuestro enemigo no juega con los dados bien -explicó Ofthar, con misterio-. Pero yo sí. Ordhin quiere esta victoria, quiere que exterminemos a los herejes y lo quiere aquí, en Limeck. Me lo ha dicho.
   -   ¡Oh, vamos! -se quejó Mhista incrédulo.
   -   ¿No me crees? -inquirió Ofthar sonriente.
   -   Ofthar, somos amigos desde hace muchos años, te conozco y sé que no eres un hombre tan creyente -contestó Mhista-. Tú no harías algo como esto a menos que supieras que va a ver un cambio. Nunca has sido así de imprudente. Así que…
   -   Así que es mejor que te prepares para la batalla, pues nuestro enemigo vendrá aquí con todo su poder -advirtió Ofthar-. El odio ya habrá nublado la mente de Oloplha. Vendrá capitaneando a sus mejores soldados y luchará contra los mejores guerreros de Nardiok. Pero también con el más inteligente y con la mente despejada. Los abrojos y las otras trampas solo reforzarán su inquina y sus ganas de matarme y no se fijará en el resto de lo que ocurrirá. Antes luchábamos contra un líder problemático, ahora contra un monigote sin cerebro. Y yo le cortaré la cabeza.

Mhista se sonrió, ya que ahora sí veía el verdadero juego de Ofthar y también cuál era la meta que quería para el combate del día siguiente. Pues si podía distinguirse como alguien valeroso, daría una buena carta de presentación al señor Naynho, más que lo que pudiera haber escrito el señor Nardiok. Ofthar y Mhista se quedaron discutiendo un poco más la forma de luchar del siguiente día.

Mientras, en las calles de la ciudad, los abrojos no eran el único problema que se habían encontrado. Había de todo. Unas cuantas chozas se habían venido abajo cuando algunos hombres habían intentado refugiarse en ellas. También se habían abierto agujeros en el suelo, y los hombres habían caído sobre estacas. Entre los abrojos y las trampas, el avance se detuvo casi por completo, ya que los oficiales indicaron a su líder que de noche no podían ver lo que el general enemigo les había preparado. Para colmo, fue informado que no quedaba ni un solo caballo sano, excepto el suyo propio y su escolta. La ira del corazón Oloplha se agrandaba a cada momento que pasaba.

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