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domingo, 11 de marzo de 2018

El juego cortesano (38)




Era fácil deambular por los pasillos del palacio, sobre todo para alguien como ella, que pasaba desapercibida ante todos. Había esperado en su habitación, tal y como había indicado el líder, la persona que le mandaba los recados. Cuando salió del edificio de los siervos, era noche cerrada. Pocos eran los criados que permanecían despiertos y los que la podrían ver o la conocieran estaban en las cocinas. Pero ella, entró por una de las puertas de servicio y subió al piso de la familia imperial.


Por los pasillos se cruzó con algún guardia, pero los soldados pasaban de su presencia, como si no estuviera allí. Ese era el gran problema de los guardias, que se creían más que nadie, sobre todo del resto de los criados. Pero ahora le vino ni que pintado. Pasó por delante de los centinelas y nadie le dio el alto. Hasta llegar a la puerta de la alcoba del emperador.

En tiempos del emperador Shimoel, nunca podría haber entrado por la puerta, ya que este mantenía una guardia de soldados ante las puertas y cada pocos metros en el pasillo. Pero su hijo, en cambio, no permitía a ningún soldado en las inmediaciones de sus habitaciones privadas. El porqué de tal falta de seguridad la desconocía. Abrió con cuidado, para no llamar la atención, aunque los guardias no estaban lo suficientemente cerca para enterarse. Siguiendo las instrucciones, cerró tras ella, para que ninguna de las patrullas que recorrían los pasillos por la noche se la encontrara abierta por casualidad.

Una vez dentro, dudó en acercarse a la alcoba, donde dormiría el emperador y clavarle el puñal que había traído con ella. Su deseo de venganza era muy grande, pero se avino a seguir las órdenes. Se dirigió a la sala que hacía de despacho y buscó una especie de relieve con forma de león, que según las palabras escritas en un libro que había leído y resultó ser un diario del constructor del palacio, que había encontrado escondido entre otros libros en la biblioteca del palacio, abría el pasadizo del emperador Shimoel. Le costó un rato, pero al final dio con el relieve y siguió las instrucciones. Un crujido llenó la sala y una parte de la pared se desgajó, hundiéndose. Un brillo de luz entró por la ranura. Unos dedos y un resuello de esfuerzo fueron lo siguiente que vio y por ello reculó unos pasos.

Varios hombres empezaron a surgir por la brecha abierta. Algunos vestían como los escribanos imperiales, había dos que reconoció al momento, el canciller Shennur y el príncipe Bharazar. Luego hicieron acto de presencia un buen número de guardias imperiales, pero parecían diferentes a los que pululaban por los pasillos, parecían guerreros veteranos. Ella temiendo un castigo por los guardias o por el canciller, dio un par de pasos para atrás y se golpeó con una mesa, haciendo un ruido leve, con lo que todos la miraron directamente. Uno de los escribanos, alto y delgado se acercó sonriente hacia ella.

-       Gracias por tu servicio a nuestra causa -dijo Sheran, afable.
-       ¿Quién es ella? -preguntó Bharazar, en voz baja.
-       Una sirvienta, Olhana, odia a tu hermano -explicó Sheran-. Es una de mis agentes más fiables y que mejor pasa desapercibida. Lleva en palacio desde los tiempos de Fherenun V. Pero ahora nos toca actuar a nosotros. Aunque te tengo que pedir un favor. Puedes guiar a este soldado -Sheran señaló a Jha’al- y alguno de sus compañeros a donde te pidan.
-       Sí, sí, mi señor -asintió Olhana-. ¿Pero se hará lo que me prometiste?
-       Sí, habrá justicia -afirmó Sheran, lo que pareció sosegar a la anciana sirvienta.

Jha’al se disculpó ante el príncipe, separó a los hombres, él se puso al frente de unos cuatro y el resto se quedaron a las órdenes de Siahl. Luego se acercó al oído de la anciana y le susurró algo. La mujer asintió e hizo un gesto para que le siguieran. El grupo se separó, dejando a Shennur y Bharazar sin saber lo que pasaba. Cuando le preguntaron a Sheran se limitó a indicar que era algo necesario para el futuro, tras lo que señaló a la alcoba del emperador. Todos asintieron, recuperaron los faroles y se dirigieron a realizar su labor, a encararse con Shen’Ahl.

Los hombres con faroles se fueron distribuyendo por la estancia, la alcoba del emperador, una sala grande, con una gran cama con cortinajes, donde se podían ver dos figuras echadas. El techo, semi abovedado y con pinturas, así como relieves, dorados y piedras preciosas incrustadas en las paredes. Lámparas de pie, con velas, eran encendidas con ayuda de los faroles. La luz iba poco a poco inundando la estancia, haciendo ver las decoraciones caras que había por doquier. Mesas de todos los tamaños y formas, de las maderas más nobles, sobre las cuales reposaban infinidad de objetos de artesanía. Armarios de ropa, llenos a rebosar, las más bellas telas y juegos de colores. Las sabanas eran de seda y el colchón relleno con las plumas de ánade real.

Shennur, Bharazar, Ohma y Sheran se colocaron frente a la cama, mientras que Siahl y los catafractos les rodeaban, con sus manos apoyadas en los pomos de sus espadas, listos para actuar.

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