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miércoles, 14 de marzo de 2018

Lágrimas de hollín (5)




Durante los días que pasaron desde la muerte de su madre y el fin de sus ahorros, el niño tuvo mucho tiempo para estudiar la sociedad del gran barrio donde se movía a placer, siempre alejado del burdel, con miedo a ser reconocido por algún cliente o una de las chicas. Con el temor a enfrentarse de nuevo con Gholma, a quien deseaba ver pero que creía que le daría la espalda, como él había hecho en su huida. En esas reflexiones barajaba dos caminos a seguir. En el primero se acogía a vivir, a luchar por la supervivencia, a andar hasta hacerse mayor. Pero en el otro se veía dejando de una vez la existencia real, irse al lugar donde se había ido su madre, desde donde le miraba sin verle, en ese lugar donde recibió a su asesino y se dejó matar sin luchar. Podría él mismo hacer eso, permitir que una sombra de las que le acechaban le rodease y se le llevará lejos de allí. Pidió a Rhetahl que le ayudará, pero el insigne dios imperial no se dignó a darle ni una sola muestra de su sabiduría.


Y de esa forma sus ahorros desaparecieron y decidiera lo que decidiera tendría que ser en ese momento. Sin la ayuda del poderoso dios, y dado que se encontraba en esa situación precaria por culpa de uno de sus fieles, por primera vez renegó de él. Se dijo que no rezaría más a esos falsos dioses, faltos de piedad por sus creyentes. En ese mismo momento se decidió por una de las dos opciones. Viviría, sobreviviría y llegado su momento se vengaría con la dueña, con los que le miraban mal, los que le habían relegado a una vida de muerte y frío. Odiaba, su corazón se había vuelto duro, pétreo. Pero para lograrlo, lo primero que tenía que hacer era sobrevivir y para ello debería ser más listo que antes, más ágil, más fuerte, y por ello debía seguir alimentándose.

Solo conocía una forma de lograr sus metas y durante los días siguientes, tal vez, semanas, meses, el tiempo era ya un continuo en el que solo distinguía el cambio de día a noche y viceversa. Se convirtió en una de las muchas sombras que correteaban por el barrio, moviéndose con una agilidad y destreza únicas. Pronto aprendió los trucos de los amantes de las bolsas ajenas, quienes liberaban de sus cargas a los incautos. Pero también aprendió que lo mejor era conseguir lo justo para comer cada día. En más de una ocasión vio las consecuencias de los avariciosos, que en su afán por tener más, por ganar un pequeño tesoro, robaban a los que no debían. Su castigo era el mismo, aparecer con una daga clavada en un ojo. La milicia, que sabían que nunca encontraría al asesino se deshacía del cuerpo, dónde, quién sabe. Podrían estar acompañando a su madre en cualquier cloaca.

El niño en más de una ocasión se limitaba a hacerse con comida, más útil y manejable que el oro. Pero contra todo pronóstico, él sobrevivió, iba creciendo e iba cogiendo experiencia en ese nuevo mundo en el que se había decidido hundir. Pero el gran problema de vivir de esa forma, es que lo haces solo y en el momento preciso todo puede cambiar. Y para su desgracia eso pasó un día o más bien, una noche.

Por seguridad solía cambiar cada cierto tiempo de zona de caza, así solía llamar al lugar donde vivía. En uno de estos cambios cruzó la antigua muralla que separaba su barrio, del que quedaba bajo la ladera abrupta y casi vertical de la colina donde estaba erigida la gran fortaleza, la ciudadela de Stey y el antiguo castillo real. Él no sabía lo que había hecho, pues nadie le había hablado del barrio aledaño al suyo, al otro lado de la muralla. Ni sabía cuál era el nombre, no había oído hablar a nadie del temido barrio de La Cresta. Pero él, lo cruzó y se puso a vivir como lo hacía siempre.

Tras varias semanas allí, en una noche oscura, mientras recorría las sombras como hacía siempre, cruzando por una callejuela entre dos viejos y oscurecidos edificios, notó pasos a su espalda, así como alguien silbando al frente. El niño se detuvo y al poco aparecieron seis jóvenes, mayores que él, pero no demasiado. Tres por delante y tres por detrás. Se dio cuenta que le habían hecho una encerrona de libro, había sido testigo de muchas, a avariciosos, pero él no tenía tesoro, pues todo lo que robaba o lo consumía o lo gastaba.

-       Así que este es el ratoncito que ha decidido meterse en nuestras calles -dijo uno de los tres que tenía ante él, el más delgado, con una cara alargada, ojos pequeños, ligeramente rasgados, con cicatrices y una sonrisa que le recordaba demasiado al soldado.

Los otros se sonrieron, incluso lanzaron alguna carcajada, pero se detuvieron en seco cuando el que había hablado iba a volver a abrir la boca.

-       Nadie se mete en nuestro territorio y hace lo que le da la gana, ratoncito -indicó el muchacho, sin perder la sonrisa-. Pero somos piadosos. Danos todo lo que has conseguido, vete de aquí y no vuelvas.

El niño solo podía hacer parte de lo que le pedían, pero sabía demasiado bien que ellos querían lo primero, y eso no lo tenía. Así que se mantuvo callado, preparado para actuar. El líder se le quedó mirando y al ver como los músculos del niño se tensionaban, se dio cuenta que el que tenía delante no atendería a razones. Le hizo un gesto al que tenía a su derecha y señaló al niño. Este era grande, pero ágil, algo que descolocó al niño, pero él también era hábil y eludió el ataque que hizo el grandullón armado con un palo de madera. Durante unos angustiosos segundos, el niño pudo hacer frente al matón, al final se había entrenado en la calle, tanto o más que ellos. Pero lo que le faltaba era experiencia y a su oponente le sobraba. En un embate, lanzó el palo como señuelo y lanzó el puño a donde fue el niño. La fuerza del muchacho golpeó su pecho y lo lanzó contra una de las paredes, intentando respirar, pues le dolía todo el pecho. Vio como el palo descendía hacia su cabeza, pero escuchó un silbido y este se quedó en el aire a escasos centímetros de su cabeza.

-       Habilidoso, sí, pero estúpido -escuchó la voz del líder cerca de su oído-. Tanto te importa el tesoro, tanto apego le tienes que prefieres morir por él, ratoncito. Por mi bien, los que mueren aquí, son comida para otros. Otros como tú, se lo pensarán dos veces antes de entrar en nuestro territorio.

El niño pudo escuchar los pasos del líder alejándose, así como la cancioncilla que silbaba, seguido de dos de sus matones, mientras los tres que quedaban, armados con palos le rodeaban. Se fue doblando, esperando la lluvia de golpes, pues había entendido las palabras del líder perfectamente, les ordenaba que le apalearan, que sufriera hasta la muerte, que sintiera su castigo hasta el final. Y lo notó con creces, los palos de madera le golpeaban, con ira, por todo su cuerpo. Sentía que los huesos se quebraban, que los reducían a polvo. El dolor le hacía llorar y cuando no pudo más gritar. Pero ninguno iba a por su cabeza, pues querían que su muerte fuera larga. Llegado un punto que ya no recordaba, sintió que todo se volvía negro suponiendo que su fin había llegado. Y por primera vez en mucho tiempo lo recibió con alivio.

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