Durante
los días que pasaron desde la muerte de su madre y el fin de sus ahorros, el
niño tuvo mucho tiempo para estudiar la sociedad del gran barrio donde se movía
a placer, siempre alejado del burdel, con miedo a ser reconocido por algún
cliente o una de las chicas. Con el temor a enfrentarse de nuevo con Gholma, a
quien deseaba ver pero que creía que le daría la espalda, como él había hecho
en su huida. En esas reflexiones barajaba dos caminos a seguir. En el primero
se acogía a vivir, a luchar por la supervivencia, a andar hasta hacerse mayor.
Pero en el otro se veía dejando de una vez la existencia real, irse al lugar
donde se había ido su madre, desde donde le miraba sin verle, en ese lugar
donde recibió a su asesino y se dejó matar sin luchar. Podría él mismo hacer
eso, permitir que una sombra de las que le acechaban le rodease y se le llevará
lejos de allí. Pidió a Rhetahl que le ayudará, pero el insigne dios imperial no
se dignó a darle ni una sola muestra de su sabiduría.
Y de esa
forma sus ahorros desaparecieron y decidiera lo que decidiera tendría que ser
en ese momento. Sin la ayuda del poderoso dios, y dado que se encontraba en esa
situación precaria por culpa de uno de sus fieles, por primera vez renegó de
él. Se dijo que no rezaría más a esos falsos dioses, faltos de piedad por sus
creyentes. En ese mismo momento se decidió por una de las dos opciones. Viviría,
sobreviviría y llegado su momento se vengaría con la dueña, con los que le
miraban mal, los que le habían relegado a una vida de muerte y frío. Odiaba, su
corazón se había vuelto duro, pétreo. Pero para lograrlo, lo primero que tenía
que hacer era sobrevivir y para ello debería ser más listo que antes, más ágil,
más fuerte, y por ello debía seguir alimentándose.
Solo
conocía una forma de lograr sus metas y durante los días siguientes, tal vez,
semanas, meses, el tiempo era ya un continuo en el que solo distinguía el
cambio de día a noche y viceversa. Se convirtió en una de las muchas sombras
que correteaban por el barrio, moviéndose con una agilidad y destreza únicas.
Pronto aprendió los trucos de los amantes de las bolsas ajenas, quienes
liberaban de sus cargas a los incautos. Pero también aprendió que lo mejor era
conseguir lo justo para comer cada día. En más de una ocasión vio las
consecuencias de los avariciosos, que en su afán por tener más, por ganar un
pequeño tesoro, robaban a los que no debían. Su castigo era el mismo, aparecer
con una daga clavada en un ojo. La milicia, que sabían que nunca encontraría al
asesino se deshacía del cuerpo, dónde, quién sabe. Podrían estar acompañando a
su madre en cualquier cloaca.
El niño
en más de una ocasión se limitaba a hacerse con comida, más útil y manejable
que el oro. Pero contra todo pronóstico, él sobrevivió, iba creciendo e iba
cogiendo experiencia en ese nuevo mundo en el que se había decidido hundir.
Pero el gran problema de vivir de esa forma, es que lo haces solo y en el
momento preciso todo puede cambiar. Y para su desgracia eso pasó un día o más
bien, una noche.
Por
seguridad solía cambiar cada cierto tiempo de zona de caza, así solía llamar al
lugar donde vivía. En uno de estos cambios cruzó la antigua muralla que
separaba su barrio, del que quedaba bajo la ladera abrupta y casi vertical de
la colina donde estaba erigida la gran fortaleza, la ciudadela de Stey y el
antiguo castillo real. Él no sabía lo que había hecho, pues nadie le había
hablado del barrio aledaño al suyo, al otro lado de la muralla. Ni sabía cuál
era el nombre, no había oído hablar a nadie del temido barrio de La Cresta.
Pero él, lo cruzó y se puso a vivir como lo hacía siempre.
Tras
varias semanas allí, en una noche oscura, mientras recorría las sombras como
hacía siempre, cruzando por una callejuela entre dos viejos y oscurecidos
edificios, notó pasos a su espalda, así como alguien silbando al frente. El
niño se detuvo y al poco aparecieron seis jóvenes, mayores que él, pero no demasiado.
Tres por delante y tres por detrás. Se dio cuenta que le habían hecho una
encerrona de libro, había sido testigo de muchas, a avariciosos, pero él no
tenía tesoro, pues todo lo que robaba o lo consumía o lo gastaba.
-
Así que este es el ratoncito que ha decidido meterse en nuestras
calles -dijo uno de los tres que tenía ante él, el más delgado, con una cara
alargada, ojos pequeños, ligeramente rasgados, con cicatrices y una sonrisa que
le recordaba demasiado al soldado.
Los otros
se sonrieron, incluso lanzaron alguna carcajada, pero se detuvieron en seco
cuando el que había hablado iba a volver a abrir la boca.
-
Nadie se mete en nuestro territorio y hace lo que le da la gana,
ratoncito -indicó el muchacho, sin perder la sonrisa-. Pero somos piadosos. Danos
todo lo que has conseguido, vete de aquí y no vuelvas.
El niño
solo podía hacer parte de lo que le pedían, pero sabía demasiado bien que ellos
querían lo primero, y eso no lo tenía. Así que se mantuvo callado, preparado
para actuar. El líder se le quedó mirando y al ver como los músculos del niño
se tensionaban, se dio cuenta que el que tenía delante no atendería a razones.
Le hizo un gesto al que tenía a su derecha y señaló al niño. Este era grande,
pero ágil, algo que descolocó al niño, pero él también era hábil y eludió el
ataque que hizo el grandullón armado con un palo de madera. Durante unos
angustiosos segundos, el niño pudo hacer frente al matón, al final se había
entrenado en la calle, tanto o más que ellos. Pero lo que le faltaba era
experiencia y a su oponente le sobraba. En un embate, lanzó el palo como
señuelo y lanzó el puño a donde fue el niño. La fuerza del muchacho golpeó su
pecho y lo lanzó contra una de las paredes, intentando respirar, pues le dolía
todo el pecho. Vio como el palo descendía hacia su cabeza, pero escuchó un
silbido y este se quedó en el aire a escasos centímetros de su cabeza.
-
Habilidoso, sí, pero estúpido -escuchó la voz del líder cerca de
su oído-. Tanto te importa el tesoro, tanto apego le tienes que prefieres morir
por él, ratoncito. Por mi bien, los que mueren aquí, son comida para otros.
Otros como tú, se lo pensarán dos veces antes de entrar en nuestro territorio.
El niño
pudo escuchar los pasos del líder alejándose, así como la cancioncilla que
silbaba, seguido de dos de sus matones, mientras los tres que quedaban, armados
con palos le rodeaban. Se fue doblando, esperando la lluvia de golpes, pues
había entendido las palabras del líder perfectamente, les ordenaba que le
apalearan, que sufriera hasta la muerte, que sintiera su castigo hasta el
final. Y lo notó con creces, los palos de madera le golpeaban, con ira, por
todo su cuerpo. Sentía que los huesos se quebraban, que los reducían a polvo.
El dolor le hacía llorar y cuando no pudo más gritar. Pero ninguno iba a por su
cabeza, pues querían que su muerte fuera larga. Llegado un punto que ya no
recordaba, sintió que todo se volvía negro suponiendo que su fin había llegado.
Y por primera vez en mucho tiempo lo recibió con alivio.
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