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sábado, 13 de febrero de 2021

Aguas patrias (23)

Eugenio se había quedado hasta el final de la velada y al final, don Bartolomé, que les había ido a buscar al jardín, le pidió que aceptase su hospitalidad y durmiese en su casa. Pero Eugenio tuvo que rechazar, alegando que un capitán con su barco en la bahía debía dormir a bordo, sobre todo en tiempos de guerra como en los que estaban sumidos. Don Bartolomé indicó que sin duda si todos los capitanes de la armada fueran como él, las guerras en el mar serían ganadas por su país. Desgraciadamente, tanto Eugenio como Bartolomé sabían que no era así y las guerras solían ganarse en las cortes o en las batallas terrestres, no en las navales. Aun así ninguno de ellos lo mencionó. Al ver que Eugenio rechazaba su petición, y sin darse por ofendido, le indicó que si podía ayudarle en algo. Eugenio al darse cuenta que no veía a Juan Manuel, tuvo que señalar a don Bartolomé que quedaría muy satisfecho con él si serían tan amables de acercarle al muelle. Así que pudo escuchar un poco más la voz de Teresa, que le contaba sobre la velada a su padre, mientras le llevaron hasta el muelle. Donde le dejaron tras despedirse con estrépito por parte de Teresa, que al final la tuvo que meter su padre en el carruaje a empujones.

No tuvo que esperar mucho en la oscuridad de la noche, pues pronto divisó a su falúa acercarse al muelle a toda prisa a recogerle. Cuando el bichero del timonel se fijó a la piedra del muelle, Eugenio saltó al interior del bote, sentándose junto a un silencioso timonel. 

-   ¡Capitán a bordo! ¡Ciar, ciar! -gritó el timonel, soltando el bichero de la roca y dejándolo en el fondo de la embarcación-. ¡Con brío, muchachos! ¡Remad!

El bote se separó del muelle y se internó en las calmadas aguas de la bahía. Los remeros bogaban con fuerza. 

-   Señor López, no hace falta que se esfuercen tanto -indicó Eugenio, serio, mientras se recostaba en su asiento-. No hay que tomar un barco al asalto. Ni vamos al buque insignia.

El timonel asintió e hizo que los hombres remasen con menos fuerza y aunque tardarían algo más en llegar al barco, lo harían más descansados. Eugenio miró al cielo, donde unas escasas nubes cruzaban por encima de él, ocultando de vez en cuando las estrellas, cientos de ellas, que poblaban el cielo. Al final, pensó Eugenio, la velada había sido más interesante que lo que había estimado y por un momento, deseó que pudiese ver a Teresa pronto, pero la verdad es que se haría a la mar en un par de días. Suspiró y esperó a que su bote llegase al costado de la fragata, para subir a bordo y dirigirse a su coy, tenía ganas de dormir y al día siguiente tenía mucho que hacer.


En el carruaje, Bartolomé observaba la ciudad durmiente. Luego a su hija y suspiró. 

-   Ese capitán parece un hombre interesante, ¿no crees Teresa? -inquirió Bartolomé. Antes había recibido la orden de Rafael de que sondease a Teresa sobre su opinión sobre Eugenio. No le gustaba la idea, pero no pudo imponerse a su primo, rara vez lo conseguía. 

-   ¿Interesante? -repitió Teresa, intrigada por la pregunta de su padre, que rara vez solía hablar de otras personas, no porque fuera alguien huraño, sino que si no era otro naturalista, no se fijaba en ellos. Pensó que tal vez había algo extraño en ellos, pero al ver la cara inexpresiva de su padre, concluyó que se había equivocado-. La verdad es que en los jardines hemos hablado mucho. Ha escuchado con paciencia lo que le he contado sobre la historia del jardín y le he hablado de los árboles que hay plantados. 

-   ¿Y te ha escuchado pacientemente? -preguntó sorprendido Bartolomé. 

-   Bueno, de vez en cuando hacía alguna pregunta sobre lo que le contaba, sobre todo cuando desconocía el significado de las palabras -respondió Teresa. 

-   Vaya, le debéis gustar mucho para aguantar una de tus disertaciones sobre la naturaleza -aseguró Bartolomé, empezando a pensar que Rafael podía estar en lo cierto con su idea de casar al capitán con su hija. El hombre parecía sentir algo por su Teresa. Ahora era ella la que debía sincerarse. Si le gustaba el capitán, no se opondría a la boda. El capitán parecía un hombre de los que a él le gustaban, los inteligentes. 

-   ¿Qué yo le gusto? -comentó Teresa sorprendida, sin creerse lo que había dicho su padre, pero sin evitar sonrojarse-. Bueno, no sé. Yo pensaba que solo era un hombre cordial y educado. 

-   ¡Hum, me parece que no es la única persona que le gusta la otra! -indicó Bartolomé, al ver la coloración de las mejillas de su hija. Lo único que le fastidiaba es que tendría que darle la razón a Rafael. 

-   No, no, me cae bien, es un hombre apuesto, aunque tiene alguna cicatriz, pero no le afea -negó sin fuerza Teresa, poniéndose más roja-. Y es amable. Pero no baila bien, no. No creo que me guste, padre. 

-   ¡Ah, bueno! -dijo Bartolomé-. Entonces no te importará que lo invite mañana a comer con nosotros. creo que es lo menos que puedo hacer por aguantarte durante tanto tiempo esta noche. Y además sus pobres pies, cuántas veces le habrás pisado. Tú no sabes bailar nada.

Teresa se quejó un rato sobre las malas formas de su padre, pero al final, empezó a pensar en qué podrían hacer para agasajar a Eugenio. Bartolomé se quedó sorprendido de lo que iba diciendo su hija y que sin duda le dejó claro que si sentía algo por el capitán. Era hora de hacer que ella se enamorase del todo del capitán y Rafael habría ganado otra batalla más, aunque esta, lejos del mar.

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