Se encontraron a Shennur en el atrio de entrada, vestido con una
casaca roja con ribetes dorados y azabaches, sobre una túnica de un rojo más
apagado que quedaba sobre unos calzones largos, de color perla y abombachados
en los tobillos. Sobre la casaca llevaba dos bandas cruzadas, una de color azul
claro y otra de color dorado. También llevaba varios broches con esmeraldas y
rubíes engarzados en una filigrana de oro y plata. Los pies estaban protegidos
por unas botas bajas, negras y relucientes, de algún tejido que Bharazar no
acertaba a precisar. Del cinturón, de cuero y oro, con amatistas y
lapislázulis, colgaba su espada, que Bharazar ya había visto el día anterior,
con su curioso contorno, así como una serie de bolsas de terciopelo de color
granate. Sobre la cabeza llevaba un sombrero circular, abultado, de color
rojizo, con decoraciones formadas por cadenas de bolas de oro blanco, rubíes,
perlas, ámbar y terminado en un gran diamante engarzado en plata, que quedaba
sobre el borde del sombrero y la frente de Shennur. Cualquiera que viera a
Shennur, en todo su esplendor, sabría que estaba ante el gran canciller del
emperador.
-
Vamos, alteza, se nos hace tarde, ya tomaréis algo en palacio
-dijo Shennur con cara de pocos amigos y visiblemente nervioso.
Shennur hizo un gesto y un criado abrió la puerta de la casa,
mientras que otros dos se acercaron a los dos soldados con un casco cónico
terminado en punta, el yelmo de los catafractos imperiales. Ambos al ser de
oficiales, tenían en la parte trasera de la cimera un penacho de plumas. El
casco que tomó Bharazar las plumas eran doradas, lo que indicaba que la persona
que lo llevaba era un miembro de la familia imperial, mientras que las de
Jha’al eran rojas, lo cual le identificaba como un oficial de alto rango.
Además, en las viseras de ambos cascos, en el de Bharazar se podía ver una
cabeza de león, dorada, mientras que el de Jha’al era una cabeza de águila con
las alas extendidas sobre los ojos, creando unas lentes protectoras a partir de
la protección nasal.
El primero en salir de la casa fue Shennur, y le siguieron los dos
invitados. Frente a la casa esperaba un carruaje, simple, sin muchos adornos,
tirado por cuatro caballos, con un conductor y un ayudante en el pescante
frontal. Un criado, vestido como los que se encontraban sentados arriba,
esperaba con la portezuela abierta. El carro se hundió sobre sus muelles cuando
los tres hombres entraron en la caja. Si por fuera el vehículo no parecía nada
del otro mundo, por dentro la cosa cambiaba. Los dos bancos eran sumamente
cómodos y había cojines para hacerlo más siquiera. Los ventanales estaban
cubiertos por cortinas, lo que impedía que los de fuera conocieran a los que
iban dentro.
El criado cerró la portezuela y se subió rápido a la parte trasera
de del carruaje, al tiempo que el conductor hacía que los animales se pusieran
en marcha, haciendo que toda la estructura temblase. Bharazar movió un poco una
de las cortinas, para descubrir que ya salían de la hacienda, por lo muros de
esta, y no iban con escolta.
-
¿No vienen mis hombres conmigo? -preguntó Bharazar, un poco
alarmado.
-
No, no es necesario, más bien sería un inconveniente -respondió
Shennur, que iba a dejarlo ahí, pero al ver la cara del príncipe-. Su alteza,
os debo recordar que los únicos militares que tienen permiso a entrar en la
ciudadela son los generales -Shennur les señaló a ellos-, y la guardia del
emperador. Llevar una escolta armada por el palacio y que no son los miembros
de la guardia imperial, sería una falta contra la ley de vuestro hermano.
Además no esperéis un ataque desde mi hacienda hasta la ciudadela, nadie sabe
que os encontráis en la capital, ¿no? -Bharazar tuvo que asentir con la
cabeza-. De todas formas, podéis dejar la cortina en paz. Una última cosa,
cuando nos detengamos, poneos los yelmos, no os los quitéis hasta llegar al
salón de audiencias.
Bharazar y Jha’al asintieron con la cabeza. El príncipe soltó la
cortina y se dejó hundir en su asiento. Le hubiera gustado ver el paisaje del
camino, o por lo menos la muralla de la ciudadela, para ver si sus recuerdos
eran aún fidedignos o ensoñaciones de un pasado que ya era lejano. Aunque
tampoco había mucho que ver, pues en esa zona solo había haciendas como las del
canciller, junto con el gran templo de Rhetahl, donde el gran sumo sacerdote
imperial escuchaba los designios del dios, rodeado de riquezas, bellas mujeres
y todo lo que cualquier mortal desease. Los vecinos del canciller eran hombres
poderosos, aristócratas que preferían la soledad a vivir cerca de los nobles
menores y del resto de la población de la capital. Junto a las murallas había
cuarteles de la guardia, pero allí solo servían los más idóneos, para no
desentonar con la magnificencia de los ciudadanos de ese barrio que rodeaba la
ciudadela imperial.
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